Aunque Vicente Monroy es muchas cosas, entre ellas escritor y arquitecto, se desempeña en la actualidad como programador en la Cineteca de Madrid. Y lo hace pese a haber publicado hace ahora cinco años un provocador ensayo titulado Contra la cinefilia (2020), donde arremetía contra ese tipo de espectador de cine que mantiene una relación patológica con el séptimo arte, alrededor del cual organiza su vida e imagina su propia evolución biográfica. Ahora vuelve a la carga y da continuidad a aquel ensayo con un texto breve que Anagrama publica en esos estimulantes “Nuevos cuadernos” que tantos juegos cromáticos permiten a los libreros. Pese a su brevedad, se trata de un texto sustancioso y oportuno: su defensa de la sala de cine es una sofisticada reivindicación de la privacidad y la aventura, lo que quiere decir asimismo una denuncia de la transparencia forzosa y la legislación de las pasiones que hoy en día son norma. Si las salas de cine desaparecen o dejan de ser una experiencia común para el sujeto moderno, en suma, se perderá mucho más que un pasatiempo de masas.
Monroy arranca su reflexión tirando de Pasolini, cuyo célebre artículo sobre la desaparición de las luciérnagas en el campo italiano durante los años del desarrollismo económico trae a colación. Y aunque no está claro que dé crédito a las ideas del poeta italiano sobre el advenimiento de un fascismo “neoliberal”, el autor tiene el acierto de dar la vuelta a la metáfora habitual que nos habla de un “tiempo de oscuridad” y se pregunta si no vivimos más bien hoy bajo la tiranía de una luz que nos persigue a todas partes. En realidad, nuestro mundo carece de espacios en penumbra; como si lo gobernase ese “dios del neón” invocado en el debut del cineasta malayo Tsai Ming-liang allá por 1992. Ahí es donde entra en juego la sala de cine, que durante más de un siglo ha servido para múltiples usos: generaciones de espectadores, señala Monroy, han encontrado en ellas solaz y refugio, hasta el punto de que una raza de homo tenebrarum se desarrolló en las ciudades del mundo entero. El autor hace sitio para la confesión personal: su personalidad tímida se sentía a resguardo en el interior del cine, donde también empezó a desear libremente a los actores que poblaban la pantalla. No en vano, en las salas encontramos una oscuridad donde nuestras pasiones se manifiestan: “La noche artificial del cine nos libera durante un par de horas de nuestras inquietudes, deshace el nudo en nuestra garganta, nos ampara y nos da permiso para exteriorizar nuestras emociones reprimidas, recreando un ambiente de intimidad propicio para el desbordamiento.”
Hablamos del llanto y de la risa, pero también del deseo carnal que tantas parejas han saciado al amparo de la oscuridad. Monroy repasa algunas de las tesis que poetas y ensayistas han propuesto acerca de la condición del espectador: ya se trate de los sueños o de la regresión infantil, todas ellas tienen como presupuesto esa falta de luz exterior que el diseño de la sala de cine tiene la obligación de asegurar. Y, justamente, el autor da buena prueba de su formación como arquitecto cuando repasa la historia de las salas, que tiene en la concepción wagneriana del Festspielhaus de Bayreuth un hito revolucionario. Los cines solo cobraron autonomía funcional respecto a teatros y auditorios cuando se consolidó una industria dedicada a la producción de largometrajes destinados a proporcionar una experiencia sensorial completa; como escribe Monroy, nos siguen admirando los exuberantes palacios cinematográficos de los años veinte y treinta, testimonios de un esplendor periclitado. Hoy, denuncia con acierto, cada vez es más difícil encontrar salas donde se cumpla fielmente el requisito de la oscuridad: allí donde fracasaron los censores que temían por la moral pública, han triunfado los gestores contemporáneos que se preocupan por la iluminación de emergencia.
