En el mar de ánforas, de César Antonio Molina

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El último poemario de César Antonio Molina (A Coruña, 1952) es un libro prietamente lingüístico, entretejido por múltiples hilos que espesan su encarnadura verbal. El primero, paradójicamente, es su apa-rente levedad, o, dicho con mayor exactitud, su aparente descomposición. Sus versos son siempre cortos; a veces de una sola palabra; a veces, incluso, de una parte, y hasta de una letra, de una palabra. La materia poética parece desintegrarse, como un montículo de arena barrido por el viento. No hay desarrollo discursivo, ni apenas sintáctico, en estos versos delgadísimos. Los poemas se suceden como largas criaturas filiformes, y las palabras entrechocan en su quietud, aisladas en lo blanco. Sin embargo, esta fragilidad y este aislamiento subrayan los perfiles de cada término, y aún de cada morfema: las palabras adquieren un temblor y una solidez insospechados; cada una se erige en verso, en mundo: en finalidad en sí misma. La disposición telegráfica de los poemas transcribe la captación del mundo mediante un solo golpe de ojo, que cuaja en una sola palabra. “El ánima se expande/ toda ojo”, escribe Molina en “Quid non”. Pero esos impulsos eléctricos que son los versos se ensanchan hasta constituirse en unidades plenas. Las palabras de En el mar de ánforas parecen esculpidas, pero no dejan de aletear.

Como para compensar lo enteco de sus composiciones, Molina no vacila en repetir versos de un poema a otro, o incluso dentro de un mismo poema. Estas repeticiones se configuran a menudo como cantinelas lúgubres: “a la sombra del ángel/ la ceniza /[…] a la sombra /la sangre /coagulada /a la sombra del ángel /a la escoria /ya sin sombra /sin ángel /[…] a la sombra del ángel /en el rastro”. En el mar de ánforas abunda en mecanismos iterativos, so-bre los que descansa su ingravidez. Los sintagmas especulares, los quias-mos, los políptotos, las anáforas y epíforas, las figuras etimológicas, las geminaciones y toda suerte de bu-cles lingüísticos dotan al libro de un intenso trémolo verbal y de no poca conceptuosidad. A ello colaboran tam-bién las estructuras opuestas: antítesis, oxímoros y paradojas, como éstas del poema “Zumbido especular”: “el sin /color /de un /arco /iris /el sin /fulgor /de un /rayo /el sin /sonido /de un /trueno”, y los juegos sonoros, en los que confluye lo barroco y lo experimental, y entre los que hallamos viejos palíndromos, como el que encabeza el poema “Roma”: “amor / roma…”. Sin embargo, las paronomasias no siempre eluden el peligro de la gratuidad; lo ingenioso prevalece sobre lo necesario, y los versos tiritan: “velan / velas / si la vela / desvela / el duermevela…”. Por último, el poeta practica giros arcaizantes y mezcla idiomas, sobre todo en los títulos, entre los que observamos muchos en latín. Tanto el léxico desusado como la pluralidad de códigos –un recurso culturalista y posmoderno, cultivado con convicción por Pound, y que acaso se explique por la filiación novísima de Molina– nos fuerzan de nuevo a reparar en la materialidad de las palabras: a detenernos –a enfangarnos– en ellas.

En En el mar de ánforas pelean, como en tantos libros de la contempo-raneidad, la realidad y el deseo. Éste parece encresparse en poemas sensoriales, rezumantes de motivos marinos, sacudidos por imágenes briosas y punzadas de delirio, en los que ocasionales bodegones impregnan los versos de aromas multicolores: “il succo dei frutti caduti allora /los pichones /aún /sobre la mesa /una manzana /un limón /algunas pocas pasas /y el rostro /que se /refleja /sobre el plato…”. El ansia por la vida, la omnipresencia de la voluntad, se plasma en expansiones órficas o en metáforas heraclitianas: “no hay río /tal /como el deseo”, afirma Molina en el fragmento iv de “¡Yo he miedo!”. Pero el deseo, como saben todas las filosofías, lleva aparejado el dolor. Por eso Molina apela al estoicismo para apagar las consecuencias del anhelo insatisfecho. Nec spes nec metus, reza el adagio senequista; “nada esperar /de nada /nada temer /(esperar es temer) /nada desesperar de nada”, reza el fragmento ii de “¡Yo he miedo!”. El tiempo es el principal antídoto del deseo: su fluir inexorable sofoca las crepitaciones del cuerpo y acalla las pasiones. La obsesión por ese transcurso fatal asoma en casi todas las piezas del libro, a veces al amparo de símbolos clásicos, como la clepsidra. Otras veces se descompone en pasado, presente y futuro, tentáculos que apresan al poeta y con los que batalla sin esperanza. Nada queda, en fin, tras esta lid desigual, y eso –la nada– se transforma en motivo del poema. Su manifestación más palpable es la muerte, otro tópico capital –que suscita el conjuro de la religión: las alusiones a Dios son frecuentes–, pero admite otras: la nada es espacio, es conocimiento, es inesperanza, es ser, es todo. “Nada es verdad /sobre la tierra /el engaño es la obra /la verdad”, escribe Molina. Y estos poemas nihilistas y turbulentos, ominosos y abstractos, se traban con otros en los que aún alienta el fragor de la vida, y la violencia se alía con la delicadeza. Así sucede, por ejemplo, en
“Ángeles se van vienen arcángeles”, en el que aparecen galgos blancos, y ciervos, perales y rosales, y tortas de pan, y también versos como éstos: “dasein /ser para el fin /mío tuyo del /fin /de lo que /adviene”. Pocas veces sabemos a qué aluden los poemas. Ocasionalmente, reconocemos alguna escena, algún momento –un avión, un mercado, alguien que saca agua–, e intuimos de qué forma han propiciado la eclosión verbal. Pero eso no es relevante. Lo que de verdad importa es lo que ocurre en el poema. Y lo que ocurre es una perturbadora sucesión de fogonazos sonoros, sin otra argamasa que su vuelo, sin otra argolla que su propio hacerse, animados solamente por las antiguas obsesiones humanas: el amor y el dolor, la supervivencia y la desaparición. ~

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(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).


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