Cuesta elegir, pero quizá entre lo más interesante del sofisticado La noche de la conspiración de la pólvora figura el que, una vez más en Masoliver, replantea qué es el relato, género al que en principio se adscriben estas prosas breves, y qué es recordar, y hacerlo con libertad. Mucha libertad: no sólo de la memoria sino también de la imaginación y los demonios personales, empezando por el erótico, el sexual. Y también, dentro de la sociología de la literatura –algo mucho menos interesante–, qué peculiarísimo lugar ocupa Masoliver entre los escritores españoles, toda vez que habla de cosas y con recursos que pocos más utilizan (yo no conozco a nadie más pero no cometeré la frecuente ingenuidad de afirmar que no existe lo que no conozco), y por qué no se le hace más caso del que, de toda evidencia, merece. Quizá tenga que ver con el hecho de que Masoliver no entra ni con calzador en las categorías al uso de la academia, el mercado o el negocio identitario… aunque aquí… apostaría a que en no mucho tiempo alguien lo mete en el cajoncito de la Literatura de la tardía posguerra en Cataluña, subcajoncito Escritores en castellano. Sí, pero entonces ¿dónde encaja un libro de relatos que no tienen nada que ver con la posguerra como los de Beatriz Miami (Anagrama 1991)? Y sobre todo ¿dónde los relatos por completo inesperados de La sombra del triángulo (Anagrama, 1996), en los que Masoliver, como en numerosos ensayos, muestra su conocimiento y comprensión de México, algo muy poco frecuente en España?
Cuando digo que estos textos breves de La noche de la conspiración… son relatos en principio quiero decir que son como mínimo relatos, pues también son, y a lo mejor de forma principal, unas memorias, y con la dificultad añadida de precisar si son las de un individuo o las de un pueblo, una clase social, una época. Por cierto que sus amigos escritores mexicanos Serrano, Villoro, Glantz…, igual que los españoles Montalbán, Gimferrer, él mismo: Masoliver…, menudean por sus relatos con nombres sólo un poco cambiados como un guiño memorístico más.
O a lo mejor son, ¿quién sabe?, las piezas heterogéneas y dispersas de una novela, cada vez estoy más convencido, y más con libros como éste, de que un libro de relatos es también una unidad, igual que una exposición de cuadros.
Puede que sean también las memorias de un pueblo o una clase social –cierta clase media alta catalana escindida por la mitad por la guerra civil y perteneciente a los dos bandos, la que veraneaba en el Masnou y vive en el Ensanche y la Rambla de Catalunya en Barcelona–, pero sin duda son las de Juan Antonio Masoliver, escritor (iba a decir pintor) cuya obra, como la de un expresionista, se reconoce a distancia. Por su constante retorno al erotismo, sin duda, pero sobre todo por la libertad con que lo hace. Y no me refiero con ello a la frecuentación de lo sexual, algo que es casi definitorio de la cultura española contemporánea, sobre todo en el cine pero no sólo (somos hasta una autopista en las guías de turismo sexual), sino a la naturalidad con que lo hace, algo que no es la cosa en apariencia transgresora y en realidad ligera de las nuevas generaciones, sino algo más profundo, algo que responde a una mente que de verdad ha conquistado una aproximación sensual a la existencia. Algo que, al menos de momento, es rarísimo ver por aquí.
No sólo es eso, como es natural. También es frecuente lo que podríamos llamar insolencia de no ser porque es algo también por completo natural, como la forma en que habla el maestro Soler en “El maestro viudo”. Algo que a veces se vuelve un sano humor negro, sobre todo porque a menudo es a costa de sí mismo. Esto es, Masoliver ha conquistado una suerte de franqueza –franqueza en la creación, la recreación, la memoria, la imaginación, eso es lo extraordinario– que supone una envida para cualquier creador consciente. Por lo que revela de libertad interior.
No es casual –ha sido profesor de literatura hispana en Londres como tres décadas– que Masoliver se marchase de España porque sí, sin necesidad de estar perseguido. Por la sencilla y convincente razón de querer respirar con libertad. La verdad es que se le nota. Su castellano se mantiene terso (tiene un formidable oído como el poeta que sobre todo es) pero se le nota que ha viajado y que la brisa le ha quitado no pocos de los fantasmas que afligen a la gente por aquí, y que a lo mejor constituyen eso que algunos entienden por “literatura española”, o prácticas etiquetitas semejantes. Quizá sea por eso que los maestros de la escuela lo mantienen castigado en el rincón. ~
Pedro Sorela es periodista.