Joseph Conrad
Narrativa breve completa
TraducciĆ³n de Carmen M. CĆ”ceres y AndrĆ©s Barba
Madrid, Sexto Piso, 2015, 1544 pp.
La publicaciĆ³n de toda su narrativa breve por Sexto Piso confirma que Conrad, como muchos otros autores de novelas largas, era por naturaleza autor de novelas breves. En eso, como en su intento de ser inglĆ©s a pesar de todo, se parece a Henry James. Las novelas largas de ambos, majestuosas y magistrales algunas, parecen muchas veces obras alargadas, rellenadas para cumplir la obligaciĆ³n del tomo innegable, del volumen que cubre el espacio majestuoso de los novelistas que la gente que no lee novelas toma en serio. Son tambiĆ©n la prueba viva de su decisiĆ³n de vivir de la literatura y solo de la literatura, entregando a los folletines mĆ”s y mĆ”s capĆtulos de historias que habrĆan encontrado quizĆ”s su forma mĆ”s madura en las cien o ciento cincuenta pĆ”ginas de sus mejores obras.
En las novelas breves el esplendor de la anĆ©cdota, la intensidad de quienes la cuentan y la peculiaridad del punto de vista no se dejan distraer por nada ni nadie. Eso es particularmente cierto en Joseph Conrad, a quien le gustaba la idea de que sus novelas fuesen contadas por un testigo semipresencial, un narrador que interrumpe al narrador principal, contando lo que a Ć©l le contaron, o lo que vio solo en parte, dejando al narrador principal, que es tambiĆ©n un auditor, el trabajo de rellenar las partes que faltan. Un recurso que pareciĆ³ nuevo cuando se publicĆ³, quizĆ”s justamente porque era arcaico, nacido directamente de Chaucer y Boccaccio o Cervantes y Quevedo entre nosotros. Una forma antigua de contar que sin embargo solo cuenta historias nuevas, que suceden en el presente o en el pasado cercano.
Pienso en que quizĆ”s fue lo que me chocĆ³ la primera vez que intentĆ© leer a Conrad. Los temas (la lealtad, el coraje, el terrorismo, el totalitarismo, el colonialismo), las intuiciones, las preocupaciones eran plenamente contemporĆ”neas, pero algo en la forma de escribir venĆa de otra edad, de otro mundo. Las descripciones no eran ilustrativas sino poĆ©ticas. Los diĆ”logos caĆan en una marea de adjetivos que describĆan un rayo de sol, una tempestad o un pantano perdido de Malasia. Era fĆ”cil olvidar quiĆ©n estaba diciendo quĆ©, e imposible seguir el ritmo de las escenas que se alargan con detalles y mĆ”s detalles, personajes secundarios que toman la delantera de la escena y cuentan su historia sin que nadie se lo pida, hasta convertir el relato en un puzzle de relatos e impresiones, de sensaciones y frases perfectas que no tienen problema en enredar u olvidar la trama que se supone la engarza.
Los personajes de Conrad son gente que trabaja, que suda, que usa sus manos, que vive de su sudor, pero su forma de hablar es siempre compleja y ligeramente artificiosa. Viven en la frontera del imperio victoriano, lo conocen, denuncian y celebran como nadie, y sin embargo lo hacen de una forma fatalmente barroca. La crĆtica suele atribuir este estilo extraƱo, esa forma propia e inesperada de escribir, al hecho de que el inglĆ©s fue para Conrad una lengua tardĆa que hablaba con un fuerte acento. Se suele emparejar en esto con Nabokov, cuyo inglĆ©s es tambiĆ©n una lengua en que se regodea, en que se refocila en matices, adverbios y juegos de palabras, como no lo harĆa ningĆŗn anglosajĆ³n consciente de que el inglĆ©s es un idioma comercial, un idioma en el que se habla de cosas y no de ideas. Aunque en ambos casos el idioma es quizĆ”s sĆmbolo de otra distancia, de otra extranjerĆa y extraƱeza. Conrad aprendiĆ³ inglĆ©s leyendo teatro y poesĆa isabelina. Un inglĆ©s, el de Shakespeare, Marlowe y Ben Jonson, que le resultaba en toda su vetusta complejidad cercano porque hablaba mejor que cualquier novela victoriana del mundo del que venĆa: noble pobre de un paĆs que otros imperios se repartĆan a su antojo. Las traiciones, los suicidios, las conspiraciones, los locos y los bufones del teatro isabelino eran su casa, eran su pasado, esa era, fatalmente, su manera de entender el mundo. En la decisiĆ³n de convertirse en marinero y viajar sin destino claro por lugares remotos debiĆ³ pesar tambiĆ©n la sensaciĆ³n de que ahĆ y solo ahĆ sobrevivĆan intactas las jerarquĆas, las debilidades, las fuerzas, la nobleza y la felonĆa del teatro de Shakespeare.
