La falta de rima

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Michel Houellebecq

Poesía

Traducción de Altair Díez y Abel H. Pozuelo,

Barcelona, Anagrama, 2012, 368 pp.

Michel Houellebecq (Isla de la Reunión, 1958), reputado novelista, entrega en Poesía su poesía completa, compuesta por cuatro libros: Sobrevivir (1991), El sentido de la lucha (1996), La búsqueda de la felicidad (1997) y Renacimiento (1999). La sequedad del título condice con la sequedad de la obra: Houellebecq consigna en sus poemas el mismo sufrimiento, la misma sensación de vacío, el mismo convencimiento de que todo es absurdo que en sus novelas, pero lo hace con un espíritu distante y con una astringencia expresiva que pueden confundirse con desinterés o, lo que es peor, con fingimiento. En sus descripciones de la derrota, en sus visiones autodespectivas, de reminiscencias brueghelianas –“por lo general, me detesto”, escribe en un poema; y lo peor es ese estadístico “por lo general”–, prevalece cierta indiferencia abstracta, y cuesta advertir alguna implicación emocional: su actitud conjuga la náusea y la ataraxia. En este frío aquelarre de quejidos, Sobrevivir es el volumen que se nos hace más simpático: en pocos y apretados poemas en prosa –o más bien párrafos imbuidos de un cierto temblor lírico; en cualquier caso, siempre más sugerentes, más naturales, que sus poemas en verso–, construye una suerte de breviario del buen poeta, pero no para escribir mejor, sino para sobrevivir a un mundo caótico, en el que cada individuo es una isla y todas las islas están condenadas al hundimiento. Su visión práctica y, a la vez, enloquecida de la vida del escritor, no carente de un ingenio brutal, rinde consejos como este: “Si no frecuentáis a ninguna mujer (por timidez, fealdad o cualquier otra razón), leed revistas femeninas. Sentiréis un sufrimiento casi equivalente.” En los poemarios restantes, su noción de una existencia condenada a la soledad y al fracaso se plasma en relatos breves, en semblanzas fugaces de la contemporaneidad –con, a menudo, un aire objetivista, robbe-grilletiano–, en escenas entre delirantes y absurdas, que se desarrollan en ciudades hostiles o paisajes incomprensibles, y en las que algunas metáforas alcanzan la condición de obsesivas: el tren, con el que acaso comunica la necesidad de alejarse del lugar presente, impregnado de terror y desconsuelo, y la noche, símbolo milenario de la muerte, que Houellebecq dice desear: “por la noche me entreno para morir”, escribe en un poema de, paradójicamente, La búsqueda de la felicidad. En esta visión hormigueante de la ciudad, tan rimbaudiana como posmoderna, no faltan el aire canallesco, la deambulación etílica, el suplicio del insomnio y la amenaza de la enfermedad –“El sida vigila”, escribe en El sentido de la lucha–, expuestos con una crudeza expresiva que a veces se coagula en procacidad: “Un poco de vida que resiste y se apaga en la polla.” Y, aunque el yo lírico afirma que el amor, la felicidad y la armonía no existen, de vez en cuando aparece un personaje femenino al que interpela o apostrofa, o que es el protagonista de sus recuerdos; y lo es con alguna dulzura, con algún afecto perceptible: no dicho, sino sentido. Conforme avanza la obra poética de Houellebecq y se agudiza la percepción del paso del tiempo, su pesimismo, rayano en el nihilismo –no es casual que alabe a Schopenhauer: “Yo te amo y veo en el reflejo de los cristales…”–, se vuelca en el cuerpo declinante, que engorda y se agrieta, pero se resiste a morir. La decrepitud se convierte en otro símbolo de su apagamiento existencial, en una nueva premonición de la muerte.

