Romana Falcón
El jefe político. Un dominio negociado en el mundo rural del Estado de México, 1856-1911
Ciudad de México, Colmex/Colmich/ciesas, 2015, 744 pp.
La imagen de un México rural controlado por individuos que lo mismo eran “depositarios regionales del poder”, detentadores del mando o “señores de horca y cuchillo” es una constante en los registros históricos del siglo XIX. Incluso, las figuras de funcionarios que conducían instituciones, instrumentaban planes políticos, contenían levantamientos armados y garantizaban la presencia gubernamental en los sitios más recónditos han coadyuvado a esa imagen de un México carente de libertades, secuestrado por los excesos y marcado por las conductas del antiguo régimen. Examinando con detalle esta perspectiva, puede decirse que dichos rasgos están más cercanos a la naturaleza de un sistema político que a las contrariedades que acarreó la formación del Estado nacional.
Estudios clásicos como los de Daniel Cosío Villegas, Luis González y González y François-Xavier Guerra han mostrado cómo se organizaba el sistema político mexicano durante la segunda mitad del siglo XIX. Un sistema complejo, rígido, vertical y con numerosos eslabones que garantizaban el funcionamiento, apuntalaban las bases, posibilitaban el flujo de recursos, concentraban tareas estratégicas, vinculaban obligaciones con necesidades o procuraban la reproducción del sistema. Uno de ellos fue el prefecto o jefe político, funcionario intermedio en los gobiernos republicanos y objeto de reflexión en el último libro de la historiadora Romana Falcón.
Luego de tres décadas de investigar en archivos y bibliotecas de México y el extranjero, Falcón nos entrega un texto novedoso e incisivo, rico en contenidos e ideas para entender la manera en que los gobernantes mexicanos configuraron un proyecto de nación. Echando mano de la experiencia acaecida en el Estado de México, la autora analiza el papel de los jefes políticos en la creación de instituciones, la instrumentación de “políticas modernas”, la construcción de imaginarios, el despliegue de aparatos de control, la gestión de estructuras administrativas, la defensa del territorio y el ejercicio del poder. Si bien es cierto que su planteamiento se circunscribe en una entidad y periodo bien definidos, también es verdad que proporciona una perspectiva panorámica para comprender los orígenes coloniales de estos funcionarios, los cambios y las permanencias que experimentaron en la etapa republicana y los rasgos que asumieron a lo largo y ancho del país.
Es particularmente notable la manera en que Falcón relaciona el estudio de los jefes políticos con el devenir de los “grupos populares del campo”, prestando especial atención a las formas de dominación, negociación y resistencia. En este orden, el libro tiene la virtud de matizar la imagen estereotipada de dichas autoridades y mostrarlas en su condición real; es decir, como eslabones de una maquinaria político-administrativa y como enlaces entre la población y el poder gubernamental. De la misma manera, revela las complejas relaciones que estos funcionarios tejieron con la burocracia, la milicia, las élites regionales y los grupos subalternos; relaciones que, en su inmensa mayoría, se mostraron a través de formas binarias que aglutinaban el rompimiento y la unidad, la armonía y la discordia, el rechazo y el pacto; componentes que, desde la perspectiva de Falcón, fueron constitutivos de todas relaciones donde intervenían los jefes políticos. El texto también comprueba que la presencia de estos funcionarios en el México rural no generó necesariamente un clima de violencia y discordia; por el contrario, fueron piezas claves para la denominada pax republicana, toda vez que se encargaron de concretar los pactos y las negociaciones con los grupos sociales.
Otro aporte del libro radica en mostrar cómo los “grupos populares del campo” aceptaron la existencia de los jefes políticos y recurrieron a ellos constantemente, ya sea para liquidar contribuciones, resolver contrariedades, validar derechos o gestionar necesidades en un marco institucional. Obviamente, esto posibilitó que tanto unos como otros entablaran acuerdos de colaboración y reciprocidad; tratos que, además de mostrar algunos visos de la cultura política de la época, revelaban la inclinación de estos funcionarios a negociar las formas de control y dominio que existían en el México rural.
Como pocas obras, el texto de Romana Falcón tiene la versatilidad de analizar el devenir de los jefes políticos y, simultáneamente, familiarizar al lector con tres grandes procesos de la historia de México –en general– y del Estado de México –en particular–: la configuración político-administrativa de los territorios, la instrumentación de la desamortización civil y la resistencia popular a las políticas liberales. Sobre la conformación del territorio, el libro aporta un análisis detenido de los problemas, las políticas y los intereses que contribuyeron a la fragmentación de lo que hoy en día es el Estado de México, un espacio lo suficientemente extenso como para configurar la existencia de cuatro entidades –Guerrero, Hidalgo, México y Morelos–, una treintena de jefaturas políticas y un centenar de ayuntamientos y pueblos. Como era de esperarse, los jefes políticos fueron actores centrales en este proceso, ya sea trazando jurisdicciones, agrupando o relegando poblaciones y, sobre todo, fundamentando el ejercicio del poder. En lo que respecta a la desamortización civil, la investigación pone al descubierto la manera en que los gobernantes mexiquenses insistieron –una y otra vez– en la necesidad de individualizar y privatizar los bienes que acumulaban los pueblos indios. Cabe decir que dichos bienes cimentaban su concepción jurídica en un ratio iuris que los hizo inalienables e intransferibles. Dado esto, las autoridades no dudaron en referir que dicho esquema era una forma viciada de poseer recursos, un privilegio antiguo que impedía el desarrollo social y una práctica que imposibilitaba el progreso de la economía estatal. Ante esta situación, se dieron a la tarea de promover e instrumentar numerosas leyes de corte liberal. No obstante, lo más llamativo de esto tiene que ver con las estrategias desplegadas por los jefes políticos para llevar a buen puerto la desamortización civil y las negociaciones que impulsaron los pueblos para disuadir los efectos de las leyes liberales y preservar las estructuras del antiguo régimen. En cuanto a la resistencia popular, el libro enfatiza la naturaleza de la población rural a impugnar todas aquellas medidas gubernamentales que impactaban en su organización. Los ejemplos analizados ayudan a comprender cómo la resistencia no solo se precipitó por necesidad sino también por interés, y que en su desarrollo ocuparon un lugar privilegiado las estructuras agrarias, los acuerdos políticos, las necesidades económicas y los proyectos de nación. Así las cosas, no es casualidad que buena parte de la obstinación se materializara en las oficinas de los jefes políticos o en las plazas de los pueblos, involucrara amplios sectores de la población y asumiera las formas más complejas de la reacción.
Cabe aclarar que este libro es un estudio profundo sobre uno de los eslabones estratégicos del sistema político de la segunda mitad del siglo XIX. Se trata de una propuesta que invita a mirar a los jefes políticos en un horizonte donde convergen la historia institucional y social, así como el enfoque regional y el análisis conceptual. De igual modo, es una obra cuyo planteamiento permite comprender cómo las formas institucionales de dominación son relativas en la medida que los “grupos populares del campo” hacen del acuerdo y la negociación un recurso cotidiano de su vida colectiva y personal. ~
(Ciudad de México, 1975) es doctor en historia por El Colegio de México y profesor investigador en El Colegio de Michoacán