Los que creen que las lenguas son portadoras de algĆŗn espĆritu usan el caso de Conrad para confirmar sus esotĆ©ricas teorĆas. El inglĆ©s de Conrad deberĆa su extraƱeza a que estĆ” habitado por el espĆritu del polaco. Pero leyendo sus cuentos y novelas cortas es fĆ”cil percibir que la gracia de Conrad no es meramente verbal, sino que contagia tambiĆ©n la construcciĆ³n de sus personajes y tramas. Su inglĆ©s, por mĆ”s reciente que sea, es variado y dĆŗctil. Es capaz de cambiar de estilo cuando su historia lo requiere. Sus narradores no son siempre el barroco y lĆŗgubre Marlowe, sino tambiĆ©n doctores de campo, coleccionistas de antigĆ¼edades o capitanes retirados. Conrad no se siente extranjero en el inglĆ©s, lenguaje del que adquiriĆ³ todos los tonos y posibilidades, sino en Inglaterra, el paĆs que adoptĆ³ quizĆ”s justamente porque querĆa ver en Ć©l ante todo un puerto en que recalaban naves y locos. Una gran ciudad laberĆntica y extraƱa donde nadie puede del todo ejercer de hombre, donde todos estĆ”n obligados a dejar parte del cuerpo y del alma en el intento de preservar su dignidad.
Su extraƱeza no es solo geogrĆ”fica sino temporal. Era un hombre que venĆa de lejos, pero tambiĆ©n es un hombre que venĆa de antes. Cuando relata la huida de las tropas napoleĆ³nicas de Rusia, o el duelo entre los oficiales franceses, o el miedo de un invencible guerrero malayo, se siente en su espacio y su mundo. Algo parecido ocurre con los hindĆŗes, los africanos que escriben en inglĆ©s. Algo parecido ocurre con los latinoamericanos que escribimos en castellano. No venimos solo de otra parte sino de otro tiempo. Un lugar mĆ”s antiguo y mĆ”s moderno que la EspaƱa metropolitana. Cuando Borges decĆa que nos separaba de EspaƱa el mismo idioma, se referĆa quizĆ”s a eso. Palabra por palabra nos entendemos, pero el peso de cada palabra, el pasado que estas palabras llevan consigo, la tradiciĆ³n en que se insertan son distintas. Distinta entre paĆses y continentes, pero tambiĆ©n entre clases sociales, familias, individuos. La elecciĆ³n del inglĆ©s en el caso de Conrad parece tener que ver justamente con la facilidad con que este adquiere los tonos y las tradiciones donde sus barcos atracan, sin cambiar nada en el fondo. Conrad, vĆctima de todas las revoluciones, se refugiĆ³ donde concebĆa que la revoluciĆ³n era imposible y donde la evoluciĆ³n habĆa empezado a ser mĆ”s que una teorĆa.
