En contraste con la profusión de estudios sobre el mecenazgo clásico, muy poco se ha dicho sobre lo que ocurre con esa institución o sus vestigios a partir del romanticismo. En ocasiones se ha señalado que el Estado socialista o capitalista mediante sus aparatos culturales sustituye la acción del mecenas o que los mass media burgueses lo despersonalizan convirtiéndolo en una serie de mecanismos de producción remunerada. Historia de un encargo, de Gustavo Guerrero, replantea la discusión, revelando que la modernidad no ha eliminado del todo prácticas que juzgábamos arcaicas o extintas. Este libro, de hecho, sienta las bases para una teoría del mecenazgo en la literatura actual.
El corpus que examina es transatlántico. En la década de 1950 dos dictaduras de derecha, la española y la venezolana, se comunican a través de un prestigioso embajador literario: el joven Camilo José Cela. La ambición de este, sumada a su destreza en el trato con la alta sociedad, lo hacen digno de recibir un encargo: la redacción de novelas que dieran a conocer al mundo y, en particular, a la Hispanidad –ansiosamente construida por el franquismo para compensar su aislamiento–, la Venezuela postulada por los allegados al coronel Marcos Pérez Jiménez. Como apunta Guerrero (Caracas, 1957), en páginas de magnífica historia cultural, ya el régimen venezolano imponía en los espacios públicos, como signos del “Nuevo Ideal Nacional”, el bolivarismo –culto al héroe ungido de autoridad política– y el llanerismo compulsivo –imagen sinecdóquica de un país que también podría haberse retratado como caribeño, andino o amazónico; la omisión de esa variedad tenía el propósito de naturalizar el caudillismo típico de los llanos como modelo legítimo de gobierno para toda la nación. Hacía falta, no obstante, incorporar en el ámbito letrado los valores perezjimenistas. Dicho discurso debía competir con la Venezuela de ficción forjada por Rómulo Gallegos, presidente democrático y civil derrocado en 1948 por Pérez Jiménez (entre otros militares) y exiliado, tenaz denunciador de la nueva dictadura, como lo había sido de la de Juan Vicente Gómez, alegorizada en Doña Bárbara (1929). La recompensa por las “novelas de la tierra” que Cela se aprestó a elaborar era en efectivo (aunque incluía regalías quizá sexuales). Cuando aparece La catira (1955), su autor conmociona al mundillo literario español por su prosperidad indiana hallada en una república –por la Gracia del petróleo– desarrollista, manirrota y consentidora de lujos propios y extranjeros. El perezjimenismo actúa con cálculo: Cela es el músculo, y el cerebro, como Guerrero lo demuestra, es Laureano Vallenilla Lanz (hijo), ministro de Relaciones Interiores de Pérez Jiménez y padre del “Nuevo Ideal Nacional”. Pese a que las protestas de la oposición venezolana interrumpen el proyecto original de un ciclo novelesco, el encargo de La catira consolida el reconocimiento español de Cela y acaba de abrirle las puertas de la Real Academia. Con ello su Venezuela imaginaria de alguna manera se consagraba en el “centro” de la Hispanidad.
No es de extrañar que Historia de un encargo haya merecido el Premio Anagrama 2008 y que pronto se convierta en referencia obligada para los interesados en conocer el funcionamiento del campo cultural hispánico. El caso de Cela es uno de los más dolorosos que deparan las letras del siglo XX: por una parte, nadie puede negar el talento genuino del novelista; por otra, ese talento, un bien público de la lengua y la literatura que en ella se escribía, lo malversaron hasta extremos grotescos: la precaria ética del individuo, su debilidad por el poder y su búsqueda de “estrellato”; Guerrero documenta aptamente la intervención de la prensa en ese proceso. “Corrupción” tal vez sea el término adecuado para referirse a la fácil notoriedad a la que se rindió el autor gallego.
Con atención al detalle y un tono entre irónico y desgarrado, aunque nunca estridente, Historia de un encargo hace la crónica de cómo se produjo tal tragedia, que hasta el momento, por falta de medios, entre críticos venezolanos no había pasado de ser un rumor, una certidumbre no consignada en un libro. Ahora un investigador eficaz ata los cabos sueltos sin que la contundencia del dato mate la elegancia expresiva del ensayo. Ni golpes de pecho ni patetismo: la justificada indignación se adivina, pero no menoscaba la lucidez; el relato y la rica descripción de circunstancias ocupan el espacio del decir para dejar al lector la tarea de formular el verdadero juicio.
Lo que se pone en evidencia de modo casi detectivesco es la red de deudas en que muchos aparentes actos de creación artística quedan atrapados, los malentendidos que vuelven al escritor un cómplice cuando sus escrúpulos son menos consistentes que su escritura. O en palabras de Guerrero: “Quien acepta un encargo, por muy libre que se sienta, no puede dejar de pensar en quienes lo encargan, hasta el punto que ese pensamiento a su vez lo piensa y se convierte en un horizonte interior de creación.”
No ha de considerarse casual que meditaciones tan certeras sobre los vínculos entre autoritarismo y cultura vengan de un venezolano de hoy. Buenos conocedores de la historia del país han advertido que Hugo Chávez, pese a sus arengas “revolucionarias”, resucita tanto el llanerismo como el bolivarismo fascistoides del Nuevo Ideal Nacional. No en balde, uno de los convidados especiales a la toma de posesión presidencial de 1999 fue nada más y nada menos que Pérez Jiménez. El ex dictador –habría que imaginárselo cortés, acaso melancólico– declinó la invitación desde Madrid, donde vivió en paz y abundancia hasta 2001, año de su fallecimiento. ~
(1964) es escritor venezolano y profesor de literatura en la Universidad de Connecticut.