En el cuento “Aló, ¿me oyes?”, incluido en Pálido cielo (1998), Alonso Cueto (Lima, 1954) narra el encuentro –que luego no resulta tan casual como creíamos– entre un estudiante universitario en Estados Unidos y una desconocida cuya seductora voz escucha por teléfono. Cuando decide ir a buscarla lo espera una gran sorpresa: la mujer era “una especie de ballena acolchada” cuyos “muslos y brazos parecían oleoductos”. Esas grotescas imágenes que describen su monstruosa obesidad reaparecen casi textualmente en su última novela, El susurro de la mujer ballena que resultó finalista del Premio Planeta-Casa de América y son el obvio antecedente de esta nueva obra. Pero no hay un tono burlesco o frívolo en el tratamiento del asunto. Tampoco lo enfoca, en términos generales, como la verdadera epidemia que ha llegado a ser en la cultura y la sociedad modernas. El autor prefiere verlo a través de un comprensivo y conmovedor análisis de la amistad de dos mujeres cuyas vidas coincidieron cuando eran colegialas y que se reencuentran veinticinco años después. De paso: casi simultáneamente ha aparecido otra novela que trata el mismo tema: El peso de la tentación, de la escritora argentina Ana María Shua, lo que prueba la actualidad del problema. La de Cueto plantea algo inquietante: que el cuerpo, o la imagen que proyecta, puede determinar el perfil espiritual y el destino de una persona. Es decir, que somos nuestro cuerpo, o que su aspecto da a los demás un indicio de nuestra alma, lo que en el caso de una mujer –por razones que no es posible explicar aquí– tiene consecuencias mucho más graves.
La obra narrativa del autor ha usado ciertos modelos reconocibles en diferentes momentos de su evolución o ha hecho una fusión de ellos: el relato psicológico (como en los cuentos de La batalla del pasado, 1983); el thriller y la novela policial (Deseo de noche, 1993); y el de actualidad política (Grandes miradas, 2003; La hora azul, 2005). La presente novela es una forma de retorno al primer formato, aunque enriquecido por una visión más madura e integradora, pues explora otros niveles: el de los lazos familiares, el de las convenciones sociales y sexuales, el de la realidad urbana, lo que incluye los códigos, inflexiones y matices lingüísticos (“Oye, pues, oye”, “Ya pues”, etc.) propios del habla limeña.
Verónica, una exitosa periodista, y Rebeca, una persona infeliz pese a haber heredado una fortuna, son las protagonistas de la historia. La novela cuenta la extraña relación de estas dos mujeres en un continuo vaivén entre el pasado y el presente a partir de un accidental encuentro en un avión. Verónica empieza a recuperar sus años de colegio, durante los cuales Rebeca fue habitual víctima de insultos y humillaciones por su obesidad y glotonería; el único refugio eran los fines de semana que ellas compartían en casa de Rebeca para hablar de libros, ir al cine, escuchar música (de Beethoven a Cat Stevens). Pero hubo cierta ambigüedad en la actitud de Verónica, que mantenía esas reuniones en secreto para no crearse problemas y enemistarse con el resto. El súbito retorno de Rebeca a su vida resulta conflictivo y no menos incómodo, porque muy pronto empieza a sufrir el acoso y el resentimiento, largamente contenido, de Rebeca. Sólo al final sabremos las razones precisas de ese rencor.
Mientras tanto, vamos ingresando al mundo privado de Verónica, que está lejos de ser tan armónico como pensábamos al comienzo. Por un lado, su matrimonio con Giovanni (un hombre hipocondríaco, débil de carácter, que prefiere jugar golf que trabajar) es una forma enmascarada de fracaso, del que ella se consuela con sus encuentros secretos con Patrick, un donjuan algo pintoresco y superficial que ella acepta compartir con otras muchachas; en sus brazos recobra el sentido de su feminidad y de su atractivo físico, que cuida (al revés de Rebeca) de modo casi obsesivo; el pasaje en el que describe su arsenal de cremas y cosméticos delata, con un toque irónico, su narcisismo. Lo más importante para ella es su hijo Sebastián, que constituye el centro real de su vida; en verdad, puede decirse que está casada con su hijo. Y en su relación con su propio padre hay algo que falta. Se quieren pero no saben expresarlo bien; es una relación en la que los silencios hablan más que las palabras.