La palabra casa puede traducirse en inglĆ©s por la palabra house. Pero la misma palabra casa entre dos que hablan castellano puede significar dos cosas diametralmente distintas. La democracia inglesa, por ejemplo, era para Conrad, que habĆa visto a su padre luchar contra la opresiĆ³n rusa, otra que para sus vecinos que no habĆan conocido otro sistema que aquel. Su obra es un parlamento donde cada cual se sienta a contar su historia. No se abstiene el narrador de juzgar, su ironĆa deja a la mayor parte de sus personajes en la mĆ”s despiadada desnudez, pero no deja a nadie sin explicarse, sin derecho a un alegato, sin un momento de gloria, de luz, de inolvidable grandeza, incluso en su pequeƱez.
Los dementes anarquistas que circulan por algunos de sus cuentos y novelas no buscan siquiera tener la razĆ³n, porque tienen algo mejor que eso, el instinto perfectamente polaco de Conrad para captar la belleza misma de morir y matar por pura estupidez. Conrad, como sus maestros isabelinos, coleccionaba deformidades, incluida la deformidad del heroĆsmo, la generosidad, la entrega. ¿QuĆ© convirtiĆ³ a Kurt en el monstruo de El corazĆ³n de las tinieblas? ¿QuĆ© sabemos de lo que realmente sintiĆ³ Amy Foster, la mujer que casi salva a un nĆ”ufrago? ¿Nos interesarĆa el relato del anarquista resignado a su condena en los alrededores de Cayena si el capitĆ”n no se demorara pĆ”ginas en describir su silencio? Capitanes que esperan el maƱana, rebeldes que se resignan, duelos que se posponen para repetirse una y otra vez, Conrad mira a los hombres como mira a los tifones, la selva, o la malaria, o el absolutismo ruso, como fuerzas irrebatibles, como resultados inevitables de fuerzas secretas. Sus personajes no tienen psicologĆa, sino destinos. Son ancestrales arcanos de la tribu. No pueden, no quieren cambiar el mundo, no pueden evitar sin embargo estrellarse muchas veces contra Ć©l. Lo hacen sin una queja, sin un ruego, como si su sola redenciĆ³n fuese la de convertir su destino en una obra de arte, en algo que se puede contar, mirar, admirar o detestar.
Joseph Conrad venĆa de un mundo donde el honor era algo palpable y la muerte algo que no debĆa asustar a nadie. El ajuste, la contorsiĆ³n, la dificultad y la maravilla de su estilo no se basan en la pĆ©rdida del polaco natal por el inglĆ©s de adopciĆ³n, sino en la traducciĆ³n de problemas y personajes contemporĆ”neos al mundo moral y mental del barroco, el Ćŗltimo gran momento de la cultura polaco (antes del romanticismo del que es la vez hijo, vĆctima y juez). Conrad no escribe, traduce al idioma democrĆ”tico y burguĆ©s una visiĆ³n feudal del mundo, en que los hombres son acosados por demonios interiores y exteriores y donde es aĆŗn un arte contar historias para ilustrar cuĆ”l es la frontera entre el valor y el miedo, cuando la juventud se vuelve madurez.
Elias Canetti decĆa que la novela era siempre la historia de una metamorfosis. Las novelas de Conrad, pero aĆŗn mĆ”s sus perfectas novelas breves, y sus no menos perfectos cuentos, se basan en negar y al mismo tiempo afirmar ese principio. Sus personajes, azotados por el viento, la desgracia, las transformaciones crecientes de un capitalismo en plena expansiĆ³n, afirman como pueden que son siempre iguales a sĆ mismos. Viven en paĆses que no son los suyos y viajan a lejanos puertos de los que no recogen mĆ”s que enfermedades. Son seres de su tiempo, trabajan (cosa rara en los personajes de las novelas de la Ć©poca), producen, sus historias salen en el periĆ³dico, pero, como le ocurrĆa a Conrad, la persistencia de sus obsesiones, la arquitectura de sus destinos, es antigua como la piedra y refinada como los campanarios de Cracovia, la Ćŗltima ciudad polaca (en ese entonces austrĆaca) en que viviĆ³ antes de tentar su suerte en Marsella y convertirse en marinero. ~