El privilegio de la amistad

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Octavio Paz, Memorias y palabras. Cartas a Pere Gimferrer 1966-1997, Seix Barral, Barcelona, 1999.
El 17 de abril de 1966, Octavio Paz contesta a una carta de Pedro Gimferrer acusando recibo de Arde el mar. Gimferrer tiene veintiún años y en los círculos literarios españoles se comenta la precocidad de una voz singularmente nueva, con una estética deslumbrante, sólida y madura. El propio Paz exclama, sorprendido en una carta escrita dos años más tarde: “yo no sabía que usted andaba por los 23 años. Cuando lo supe dije: ¡es extraordinario! Y Cortázar agregó: y casi inmoral”. Desde el principio Paz se dirige a Gimferrer con un respeto y una admiración que crecen a medida que avanza el libro y que son, por supuesto, recíprocos. La decisión de no incluir las cartas de Pedro (o Pere, cuando empieza a escribir en catalán) Gimferrer no se siente como una deficiencia o un vacío, puesto que sí escuchamos el eco, las palabras que llegan a Paz y estimulan el diálogo. También somos conscientes de que hay un interlocutor porque el propio Paz se encarga de subrayarlo. Gracias a este solo a dos voces el libro nos ofrece una serie de aspectos centrales. En primer lugar, y como punto de arranque y definidor del tiempo y del clímax “narrativo”, la amistad, y, más que la amistad, el privilegio recíproco de la amistad que le sirve de estímulo a Paz: “tu amistad me anima y me ayuda a vencer mi desgana, abulia e incertidumbre”.
     Precisamente porque “no es que la amistad sea un género poético sino que la poesía es una forma de amistad”, hay un fértil intercambio de ideas sobre la poesía, de opiniones sobre la poesía de Gimferrer y de reflexiones sobre la propia. En la primera carta Octavio Paz ve en Arde el mar, del para él desconocido poeta barcelonés, “cierta afinidad en lo que intentamos algunos en América”, “en su libro veo que amanece en España una nueva poesía, más cerca de América y de lo que, para mí, es realmente la poesía moderna”. Esta identificación entre Gimferrer y la modernidad se irá profundizando a lo largo del libro. Los elogios son contundentes y en ningún momento se establece una relación de maestro a discípulo, lo que contribuye a que sus juicios sean posiblemente los más sagaces y expresivos que se han escrito sobre la obra de Gimferrer, y estimulantes para quienes hemos escrito sobre su obra. Juicios severos y perceptivos, como los que dedica a Tres poemas, o en los que entran ya impresiones o (pre)juicios más personales, de tipo moral, como los dedicados a la obra más audaz de Gimferrer, Mascarada, culminación hasta la fecha del proceso poético que se inició con Arde el mar del que escribe: “tú sabes muy bien como yo —y algún día lo sabrá la perezosa crítica hispánica— que con tu libro comenzó de nuevo en España la poesía interrumpida por la guerra civil y el franquismo”.
     Este juicio tajante sobre la poesía española se ve ampliamente matizado con elogiosas palabras para Carlos Barral, en especial su primer libro de memorias (“lo mejor que ha aparecido en España durante los últimos años”), Jaime Gil de Biedma (“uno de los pocos escritores que de verdad estimo. El poeta y el prosista”), Gabriel Ferrater (“extraordinario poeta. Cómo me hubiera gustado tratarlo”) y el más joven Andrés Sánchez Robayna, “inteligente y sensible”. Pero sus juicios sobre el conjunto de la poesía moderna son demoledores y pueden resumirse en su reacción ante la antología de Miguel García Posada La nueva poesía (1975-1992): “¿En eso ha parado la poesía contemporánea española?” La poesía y algunos de sus críticos y antólogos, añado yo.
     Si las páginas sobre la poesía de Gimferrer son extraordinarias, no lo son menos sus comentarios sobre la poesía moderna y sus protagonistas. Paz es un crítico riguroso y atento. A su propia sensibilidad añade la capacidad para situar a cada poeta en el contexto de una constelación poética. Juzga desde la óptica de la modernidad pero sin los prejuicios del crítico profesional o del teórico, con la inteligente libertad del ensayista, el rigor del humanista y la intuición disciplinada del poeta. Adivinamos que lo que exige a los demás es reflejo de lo mucho que se exige a sí mismo. Su avidez le mantiene alerta ante todo lo que publican las generaciones más jóvenes en España y en América Latina. Su exigencia le lleva a replantearse algunas de sus opiniones, como le ocurre al releer a Rafael Alberti.
     Paz es más vitriólico con sus enemigos que halagador con sus amigos, porque con los amigos la exactitud es el mejor elogio a la amistad. Unas veces, la política, y no sólo la política, le lleva a juicios demoledores que muchos compartimos, como en el caso de Ernesto Cardenal o Mario Benedetti, otros injustos, como en el caso de Luis Cardoza y Aragón. Y sin embargo, sus páginas positivas sobre Pablo Neruda están entre las más hermosas del libro. Igualmente interesantes son sus comentarios sobre poetas que le merecen respeto pero en los que ve graves debilidades, como ocurre con Miguel Hernández, Antonio Machado y, sobre todo, Juan Ramón Jiménez. Así como su reivindicación de Leconte de Lisle o Heredia. Junto a las dedicadas a Neruda, las más poderosas son las dedicadas a sus compañeros norteamericanos de generación, de los que el azar o la necesidad le alejaron, y muy especialmente las cartas centradas en Proust y Eliot.
     Paz hace frecuentes referencias a su propia obra, proyecto que a veces ocupa muchos años de su vida. Así, ya en la segunda carta, del 6 de mayo de 1966 menciona La llama doble, que no publicará hasta 1993. Los comentarios sobre el siempre interrumpido estudio sobre Sor Juana y que publicará en 1982 se convierten en un tema recurrente y algo parecido ocurre con lo que se convertirá en Tiempo nublado, o sobre su poesía completa. Asistimos asimismo a sus titubeos sobre los títulos, hasta que termina por triunfar el más acertado. Hay asimismo reflexiones escasas pero importantes sobre su propia obra.
     Especialmente interesante es su actitud personal ante la sociedad que le tocó vivir. A Paz le apasiona y le asusta su siglo. Cree en los cambios políticos y los teme. La suya es esencialmente una visión apocalíptica de la sociedad en la que cabe, sin embargo, a nivel personal, el hedonismo y el éxtasis. Hay sed e impaciencia por conocer el mundo y las distintas culturas o civilizaciones y a sus protagonistas. Sus páginas sobre Delhi y el Taj Mahal, sobre Noruega o las dedicadas a Venecia para iluminar “Máscaras del alba” son espléndidas. Son frecuentes los elogios a España y sobre todo a Cataluña. Paz tuvo siempre estrechos contactos con los españoles del exilio, empezando por Cernuda, y por lo que se refiere a Cataluña, por Ramón Xirau. Pero es Gimferrer quien realmente le acerca al “espíritu catalán”: “tengo curiosidad por conocer tu idea de lo que es el espíritu catalán”, le escribe en abril de 1975. Con Gimferrer comparte su sentimiento de la soledad, expresado de una forma dramática en su carta del 12 de julio de 1988:

