K, de Roberto Calasso

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Aventura alguna que otra conjetura, sí, pero en realidad el incontestable interés que reviste K. reside en su voluntad de glosar los textos de Kafka de la mano de una exégesis que haga las veces de aparato de notas al pie que iluminen la obra kafkiana sin necesariamente interpretarla. El propósito esencial de Calasso en esta ocasión no es otro que el de evitar cualquier sobreinterpretación de unos textos que, por su ambigüedad semántica tanto como por su falta de apoyaturas espacio-temporales, invita a la especulación y a la defensa a ultranza de lecturas desaforadas, interpretaciones cautivas de tal o cual escuela crítica o devaneos y hermenéuticas que azuzan la imaginación más de la cuenta. Calasso llama al sentido común del lector competente y lo invita a disfrutar con una lectura ad litteram de las principales obras del autor de La metamorfosis, que por otra parte se movió siempre en escenarios cotidianos de la vida doméstica, más obsesionado con trascender su realidad diaria en los textos que con sacar baldíos frutos de la fantasía (“nombrar lo mínimo y en su pura literalidad. Era necesario limitarse a lo más cercano, circunscribir el área de lo nombrable. En aquello que se nombra —una taberna, una diligencia, una oficina, una habitación— se concentraría una energía inaudita”). Fijémonos en la obsesión por el detalle, en la reiteración, en el uso del espacio como signo y ya no como decorado, sugiere Calasso, quien recuerda cargado de razón que el narrador checo leyó con deleite a Dickens y a Dostoyevski, que no debiera caer en saco roto que su interés por relatos fantásticos como los que concibió Poe fue nulo, y que escribió El castillo (1922) con un estilo que los preceptistas más puntillosos adscribirían todavía a un realismo más o menos canónico despojado, eso sí, de la tiranía de la mímesis. Que el lector lea a Kafka no dejándose tentar, en fin, por lecturas sesgadas constituye el empeño principal de K., última entrega de esa suerte de tetralogía que nació en 1983 con Las ruinas de Kash, un ensayo sobre el poder con hechuras de relato cuya forma experimental y transgenérica vienen a compartir los demás títulos, y que ha continuado con su libro más aclamado y más novelesco, Las bodas de Cadmo y Harmonia (1988), eruditísimo paseo por la mitología griega, y Ka (1996), aquel espeso tratado en torno a las religiones hindúes que disuadió a muchos de sus lectores de acompañarlo en una aventura que algunos llegaron a tildar de complacida chinoiserie, pero que, tras la lectura de La literatura y los dioses (2000) y ahora de K., adquiere una coherencia palmaria en el conjunto de su obra, que persigue por encima de todo una lectura transversal e interdisciplinar aún sumamente escasa en nuestro ámbito, si bien imprescindible a la hora de entender el alcance de textos complejos como los de Kafka, por ejemplo, para los que dice que resultan “mucho más importantes los textos indios que los occidentales, mucho más que Hegel”.
     El brillante comentario que Calasso lleva a cabo de los textos kafkianos nos advierte asimismo de una poderosísima distorsión narrativa que caracteriza la prosa del autor checo y que a la vez la aleja del realismo al uso, que queda sutilmente diluido, en efecto, por “su irreprimible tendencia a jugar a la desproporción. Por una parte se observa el paso constante de la narración, con su tono acompasado, ponderado, diligente. Y por el otro la enormidad, incluso el horror de los hechos narrados”. Así es, ningún lector de La metamorfosis olvida que con el mismo estilo probo e impasible (¿funcionarial?) cuenta el narrador la muerte de Gregorio y los planes de boda que sus padres, acto seguido, tienen para su hija adolescente (del drama a la novela rosa en un par de páginas, pas mal), y quienes lean En la colonia penitenciaria se preguntarán qué demonios pintan esos delicados pañuelos de señora junto al condenado a la máquina infernal. En ambos casos, y en el de los guardias que devoran como hormigas el desayuno del sufrido Joseph K. en El proceso, y en tantos otros que espigaría cualquier lector atento, se asoma a las páginas kafkianas el humor, que Calasso trae a colación en su ensayo porque recordar su presencia discreta pero constante es también uno de sus objetivos críticos: Joyce perpetraba chistes que nadie le rió; Kafka, en cambio, construye un humor genuino sobre la base de situaciones nada propicias y de un estilo de cínica y paradójica sobriedad.