La soledad a la que su aspecto ha condenado a Rebeca ha hecho de ella un ser agresivo, que no sabe cómo relacionarse con otros, y menos con Verónica, que de joven pareció ser, dentro de ciertos límites, su única amiga. Por eso invade su privacidad, aparece donde o cuando nadie la espera y llega al extremo de comprarse un departamento en el mismo edificio de Patrick. La situación se va agriando entre ellas y, por fin, nos damos cuenta de que Rebeca ha regresdo del pasado no para restaurar esa amistad, sino para saldar una vieja cuenta pendiente: la suprema vejación de la que fue objeto en la fiesta de promoción del colegio. Y así la veremos tomar una venganza contra Verónica (con un acto cuya naturaleza no revelaremos) y contra el mundo del que fue expulsada tan cruelmente. Lo que no sabremos con certeza es lo que hará con su vida después de ese acto desesperado que, perversamente, la reconcilia con su pasado.
Al menos tres virtudes deben destacarse en esta novela. La más importantes que, siendo una narración en primer persona cuya voz es femenina, olvidamos de inmediato que su creador es masculino. Esa voz es la de Verónica, que decide escribir el testimonio de su vida por razones que sólo comprenderemos al final, cuando su relato nos devuelva al principio y se cierre como un círculo. En tal sentido, la mímesis es perfecta y no sentimos la menor fisura, lo que es algo nada fácil de conseguir y que revela la forma cabal como el autor ha asumido la vida de su personaje. (Cabe hacer aquí otra referencia a Ana María Shua, en cuya notable novela La muerte como efecto secundario, de 1997, hace justamente lo contrario: narra a través de una voz masculina.)
La otra virtud es una cualidad que Cueto ya ha probado dominar bien: el arte de mantener la atención del lector mediante cambios de velocidad, perspectivas y focos narrativos que reaniman la acción. Sabe estimular y frustrar su expectativa ofreciéndole pistas o datos falsos, introduciendo inesperados flashbacks, haciendo cortes bruscos o dando un rodeo entre secuencia y secuencia, abriendo oportunos remansos de humor que alivian la creciente tensión. El propósito general es alimentar la intriga y crear un clima de suspenso. Ese diseño en permanente transición se apoya en el estilo nervioso, urgente, con fuertes acentos expresionistas que dibujan con trazos sintéticos personajes, gestos o acciones. Un rasgo frecuente de su estilo es el de soldar el estado de ánimo de los personajes con la realidad exterior, subjetivando lo objetivo; por ejemplo, Verónica, agobiada por sus hondos dilemas y preocupaciones, sale de casa a dar un paseo y observa que las ramas bajas de los árboles rozan el suelo y que “podrían haber sido serpientes muertas”. Es cierto que a veces el efecto paradójico que quiere subrayar con la fusión de lo contrario puede resultar excesivo: “mujeres […] de ojos duros y melancólicos”; “El único modo de olvidar que era su amante era acostándome con él”.
Por último, la narración es de gran amenidad gracias a sus diversos centros y fuentes de interés; es difícil no seguir leyéndola una vez comenzada; seduce al lector y lo entretiene, casi juega con él. Eso puede dar la errónea impresión de que el placer que brinda es propio de la literatura light. Muy al contrario: El susurro de la mujer ballena es una novela entretenida pero no de entretenimiento. Tiene interés precisamente porque hace un profundo estudio de personajes, sus conflictos y la realidad que los rodea. Lo confirmamos cuando Verónica descubre que su tormentosa relación con Rebeca le ha enseñado algo esencial sobre sí misma: “En cierto modo, yo sentía envidia de su rencor… Yo me había replegado guardando todas mis apariencias, haciendo de mi vida un armario con cajones: mi marido por un lado, Sebastián al otro, Patrick al otro, mi trabajo en el otro”. Ese conocimiento es doloroso porque ahora sabe que tanto la monstruosidad como la belleza le impidieron ver la realidad interior que las contradecía. ~
(Lima, 1934) es narrador y ensayista. En su labor como hispanista y crítico literario ha revisado la obra de escritores como Ricardo Palma, José Martí y Mario Vargas Llosa, entre otros.