Las publicaciones de Félix de la Concha suelen ser sugerentes. Añaden nueva luz a sus luminosas pinturas. En esta ocasión ofrece un diario escrito mientras copiaba a tamaño real Las meninas, entre los días 13 de noviembre de 2010 y 20 de marzo de 2011. De la Concha trabaja a destajo. En esos cinco meses su ocupación principal fue trabajar en la serie Una granja en Prairie du Chien Road a la intemperie en Iowa, soportando temperaturas entre los 0 y los -20 grados del crudo invierno de las praderas americanas. Y también tuvo tiempo para viajar a España por las navidades. La copia de Las meninas la hizo apoyándose en la versión digital que ofrece Google en alta resolución. Cuadriculó el cuadro en 126 rectángulos que fue trabajando uno a uno. El diario es una suerte de diálogo con Velázquez, con la crítica de la obra y con el entorno cultural actual. Es un diálogo abierto. Quizá sea ese el primer mérito del libro. Plantea preguntas a las que el lector o la posteridad debería dar respuestas.
La primera de esas preguntas aparece al final del libro. ¿Qué valor artístico tiene esta copia de Las meninas? ¿Lo tiene? De la Concha se plantea esta obra como “un ejercicio”. Pretende entrar en los secretos de la técnica velazqueña. Y, ciertamente, la explicación de la pincelada (suelta), de los materiales y de las dificultades del proyecto merece la pena para lectores y, en especial, para pintores. Pero el ejercicio es solo la motivación que lleva a la obra. La obra es más que un ejercicio. Es una obra de arte. Y su valor es alto. Nada tiene que ver con el valor de mercado. El valor de mercado lo deciden la autoría y las variables del mercado. Pero el valor artístico lo determina la reflexión que la posteridad puede extraer del ejercicio pictórico. El diario, el prólogo de Jordi Gracia y los comentarios –reseñas, artículos, estudios– que seguirán tanto al diario como a la obra fundamentarán el valor estético de esta obra. Así es con toda pieza de arte –literaria, plástica o musical–. Y, en el caso de las copias de obras clásicas, resulta relevante la relación entre el original y la nueva versión. Esa relación puede ser de varios tipos: estilización, variación y parodia. Esta copia es, ante todo, un estudio. Eso la sitúa entre la estilización y la variación. Como estudio busca las claves del trabajo velazqueño –la luz, los temas, la técnica…–, pero no pretende quedarse en sus límites. La versión de Picasso de Las meninas es más una parodia que una variación. La orientación picassiana es opuesta a la velazqueña. De la Concha se ríe, con razón, de aquellos pintores que se han creído continuadores de Velázquez, su reencarnación. Su horizonte es otro. Aunque el parecido con el original sea grande hay algo de variación más allá de la distancia temporal en este ejercicio. Y no es extraño que diga que se olvida de Picasso al copiar Las meninas –Picasso había dicho que se olvidaba de Velázquez al copiarlas–.
Otras preguntas, si se quiere parciales, apuntan nueva luz a la cuestión estética. Por qué Velázquez pinta bufones. Por qué pinta a su esclavo, Juan de Pareja. La respuesta es que a Velázquez le interesa el mundo de la risa y los bufones son la imagen cortesana de la risa. Por eso pintó también a Menipo, a Esopo, figuras de la risa. Y por eso se equivoca De la Concha cuando dice que el humor no se refleja en la obra velazqueña. Sin embargo, acierta cuando dice que a Velázquez le interesa el lado oscuro de la vida, a propósito de Los borrachos. O que le interesa la crueldad de la naturaleza. La crueldad de la naturaleza y de la vida es la cara B de la risa. Ocurre que la estética conchiana es más sensible a la parte hermética –la cruel– que a la humorística del binomio grotesco. Volviendo a las opiniones de nuestro autor, la pasión de Cristo está vista sin el filtro de la crueldad. Es una crucifixión serena. La cuestión del humor y sus figuras apunta a la variación estética de la copia.
Uno de los momentos más sugerentes de este libro va dedicado a la luz. Es un tópico adjudicar al tratamiento de la luz la genialidad de Velázquez. De la Concha afirma que la luz no es la clave de la estética velazqueña. Es llamativa esta afirmación porque De la Concha es un pintor obsesionado con la luz. Basta ver las constantes apelaciones a la luz natural como factor decisivo para sus series al natural, incluso cuando debe exponerse a condiciones climáticas insoportables para el común de los mortales. Es tan decisiva la luz que la ha llevado al título de este libro: “desde una luz artificial”. La argumentación es luminosa: ni Zurbarán ni los holandeses alcanzan la genialidad del pintor sevillano aunque su tratamiento de la luz sea inmejorable. La prioridad de la luz es un asunto hermético –la lucha de la luz con las tinieblas; en palabras del autor, “la luz se domina por medio de las sombras”–. Pero el argumento para subordinarla es la centralidad de la forma del contenido, lo que desde Schiller llamamos forma estética o forma interior, la forma de la fábula, en el lenguaje conchiano. Crítica –algo cruel– y risa van de la mano.
Son varias las cuestiones que merecen ser retomadas de este libro. Para no alargarnos mencionaré solo la penúltima. El humor conchiano emerge, sobre todo, en su crítica de la crítica. De la bibliografía velazqueña destaca los estudios técnicos. Pero los estudios ensayísticos o estéticos merecen –merecidamente– su burla. Ortega y Foucault dan motivos sobrados para la burla: “¡Qué aguante hay que tener con las personas que se ponen ciegos de palabras!”, dice tras apelar a la paciencia del pintor ante las reflexiones de los filósofos sobre el arte. También “los gilipollas que deciden en este cotarro el valor artístico de la obra” reciben su merecido.
Y vamos ahora con la última cuestión: por qué un diario sobre el ejercicio de copia de un clásico. El primer diario de un pintor que se conoce es el diario de Durero. Durero se autorretrató varias veces. También Rembrandt lo hizo unas cuarenta veces. No es casual que Jordi Gracia haya titulado su prólogo “Autorretrato del copista”. Este diario es una forma de autorretrato. El autorretrato plástico suele ser una autorreivindicación. Durero y Rembrandt se retrataron como dioses. Esa autorreivindicación es una manifestación de inseguridad. De la Concha busca en las técnicas de Velázquez, en primer lugar, y después en su estética respuestas a preguntas que le obsesionan como artista. Son sus dudas. Duda sobre la consciencia de la trascendencia de su arte, sobre la relación entre la moral y el arte, sobre el grado de confusión que el mercado ha introducido en el arte, sobre la posibilidad de enseñar a ser artista, sobre el simbolismo… Encuentra respuestas en las cuestiones más técnicas, pero sobre las otras solo puede establecer conjeturas. En la parte central de este libro –de la página 116 a la 125– aparecen verbalizadas las dudas. Pero el conjunto del diario está iluminado por la duda. La luz artificial del título es un hecho real –ha copiado el cuadro en casa y de la pantalla de un ordenador– pero es también una metáfora: esa luz es la luz de la duda. ~
Luis Beltrán Almería es catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Zaragoza. En 2021 publicó 'Estética de la novela' (Cátedra).