     A la consabida cuestión de la angustia de Kafka ante la página en blanco y de su catáztico pero doloroso ejercicio de la escritura, a la que dedicó Maurice Blanchot su ensayo “Kafka y la exigencia de la obra” (El espacio literario, Paidós, 1992), consagra Calasso varias páginas de su ensayo. En Kafka, que dudó siempre de la capacidad del lenguaje para transcribir la realidad, la creación discurre por tortuosos caminos que en incontables ocasiones acaban truncándose, para frustración de un artista que sufre porque sabe que “ése es el lugar de la escritura, en la espera de una condena o en los retrasos de una diligencia interminable”. En el límite de la hipocondria, teme dolores de cabeza que traigan de su mano nuevos relatos inconclusos, más párrafos desbaratados: “no puedo seguir escribiendo, me encuentro en el límite, es preciso continuar trabajando a pesar del insomnio, admito que todo lo escrito de forma fragmentaria durante la noche es de baja calidad, tengo excesivo miedo ante la próxima jornada, he escrito poco y deficiente”, escribe una y otra vez en sus Diarios, en 1914. Puede observarse la lentitud de su redacción en el trazo poco menos que pictórico de la caligrafía de sus manuscritos, y en las cuentas y dibujos intercalados entre frase y frase (www.kafka.org, The Kafka Project) pero, en cambio, sabido es que de su enfermiza soledad y en cierto modo de su misantropía no fue capaz de liberarse sino por medio de la creación: “no soy más que literatura, y no puedo y no quiero ser ninguna otra cosa”, dejó escrito un artista para el que la escritura fue siempre su única salvación, su Tierra Prometida.
     En “La vía de las mujeres”, uno de los capítulos más originales del libro, Calasso estudia la naturaleza erótica de las mujeres que aparecen en las dos obras mayores de Kafka, El proceso y El castillo, y dedica el grueso de las páginas a establecer lúcidas comparaciones entre ambas obras, unidas porque la condena y la elección que respectivamente las definen “casi no se distinguen. El elegido y el condenado son los escogidos, aquellos que son separados de la multitud, de entre todos. Este aislamiento es el origen de la angustia que los constriñe”, y que refleja la del propio Kafka, proscrito del medio social por su propia incapacidad para subsistir en el medio familiar, laboral y sentimental. Creador y criaturas muestran una paranoia idéntica, que los lleva a convertir diminutos fracasos cotidianos, trastornos banales, en absurdas angustias de gigantescas dimensiones. Como escribe César Aira a otro propósito (“Pequeños delitos, grandes obras”, Babelia, 12-03-05), “¿no se harán grandes obras para pagar pequeñas deudas? No le encuentro mejor destino a la obra de arte que lavar la culpa y la vergüenza de los pequeños accidentes y bajezas de las que está tejida la vida”. Kafka químicamente puro: el infierno cotidiano convertido en arte universal. Retirado en casa de su hermana Ottla en Zürau, entre 1917 y 1918, escribió 108 aforismos en los que concentra buena parte de su pensamiento, y a los que dedica Calasso su último capítulo, “El esplendor velado”, colofón de un libro ya llamado a formar parte de la bibliografía insoslayable en torno a Kafka, junto a “Franz Kafka”, Iluminaciones IV (Taurus) de Walter Benjamin, “K”, Lenguaje y silencio (Gedisa) de George Steiner, Franz Kafka o la soledad (Fondo de Cultura), de Marthe Robert, Prismas (Ariel) de Theodor Adorno, Franz Kafka (Península) de Klaus Wagenbach o El otro proceso de Kafka (Alianza) de Elias Canetti, un autor leído hasta la saciedad por Calasso. K. descubre a un Kafka a la vez “etéreo como un sueño y exccto como un logaritmo”, tal y como lo describió Hesse, “experto en la extrañeza, que llegó a contemplar y a mostrar en acción entre las situaciones más comunes, que de golpe se iluminan”, revelándonos la certeza de que todo mundo imaginario se encuentra ya, latente, en nuestro mundo cotidiano, y que en realidad basta con leer al pie de la letra para que también el texto se ilumine. –

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(Barcelona, 1964) es crítico literario y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.


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