Poesía desarrolla esta visión fúnebre del individuo y del mundo contemporáneo con algunos aciertos –la concisión, la coherencia ideológica, un humor saludablemente negro, un sentido no desdeñable de la imagen–, pero también con notables errores. Houellebecq presenta la asombrosa característica de ser, a la vez, descriptivo y desaliñado. En muchos poemas se apoya demasiado en la descripción, hasta hacerse explicativo, y en otros –o en los mismos– descuida el fraseo, se aburre de lo que está diciendo: “Con todos esos detalles tan profundamente inútiles (árboles, etc.) / que emergen, precisamente como los grumos en la sopa. / Todo da ganas de vomitar”, leemos en Renacimiento. Y la vaguedad de los versos iniciales, subrayada por la desidia cacofónica de los dos adverbios de modo y el paréntesis supernumerario, que no aporta enriquecimiento discursivo alguno, se remata con esa afirmación final, tan tópica como imprecisa. En lugar de dar vida a los versos, de forma que nos trasmitan el deseo emético que el poeta dice sentir, Houellebecq ha preferido abreviar su pálpito y telegrafiar su conclusión. En otra piezas, las impresiones resultan tan insustanciales, tan volanderas, que la escena se queda solo en germen inconexo o esbozo ridículo. De muchos poemas solo puede decirse que son malos. El número II de “Reparto-consumación”, en el que el protagonista visita un hipermercado, es un buen ejemplo de estos artefactos fallidos, tan llenos de pretensión como de humo, sin vigor rítmico ni entidad lingüística, cuyo espíritu presuntamente burlesco, también fracasado, arrastra al conjunto al fango de lo idiota: “En mi agenda para mañana / Había apuntado: ‘Líquido lavavajillas’; / No obstante, soy un ser humano: / ¡Están de oferta las bolsas de basura! // En todo instante mi vida bascula / En el hipermercado Continente / Me abalanzo y luego retrocedo, / Seducido por los condicionamientos. // El carnicero tenía unos bigotes / Y una sonrisa de carnicero, / Su rostro se cubría de salpicaduras… / ¡Me tiré a sus pies!” Parece un poema de José Luis García Martín.

Para ser justos, no obstante, hay que precisar que la traducción tiene mucho que ver con esta sensación de ridiculez, y no porque sea mala; por el contrario, la versión de Altair Díez y Abel H. Pozuelo es apta y diligente, a pesar de la desdichada costumbre de sustituir los artículos determinados por pronombres posesivos (“me pongo mi chaqueta blanca”, en lugar del pulcro y natural “me pongo la chaqueta blanca”) y de algunas opciones excesivas o erróneas (“quietos instantes” por moments immobiles, que, además, omite la aliteración del original; “sucio animal” por bête impure; “reposarme” por me reposer, en lugar del genuino “descansar”). Los traductores, como explican en una nota final, han preferido no respetar la escansión ni la rima que Houellebecq emplea en casi todos sus poemas, por ser “una tarea no ya titánica sino prácticamente imposible si queríamos reproducir con exactitud el sentido y no destrozar la capacidad de transmisión de la forma”. La explicación responde al ancestral debate sobre la conveniencia –o incluso la posibilidad– de trasladar los moldes formales del original al idioma al que se traduce. Abundar en esta discusión sería tan redundante como inútil, pero, aunque es cierto que reproducir la estrofa y el metro nos puede conducir a algo como los sonetos de Shakespeare traducidos por Agustín García Calvo –extraordinarios ejercicios de virtuosismo, pero que no tienen nada que ver con los sonetos de Shakespeare, salvo que son sonetos–, también lo es que, en algunos casos, no hacerlo puede subvertir no solo el propósito, sino el propio ser de las composiciones. Díez y Pozuelo creen, y así lo sostienen en su nota, que han mantenido “tanto el sentido rítmico como cierto afán burlesco, cómico y de autoparodia que estaban implícitos en el manejo de tales recursos por parte del autor”. Es una creencia indulgente, de la que cabe discrepar. El empeño humorístico existe, sin duda, en la poesía de Houellebecq: no puede entenderse de otro modo su pertinacia en el uso de algo tan obsoleto como la rima consonante, que aspira, por una parte, a diluir la grandilocuencia y el ensoberbecimiento emocional, pero sospecho que también, por otra, a disimular, con ese cascabeleo evidente –y hasta estridente–, la falta de auténtica sustancia lírica. Si se le quita el chiste de la rima –que a veces se transparenta: “Voy a reencontrar mis pulmones, / El enlosado estará glacial / De niño, adoraba los bombones / Y ahora todo me da igual”–, los versos se quedan huérfanos: pierden su envoltura musical y, en consecuencia, su intención irónica, y se convierten en frases desgalichadas, un poco bobas: en versos que no hacen reír, sino que se hacen risibles. ~

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(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).


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