Luisa Valenzuela, Entrecruzamientos. Alfaguara 2014, 258 pp.
Ubicación
“Al argentino lo conocí en México, al mexicano en París, lindo entrecruzamiento”, dice la voz, inconfundible, de Luisa Valenzuela (Buenos Aires, 1938). Pero, celebrada en Estados Unidos y Europa, en Latinoamérica quizá todavía debe ser presentada (ese breve recordatorio que ofrecía Diamela Eltit al atender la internacionalización del Boom: un mapa literario marcado por la ausencia de sus escritoras). Así pues, la obra de Luisa Valenzuela inicia en 1966 con Hay que sonreír, pasa por El gato eficaz, su novela emblemática, publicada por Joaquín Mortiz en 1972 y, entre novelas, colecciones de cuento, antologías y memorias, sigue ensanchándose hasta hoy.
Pero el Boom, ¿otra vez? El pretexto es tentador: Entrecruzamientos (o también: EntrecruXamientos) hila una serie de correspondencias entre Carlos Fuentes y Julio Cortázar que van de lo literario a lo político, de lo biográfico a lo misterioso. Pero es más. Es una memoria en la que Luisa aparece como una lectora dedicada pero también como protagonista de encuentros y conversaciones con ambos autores, dispersos a lo largo de su prolífica carrera literaria y periodística. También, pese a su reticencia por emplazarlo desde lo académico (“no será un trabajo crítico sino uno de espeleología”), se trata de un trabajo de interpretación y de literatura comparada, que vincula a dos escritores a los que no se les suele estudiar juntos. Es, por último, un juego literario, un hipertexto o laberinto espiralado, como le hubiera gustado a Julio, que por medio de fichas con títulos como Fronteras, Deseo, Cristales, Buñuel, etcétera., penetra en los temas de Fuentes (el Tiempo y el Doble) y Cortázar (el borde de lo indecible, el fondo indeterminado de las cosas). En el mejor de los casos, es un libro infinito, un poco como Rayuela, con falsas entradas y salidas, que a todo momento se cuestiona el acto de escribir: “Más que escritura, se está en situación de lectura constante. Toda escritura es un intento de lectura”.
Agua y aceite
Cortázar y Fuentes: uno centrípeto, “volcado al interior”. Otro centrífugo, “lanzado hacia fuera”. Catorce años de diferencia: el mayor, un niño pobre, de padre ausente, nacido en Bruselas y criado en la localidad de Banfield, en el conurbado bonaerense; el otro, de papá diplomático, nació en Panamá y creció en Washington, Chile, Ecuador, Argentina y Brasil. Las infancias de ambos estuvieron rodeadas de mujeres: el argentino, de su madre, su abuela, su hermana y su tía; el mexicano, de sus abuelas, ambas llamadas Emilia (Boettiger de Fuentes y Rivas de Macías). A ambos les sobrevivió una hermana menor: Ofelia Cortázar, de personalidad más bien fama, según Emilio Fernández Ciccio, y Berta Emilia Fuentes, autora de las novelas Cúcuta (2004) y Claveles de abril (2008). Ambos pasaron sus adolescencias en Buenos Aires y a esta ciudad, cada uno poco antes de morir, haría su último viaje. Uno, precoz: a los 29 años publicó una novela monumental, totalizante. El otro, aunque había escrito y publicado, con seudónimo, otros trabajos, ve impresa su primera colección de cuentos a los 37 años.
Ambos con distintos posicionamientos frente a la creación literaria, reconoce Luisa. Carlos, como ciudadano y escritor influyente, hacía públicas sus opiniones. Julio lo hacía en voz baja: Jorge Boccanera lo llamaba “El epistolero” (sus Cartas, editadas por Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriaga, se nos recuerda, constan de 3,037 páginas en cinco volúmenes).
Antes de conocerse, se habían leído mutuamente. “El perseguidor” de Cortázar se publicó por primera vez en 1957 en la Revista Mexicana de Literatura, que Fuentes editaba con Emmanuel Carballo. Al mes de publicar La región más transparente (en 1958), Julio le escribió una carta larguísima a Carlos en la que confesaba su admiración y al mismo tiempo le señalaba que había cometido “el magnífico pecado del hombre talentoso que escribe su primera novela”: intentar incluirlo todo y exigir, con ello, una “cierta abnegación del lector”. Por fin el mexicano lo visitó en París en 1960, esperando encontrarse con un “señor viejo”. “El muchacho que salió a recibirme era el hijo de aquel sombrío colaborador de Sur. (…) Una mirada verde, inocente, de ojos infinitamente largos y cejas sagaces”. Luisa agrega: “Imagino el abrazo que se habrán dado”.
Se llega o se parte de sus mentores: Vicente Fatone de Cortázar, su profesor de la Escuela Normal Mariano Acosta, filósofo oriental hoy olvidado (“nuestra memoria intelectual es mezquina”, admite Luisa), quien fue embajador argentino en la India en la misma época que Octavio Paz y cuyos “libros indios” Julio devoró. Fuentes, a los tres años, se sentaba en el regazo de Alfonso Reyes, entonces embajador de Brasil, y muchos años después él terminaría por convencerlo de estudiar Derecho.