Ya quisiéramos, con todo, que ese fuera nuestro problema más serio. Para que haya salas de cine mal diseñadas, primero tiene que haber salas de cine. Y si bien el vaticinio de su desaparición se ha demostrado exagerado, es indudable que la digitalización ha traído consigo a un tipo de espectador audiovisual que no tiene ya la sala de cine como referente principal de su experiencia. Ya hemos estado aquí; la llegada de la televisión en las décadas de los cincuenta y sesenta fue vivida por la cinefilia como un auténtico ocaso del cine. Monroy entiende que esa mentalidad “paranoica y derrotista” se ha agravado en la era del streaming, en la que los aficionados consumen productos audiovisuales en cualquier pantalla bajo condiciones ambientales de lo más diversas. La sala ya no manda: si ochenta millones de estadounidenses iban al cine al menos una vez a la semana en los años cuarenta, solo quince millones lo siguen haciendo hoy. Está surgiendo un espectador más solipsista, menos social; vemos menos películas y más “contenido”. Se diría que Monroy no desea ser pesimista, pero tampoco puede ser optimista: por admirable que sea el deseo de libertad de las nuevas generaciones, el lector está autorizado a dudar del beneficio que procurarán el relegamiento de las salas y el ocaso del filme tradicional.
De ahí que el último capítulo del libro incurra en una contradicción quizá inevitable: identificando al viejo espectador contemporáneo como un homo crepusculum, atrapado entre el recuerdo de la noche artificial y un presente lleno de luz superflua, Monroy busca motivos para la esperanza en la emergencia de un tipo de cine que se resista al imperio lumínico del capitalismo tardío. Leemos: “La cuestión es: ¿dónde y con qué materiales se construirán esos nuevos y pequeños lugares que darán cobijo a un cine valiente y comprometido, ajeno a los sibilinos y agresivos modelos industriales, que merezca llamarse cine y no contenido, que desafíe las convenciones temáticas y formales para abrir nuevos caminos al pensamiento y la acción?”
Su apuesta personal son las experiencias híbridas que rechazan simultáneamente la nostalgia y la actualidad; obras difíciles de etiquetar que exploran nuevos caminos sin dejarse aplastar por el pasado del medio. O sea: pequeños destellos cuya originalidad reluce frente a “la gran luz unificadora de la industria cultural”. Entre sus preferidos, cita obras como Watching the detectives o Forensickness, desconocidas para la mayoría de los espectadores y aficionados; ahí se reconoce al programador acostumbrado a estar al día. Es verdad que internet hace posible la aparición de una cinefilia más flexible y abierta, que se abre a los cines periféricos o a los nuevos formatos audiovisuales; sin embargo, no es solución a los males que este ensayo denuncia.
En los buenos viejos tiempos, las salas de cine reunían a multitudes que se sentaban a ver películas concebidas para el gran público y sin embargo eran ellas mismas a menudo extraordinarias: de la era dorada de los estudios hollywoodenses al cine francés y alemán de los años treinta o el japonés de los cincuenta, por no hablar de las distintas nuevas olas o aquel Hollywood de los primeros setenta. Para salvar la experiencia de la sala de cine, solo nos valen las mayorías; el resto apenas si podemos mantener viva la llama de una vieja costumbre, recomendando su adopción a los más jóvenes. Disfrutar de los placeres catacúmbicos en la compañía selecta de quienes comparten con nosotros querencia por la noche artificial del cine no devolverá a este su esplendor, aunque hace menos amarga su decadencia relativa: para que la sala no se extinga, necesitamos la ayuda de una industria capaz de producir –digámoslo así– buen cine democrático.
Seamos justos: Monroy lo sabe. Por eso escribe que el fin de los días de gloria de las salas de cine no implica su completa desaparición; estamos a tiempo, dice al final del libro, de disfrutar una experiencia colectiva que no se parece a ninguna otra. ¡Amén! Su delicioso ensayo nos explica con brillantez por qué merece la pena hacerlo. ~