Las puertas de la percepción

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George Berkeley

Obras

Estudio introductoria de Carlos Mellizo, varios traductores

Madrid, Gredos, 2013, 759 pp.

Se reúnen por primera vez en español, introducidas por Carlos Mellizo, las obras filosóficas principales de Berkeley: Comentarios filosóficos, Ensayo de una nueva teoría de la visión, Tratado sobre los principios del conocimiento humano, Tres diálogos entre Hilas y Filonús y Alcifrón o el filósofo minucioso. Es sabido que el irlandés George Berkeley (1685-1753) fue un filósofo original, gran prosista y también lo contrario de un filósofo (aunque esto lo comparte con muchos otros): alguien que saca consecuencias, o supone premisas, atrabiliarias. Digamos algo de su vida. Además de la filosofía, le interesaron las ciencias. Fue ordenado diácono de la Iglesia anglicana en 1709, y posteriormente fue sacerdote y obispo. En el mismo año citado publica el Ensayo de una nueva teoría de la visión. Su filosofía, algunos de cuyos elementos principales ya están en esta obra, no movió los cimientos de su fe, más bien los reforzó. Un año después, con veinticinco años, da a conocer el Tratado sobre los principios del conocimiento humano. Como Hume y Shopenhauer, escribió su obra central a una edad tempranísima. Berkeley vivió algún tiempo en Italia y Francia, y conoció en 1713 a Malebranche, unos días antes de su muerte. Publicó los Tres diálogos entre Hilas y Filonús en 1713. Al volver a Dublín, en 1721, fue profesor de hebreo, filosofía y teología. Inmediatamente tuvo la idea de fundar una universidad en las islas Bermudas con el fin de instruir a la juventud de América en la civilización cristiana. En 1728 contrajo matrimonio. Durante su estancia en América, Berkeley compró esclavos para su servicio. Hay que recordar que para entonces los protestantes cuáqueros luchaban ya por la emancipación de los esclavos. Regresa a Londres en 1731, y publica Alcifrón o el filósofo minucioso, una obra menor y realmente minuciosa, con momentos valiosos pero mayormente inclinada hacia las creencias y la intolerancia con los escépticos, sus bestias negras a lo largo de toda su vida. Sus últimos años los dedicó a las posibilidades curativas del agua de alquitrán, un asunto sobre el que escribió diversas reflexiones que suscitaron interés en la medicina. Fue un azote de escépticos y librepensadores, es decir, de gran parte de los pensadores franceses de su tiempo, los llamados philosophes. Murió de una apoplejía.

Berkeley rechaza la noción de la materia como la conciben Descartes y Locke: es decir, que no puede existir la misma sin una mente que la perciba. Pensó que aquello que percibimos son cualidades de las cosas, en función de nuestra mente. La extensión del mundo material es sostenida por la percepción: esse est percipi. O dicho de otro modo: no es que no podamos acceder al mundo material sino que ese mundo es su percepción. No es una actitud escéptica, sino todo lo contrario: lo que percibimos es un conjunto relacional de impresiones diversas (visuales, olfativas, auditivas, táctiles), piensa Berkeley, mientras que el sujeto (alma, pensamiento, yo, indistintos en su filosofía), parece estable, substancial; lo contrario que en Hume, que concibe el yo como un haz evasivo de impresiones.

En la idea de que el ser su percepción hay en él un eco, aunque con aspectos que diferencian ambas filosofías, del nominalismo medieval. Tanto Locke como Berleley rechazaban la posibilidad de ideas innatas, que solo surgen de la experiencia y la reflexión. Los lectores modernos han admirado la capacidad de Berkeley para acertar en muchas de las reflexiones en lo relativo a la asociación y los hábitos de pensamiento. Realmente es de una lucidez extraordinaria en el análisis de la percepción, adelantándose a la fenomenología de comienzos del XX. Fue un fino psicólogo, y en otro sentido, abre las puertas del empirismo.

La idea central de Berkeley inspiró a Hume y a Kant (Berkeley separa la física de la metafísica, por ejemplo), y sin duda se le pueden encontrar analogías con la teoría de la indeterminación de Heisenberg. Para Berkeley era un verdadero desatino lo que aceptamos intuitivamente: que el mundo físico existe por sí mismo (materialismo). Y pensó su filosofía como espiritualista y como el correcto acceso a la verdad metafísica que otorga verdadera existencia al mundo material: Dios. Pero Berkeley no afirma que las cosas carezcan de una existencia real, sino que niega que su existencia (la materia) pueda ser causa de sí misma: no puede ser causa del pensamiento aquello que no piensa y por lo tanto hay una causa espiritual, en la que existen, un “espíritu omnipresente”. “Cuando niego la existencia de las cosas sensibles fuera de la mente –afirma el filósofo irlandés–, no me refiero a mi mente en particular, sino a todas las mentes. Ahora bien, es claro que tienen una existencia exterior a mi mente, puesto que la experiencia me muestra que son independientes de ella. Por lo tanto hay alguna otra mente en la que existen, durante los intervalos en las que no las percibo.” (Aquí hay una falta de coherencia, uno de los saltos berkeleyanos…) También acepta la existencia de sustancias espirituales, que sin embargo no son percibidas. Este punto no es fácil de explicar, es una especie de arreglo como aquel del reloj y el relojero, y que llevó a filósofos tan atentos como Bertrand Russell a señalar la debilidad, en muchos momentos de la obra del obispo filósofo, de combinar argumentos empíricos con lógicos. Berkeley piensa que solo hay mentes y acontecimientos mentales, por lo tanto para que algo exista debe ser percibido por alguien, y por lo tanto hace de la materia (el vasto universo) una pertenencia de la mente. Para justificar el hecho de que realmente pensamos la materia, la espiritualiza situándola en una mente omnipresente y absoluta, Dios, como la última causa eficiente, sin duda incorpórea y verdadera.

Carlos Mellizo, traductor de Berkeley y autor de una reciente monografía sobre el filósofo, se alinea claramente por el lado religioso y critica con ironía a los que “están convencidos de que, sin la ayuda de las religiones, la humanidad continuará progresando”. “Parece que hay –concluye Mellizo en el por otro lado interesante prólogo– dos formas supremas de esclavitud: la que encierra al ser humano en un mundo sin trascendencia, y la que, dentro de ese mundo, lo encadena aún más a los dictados de la materia ciega y del pensamiento inútil. Y el insigne filósofo irlandés hizo lo posible por liberarnos de esas onerosas servidumbres.” Habría que señalar que una vida sin trascendencia (sin más allá) no es menos esclava de los determinismos que la de un creyente, solo que el primero no ha de sentirse exiliado, y el segundo sí: la verdad para el creyente, la vida verdadera, siempre estará fuera del mundo, trascendente a este. La materia, desde Platón, ha sido vilipendiada por la idea de que hay una realidad, ajena o muy alejada de ella, que es la verdadera realidad. Todo antes que aceptar que la realidad material es maravillosamente compleja, o dicho de otro modo, que nosotros formamos parte de la complejidad de la materia. ~

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(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)


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