Anécdotas
Dos de las mejores transcurren en 1983. En una, Luisa Valenzuela y Carlos Fuentes son invitados a leer su obra en un auditorio neoyorquino. Novecientas butacas vendidas a buen precio. Luisa leerá primero, telonera evidente de la estrella mexicana. Pero Carlos, semanas antes, le propone cambiar la jugada. Inicia así el “North-South dialogue”, un juego de nortes y sures, donde se pone en cuestión lo latinoamericano desde su norte y sur, el México de Carlos y la Argentina de Luisa, pero también se instituye aquel gran sur que empieza donde la Yoknapatawpha de Faulkner termina. El Sur del Sur es América Latina. Lo que se encuentra debajo: el sur es un agujero, es lo profundo: se interna en él. “México y Cusco: los nombres de las dos grandes capitales de la antigua América significaban lo mismo: Ombligo, Centro del Mundo”, diría Carlos. “América: cuando se la profiere en inglés dejamos de existir, y no por sustitución ni por reemplazo. Por aplazamiento”, agregaría Luisa.
También en Nueva York, en el mismo año, Luisa y Julio Cortázar se reunieron, sin saberlo, por última vez. Julio le confió su urgencia de escribir una novela que tenía ya armada en la cabeza, que no había logrado iniciar por falta de tiempo, pero que se le presentaba en sueños recurrentes como un libro impreso y terminado. Al hojearlo en el sueño comprobaba, con enorme alegría, que por fin había logrado decir aquello que había buscado “con cierta desesperación” a lo largo de su obra: el acceso a lo inefable. No le sorprendía en absoluto que, en lugar de letras, aquel libro estuviera compuesto sólo por figuras geométricas.
Hay otras anécdotas, morbosamente deliciosas, como la de la Feria del Libro de Frankfurt de 1976, con América Latina como invitada, en la que “Manuel Puig se alborotaba cuando llegaban las chicas, y las chicas eran Vargas Llosa, que él llamaba Esther Williams por lo disciplinada; Fuentes, Ava Gardner por el glamour; Rulfo, Greer Garson por la calidad; Cortázar, Hedy Lamarr: bella pero fría y remota” (Luisa aclara: Julio era “la calidez en persona”). O la carta donde Julio describe la “gran rejunta latinoamericana” en su casa de Saignon en 1970, donde recibió “a Carlos, a Mario Vargas, a García Márquez, a Pepe Donoso, a Goytisolo, rodeados de amiguitas y admiradoras (y ores)”. O la vez que se encontraron Julio y ella al azar en el Quartin Latin de París, y él: “justo nos venimos a encontrar…”
Sentido
Los libros esquivos en la obra de ambos autores no son, para Valenzuela, Rayuela o La región más transparente, sino la novela inacabada de Cortázar y la última de Fuentes, Federico en el balcón. Luisa escribe del “Águila Azteca” con admiración: el histrionismo cosmopolita de Fuentes, su habla sagaz recuperada por Luisa, parecen sublimarse a la luz de su reformulación de Nietzche: “Todo lo profundo procede enmascarado”.
Pero del “Gran Cronopio Epistolero” escribe con cariño: se incluyen dos cartas muy conmovedoras que Luisa le escribe (“el país es casa tomada”, dice una) y fragmentos del fantasmal Cuaderno de Zihuatanejo, un diario personal escrito por Cortázar en agosto de 1980, que Alfaguara sólo ha publicado en edición “no venal” para sus autores. En él, onironauta profesional, Julio habla de “los sueños de esta temporada” y alude al libro de la geometría.
Las coincidencias no terminan ni en la muerte: para estar cerca de su autonata de la cosmopista, Carol Dunlop, Cortázar se hizo enterrar en el cementerio de Montparnasse. Con César Vallejo, con Beckett, con Baudelaire, con Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre, con Maupassant, con Tristan Tzara, con su amiga Susan Sontag, hasta con Porfirio Díaz, las cenizas de Fuentes reposan con las de sus hijos Carlos y Natasha en una esquina privilegiada de Montparnasse. Vecinos eternos, Luisa propone para ellos, en el instante antes de la muerte, el final que deseaban: el encuentro de lo inefable, la escritura del libro de la geometría imposible, para Cortázar; el Eterno Retorno, el diálogo en el balcón con Nietzche, su filósofo de cabecera, para Fuentes.
Escritora del poder, de osada experimentación formal y con una postura política ante el lenguaje, Luisa Valenzuela se asume, ante todo, lectora. Su lectura ilumina la obra de dos autores que no se han agotado, que formaron generaciones enteras de lectores en Latinoamérica y que compartían, como ella, “la consciencia de que sólo la ficción puede darle sentido a esto que llamamos realidad”.
Escritora y periodista.