El mito de la copia

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José Antonio Aguilar Rivera

Ausentes del universo. Reflexiones sobre el pensamiento político hispanoamericano en la era de la construcción nacional, 1821-1850

México, FCE/CIDE/Caminos de la Libertad, 2012, 343 pp.

 

Por más de un siglo el nacionalismo latinoamericano ha vivido obsesionado con la autenticidad de sus ideas. Desde los lamentos de José Martí y José Enrique Rodó contra la imitación y la copia de ideas europeas y norteamericanas hasta las más recientes modalidades constitucionales del socialismo y el populismo, una de las principales demandas de la historia intelectual latinoamericana ha sido el abandono de toda apropiación mecánica de paradigmas filosóficos occidentales. En las variantes más exacerbadas de esa tradición, lo “propio” y lo “original” de América Latina fue buscado fuera de los patrones liberales, republicanos o conservadores, heredados del siglo XIX.

Liberalismo, republicanismo y conservadurismo fueron asumidos como tradiciones intelectuales foráneas, en buena medida porque las mismas, al no deshacerse de las instituciones del gobierno representativo, eran vistas como impostaciones de referentes europeos y norteamericanos. No deja de ser curioso que tantos nacionalistas y marxistas del pasado siglo no repararan, como han recordado recientemente Horacio Tarcus para Argentina y Carlos Illades para México, en que las ideas de nación y revolución, de soberanía y socialismo también habían surgido en el Occidente avanzado.

En su más reciente libro, Ausentes del universo, el historiador y científico político José Antonio Aguilar Rivera, demuestra que aquellos diagnósticos eran doblemente falsos: ni el pensamiento político latinoamericano del siglo XIX careció de originalidad, ni los usos de ideas europeas y norteamericanas fueron tan mecánicos como generalmente se piensa. Para lograrlo, Aguilar Rivera se concentra en unas cuantas figuras de las tres primeras décadas de la vida republicana (Simón Bolívar, Vicente Rocafuerte, Manuel Lorenzo de Vidaurre, Lucas Alamán) y en la recepción de pensadores europeos en el México de esa época, como el francés Alexis de Tocqueville y el español Juan Donoso Cortés.

Contra las tesis de Leopoldo Zea, Jesús Reyes Heroles, Charles Hale y otros historiadores de mediados del siglo pasado, que aseguraban que los liberales mexicanos habían sido lectores pasivos de Constant, Tocqueville y los doctrinarios de la Monarquía de Julio francesa, Aguilar Rivera llama a reconstruir en mayor detalle aquellas lecturas. Tocqueville, por ejemplo, fue menos leído en México que en Argentina, a pesar de que la experiencia mexicana era un tema colateral de La democracia en América y sus lectores recurrieron a él, no para sustentar la crítica al orden democrático en Estados Unidos, sino para describir el funcionamiento del poder judicial, el régimen federal y las instituciones locales en ese país.

El estudio sobre la recepción de Jean Baptiste Thorel y Juan Donoso Cortés, uno de los más sugerentes del libro, viene reforzar la demanda, adelantada en los últimos años por Brian Connaughton y Pablo Mijangos, de tomarse en serio al conservadurismo mexicano del siglo XIX. Por medio de glosas de los periódicos El Universal, El Siglo Diez y Nueve y El Monitor Republicano y de textos de Lucas Alamán, Luis Gonzaga Cuevas, Rafael Rafael y Vilá y Clemente de Jesús Munguía, Aguilar demuestra que los conservadores mexicanos articularon una atrevida impugnación de la doctrina de los derechos naturales del hombre y llegaron a formular propuestas tradicionalistas, más radicales o ultramontanas que las imaginadas por el conservadurismo español o francés de la época.

Este capítulo, titulado “Guerreros de la periferia”, y el dedicado al pensamiento constitucional de Alamán, son tal vez las mejores evidencias de la falsedad del tópico de la falta de originalidad del pensamiento político mexicano y latinoamericano de mediados del siglo XIX. Alamán no fue un mero reproductor de las ideas de Edmund Burke o un émulo latinoamericano de Bonald o Maistre. El mexicano no rechazó la soberanía del pueblo, ni las constituciones escritas, aceptó la fuente de autoridad emanada del gobierno representativo y sus procesos electorales y, a pesar de otorgarle un rol central a la Iglesia católica, no abandonó la premisa del Estado laico.

Aguilar sostiene, siguiendo a Israel Arroyo, que el proyecto de representación por clases defendido por Alamán y otros conservadores, a mediados de los cuarenta, fue una innovación dentro del pensamiento occidental, toda vez que iba más allá de los modelos censitarios, corporativos o estamentales practicados en Europa en la primera mitad del siglo XIX. Sin embargo, no debería asumirse que la tesis de Ausentes del universo  es que los pensadores más imaginativos de aquella centuria en América Latina fueron los conservadores o los tradicionalistas. Al igual que en otros dos valiosos libros suyos, En pos de la quimera (2000) y El manto liberal (2001), Aguilar se ocupa también de letrados republicanos.

Los estudios sobre Simón Bolívar, Vicente Rocafuerte y Manuel Lorenzo de Vidaurre se adentran en una de las zonas más creativas del pensamiento republicano hispanoamericano. Los tres, escritores públicos con una cultura filosófica descomunal, que desconfiaron de la aplicabilidad en estas tierras de los modelos constitucionales de Europa y Estados Unidos. Bolívar, Vidaurre y Rocafuerte hicieron suya la insistencia de Montesquieu sobre el rol de las tradiciones y las costumbres de los pueblos en el diseño de las leyes y las instituciones del Estado.

Luego de la inmersión en el legado liberal de los dos últimos siglos mexicanos, que representaron el ensayo La geometría y el mito (2010) y la antología La espada y la pluma  (2011), José Antonio Aguilar desplaza la mirada a otras dos corrientes de pensamiento político, contemporáneas del liberalismo, aunque menos conocidas: el republicanismo y el conservadurismo. Ausentes del universo refuerza la idea de la pluralidad ideológica del periodo de la construcción del Estado nacional en México y América Latina.

Una de las razones por las que ese periodo de la historia latinoamericana interesa cada vez más a la nueva historiografía política de la región, como prueban los trabajos de Alfredo Ávila, Erika Pani o Catherine Andrews, es la distintiva diversidad doctrinal del mismo. Hay en aquellas décadas previas a la hegemonía liberal de la segunda mitad del siglo XIX un archivo teórico de inestimable valor para el siglo XXI latinoamericano. Los falsos consensos ideológicos que produjeron los nacionalismos locales y continentales se basaron en el desconocimiento y la subvaloración de ese acervo intelectual. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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