Se preguntaba Gil de Biedma cómo Blanco White, excelente escritor bilingüe en prosa, pudo escribir un soneto en inglés que sigue estando en todas las antologías y en cambio fue incapaz de producir algo equivalente en castellano. Gil de Biedma concluía que “el inglés de 1825 era, en su manera de reflejar la experiencia y de hacerse con ella, en su modo de formalizar la imaginación, un idioma más contemporáneo nuestro, más moderno, de lo que era la lengua española en la misma época” (p. 60). La historia de la literatura parece darle la razón: la lengua inglesa ha sido la que, a partir de 1800, ha dado el tono a la modernidad poética, aunque por estas tierras tardásemos en enterarnos. Por qué lo ha sido, qué factores morfosintácticos o sociohistóricos le permitieron dar los mejores frutos literarios de un romanticismo cuyas raíces alemanas rara vez superaron lo especulativo, es algo que este estudio sólo puede esbozar. La pregunta que se plantea es más específica, y atañe a la tardía y dificultosa recepción del romanticismo inglés en España: ¿cómo afrontó la tradición poética española, estancada ya desde el barroco en un formalismo verbal tan ingenioso como vacuo, esa renovación poetológica que acerca el lenguaje escrito al hablado, toma conciencia de la relación fecunda y tensa entre el sujeto y el objeto, y convierte el poema en instrumento de conocimiento experiencial? La pregunta es central y necesaria al oficio de Jordi Doce, poeta afín a esta tradición anglosajona y traductor eminente de varios de sus mayores representantes; la respuesta, tentativa y plural, la ensaya rastreando los acercamientos y proximidades de cuatro poetas españoles: Unamuno, Machado, Jiménez y Cernuda.
Que hubiese que esperar hasta Unamuno para hallar un poeta español versado en la tradición romántica inglesa (y en muchas otras) y consciente de la radicalidad de sus supuestos filosóficos dice bastante sobre la historia de la literatura española; que se le negase repetidamente la estima como poeta dice aún más sobre la cortedad de miras de ésta. Como antes Blanco White, Unamuno fue un crítico implacable de una tradición empantanada en el isosilabismo y el desprecio paralelo a lo inmediato y lo meditativo; su mérito no está sólo en haberlo señalado, sino en haber planteado soluciones radicales. Para Unamuno, “el modernismo, lejos de renovar el verso español, reafirma sus elementos más nocivos, estorbando la aparición de una poesía capaz de incorporar la inflexión meditativa que él siente necesaria” (p. 115). En su combate quijotesco contra los vicios que vio bien en sus contemporáneos (fácil musicalidad, evanescencia, huida de lo concreto), Unamuno no temió incurrir en los opuestos; hizo de la necesidad virtud, ya que no estaba especialmente dotado para el ritmo y el deliberado prosaísmo servía mejor a su expansión meditativa (como luego en Cernuda y Gil de Biedma).
De Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, sin duda los dos poetas españoles de mayor envergadura entre Unamuno y la llamada “generación del 27”, diría Octavio Paz que “confundieron siempre el lenguaje hablado con la poesía popular” (p. 159). La confusión se prolongó en la poesía posterior, convirtiendo en crónica la artificiosidad de la palabra poética (disfrazada de populismo en coplas y romances). A Jiménez no parece haberle preocupado esto gran cosa: como concluye Doce (no sin severidad), “su poesía representa un punto extremo de extrañamiento de la tradición simbolista” (p. 253), anclada en “una concepción no problemática de las relaciones entre palabra y mundo, basada en un extrañamiento previo de la realidad concreta: la realidad así depurada es expresión de un ideal que apenas se contesta” (p. 244). En Machado, por contra, una suerte de consideración innata hacia el objeto y la otredad conduce a una superación del solipsismo simbolista que sólo después se elabora en lo teórico (por boca sobre todo de Mairena). Sin conocimiento directo de la tradición inglesa, con lecturas filosóficas muy posteriores, Machado alcanza sus mayores logros poéticos por intuición: esto explica sus limitaciones, aunque debe quedar claro que lo que se estudia no es tanto la calidad poética como la amplitud y modernidad de la concepción que le subyace (así puede Jordi Doce hablar de la “feliz indiferencia” de los poetas del 27 “hacia las actitudes que conforman las fuentes de la modernidad”, “corregida, en los mejores casos, por una no menos feliz intuición poética”).
El poeta del 27 con mayor conocimiento de la tradición romántica europea fue, sin duda, Luis Cernuda: parece que esto tampoco ayudó a su popularidad. Como señala Doce, el romanticismo de Cernuda entronca con la línea (ética y política) más radical, la que va de Shelley y Keats hasta el surrealismo pasando por Nerval. Al igual que éstos, “Cernuda aprendió muy pronto que lo excepcional del romanticismo no era sólo la existencia de una fractura, de una disociación, sino la conciencia de esa fractura y la voluntad de sus protagonistas de analizarla y asediarla críticamente” (p. 304). Cernuda fue muy consciente de las dificultades que hallaba para ensanchar la dicción poética castellana: quizá esta lucidez, moderna en sí misma, explique tanto o más que sus logros su influencia en las generaciones posteriores. Y es que el romanticismo no es una receta, sino la asunción de una quiebra: a partir de ahí, cada poeta apuesta, arriesga, pero el viaje es sin retorno. Doce, que por su oficio ha refinado al máximo esta autoconciencia, ausculta las tensiones y exhibe su maestría en el análisis comparativo. Su inmersión en las fuentes de la modernidad poética extiende preguntas concéntricas en torno; no todas hallarán respuesta. Seguramente no la tengan. El reto, como señaló el romanticismo, pasa a ser la búsqueda, el ensayo, la inmersión. –
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