Hace ocho días que llegamos y todavía no logramos acostumbrarnos a la realidad mexicana. Ni la física ni la moral […] Es una sensación que me acompaña desde mi niñez: ¿qué hago aquí? Un perpetuo malentendu envenena mi relación con mi propia gente.
La poesía, la obra entera de Octavio Paz, está asentada sobre la inteligencia, pero también sobre la razón. Sobre la presencia obsesivamente callada de la muerte pero también sobre la vida. Su obra es el testimonio de una época y tiene también mucho de autobiografía: está siempre presente el pálpito de sus experiencias personales. De ahí que su escritura esté organizada siempre sobre una trama. La dialéctica, la polémica, los ataques feroces, los elogios encendidos y exactos son una proyección de su personalidad hacia su época y un reflejo de la época en su personalidad. Por las leyes del género, que Paz respeta hasta componer cartas de un alto valor literario, esta presencia de lo personal y lo objetivo es muy estimulante y le permite acercarse al tono ensayístico sin perder nunca el tono personal. Un tono personal que permite a su vez una mayor efusividad. Por lo mismo, la contundencia de sus frases apunta ahora más a la ironía que a la agresión o al sarcasmo. Y al cubrir un espacio de treinta años, hay también un claro desarrollo dramático y un desarrollo afectivo en el afianzamiento de una amistad modélica que le permite hablar de sus contradicciones y de su carácter, de sus frecuentes desalientos (“padezco periódicos momentos de abulia, decaimiento y melancolía”) y de la progresiva conciencia de la decadencia del cuerpo. Una vida que resume al cumplir ochenta años: “vivir me parecía más que un bien o un mal, un reto: había que enfrentarse a la vida, que no era (no es) sino la máscara de la muerte”.
     El título del libro no podía haber sido más exacto y expresivo, porque estas cartas tienen el valor de un libro de memorias, de unas palabras de confidencia al amigo que se convierten en palabras de confidencias al lector. –

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