Sin victimismo cultural, algunos autores nacidos al principio o fin de las dictaduras de los años setenta cifran obras catárticas, varias calificadas como “novelas de los padres”. A la vez, autoras más recientes problematizan selectivamente la experiencia materna y la violencia patriarcal, sin concebirlas como “novelas de las madres”. Cuando ofrecen perspectivas frescas ambas vetas dejan preguntas que superan catarsis autorales comprensibles. Se requirió perspicacia psicológica para representar a ciertas mujeres decimonónicas, Turguéniev (aun en Padres e hijos), Flaubert, Maupassant y James enfadaron en partes iguales a viejos y jóvenes, reaccionarios y radicales; las del siglo XX de Lupe Rumazo (Quito, 1933) experimentaron otros trastornos en el mundo masculino instituido. Su Escalera de piedra no es un repaso de los traumas de “Dios el padre” como en Wilde, Joyce o Baldwin, o las del padre “ausente” o “distante” de tantas otras autoras; ni la plural “dictadura de los padres”, según Zambra.
En Novela de los orígenes y orígenes de la novela, Marthe Robert distingue dos tipos de novelistas o “herederos” y cómo modifican imaginariamente los vínculos con sus padres: los que fantasean o idealizan unos padres e historia familiar inexistentes; y los que, llevados por el rigor y la venganza, emprenden una fabulación de carácter descendente que degrada sin misericordia la figura de los progenitores. Rumazo simpatiza con la primera opción, consciente de que es imposible contemplarse objetivamente a uno mismo o los padres de uno. Parte del interés en su trabajo es su esfuerzo por ser lo más escrupulosamente honesta posible. Su tono personal, no íntimo, surge del deseo a veces renuente de una artista subestimada que quiere ser entendida. Pero su novela-ensayo amplía o tergiversa esas propensiones con enclaves mayores, frecuentemente filosóficos: “A Lupe le había llegado la hora de la ‘pequeña muerte’ señalada por Voltaire. Pero no la entendía exactamente como él, al no compararla con la exhaustación de último suspiro, sino como Rousseau en sus Les reveries d’un promenuer solitaire”.
Los diálogos implícitos con Marguerite Duras, que sostenía que, créase lo que se crea, los hombres y las mujeres son diferentes; y con la ética de Iris Murdoch –cuyos ensayos de los años cincuenta y sesenta enfatizan la necesidad de la teoría y cómo la literatura puede remediar los males de la filosofía– son constantes, sin tendenciosas cancelaciones feministas que niegan que sus lecturas pierden algo de urgencia en un mundo algo más igualitario. Impoluta en su experimentalismo como esas novelistas (cuyo “antiarte” se aplica al que nos es conocido, no al arte como suceso universal), Rumazo noveliza “autobiograficcionalmente” su entorno, centrándose en su padre, el canónico historiador ecuatoriano Alfonso Rumazo González. Sin la abundancia interpretativa de Mirta Arlt en Prólogos a la obra de mi padre (1985), pero con similar afecto, se aboca a plantear heterodoxamente más aciertos que defectos, y no sorprende que en la “Cuenta final”, que en parte relata un asalto, se exprese sin corrección política sobre las razas o se refiera a una mujer como “la draconiana menopáusica y la serpiente vibrante”.
La prosa de Rumazo (radicada hasta hoy en Venezuela) empezó a derrumbar los muros que se erige entre teoría y práctica de la novela en los años sesenta, en cierto modo similar al precursor El libro vacío (1958) de Josefina Vicens. La discriminación crítica contra lo “pasado de moda”, fundada en lecturas improcedentes, y la práctica de ignorar obras que desafían caracterizaciones facilistas lleva a despersonalizar –a través de pasajes inocuos– a autoras novedosas, sin reconocer que Rumazo propuso una teoría del “intrarrealismo” cuando Bolaño tenía unos quince años. Además de un dilatado Liminar, Escalera de piedra contiene veinte apartados, y de estos “Las máscaras”, “Los cinco sexos”, “Las metamorfosis”, “Los duales”, “Aquelarre” y “El silencio” contienen subsecciones. Son particularmente intertextuales “El Premio Nobel de Literatura” y “El Premio Nobel de Literatura –II Parte Usted…”; más los hilos conductores autorreferenciales, como cuando dice que “Lupe había denigrado” De dónde son los cantantes de Sarduy, “por su condición de falsificada literatura pop estructural en su libro Rol beligerante”, este último su tercer libro de ensayo.
No es una novela fragmentaria sino en fragmentos (verbigracia los diálogos constantes con Saramago y Barthes), una especie de diario que se hace novela a partir de actualizaciones y revisiones de Rumazo. Tampoco es una colección de reflexiones sino un relato de resolución artística que revela tanto sobre la novela que uno lee como de la experiencia de la prosista mientras la escribía, procedimiento parecido al de “las hijas” en Léxico familiar (1963) de Natalia Ginzburg o A sketch of the past (1939) de Virginia Woolf, pero sin los testimonios angustiados de estas sobre el padre. Por similar “dificultad”, con Carta larga sin final a mi madre, Inés Cobo de Rumazo González (1978) y Peste blanca, peste negra (1988), la crítica sobre esta trilogía está a la espera de desovillar un tejido demasiado complejo, complicado por la publicación inicial de su obra en España, y ahora en Colombia, pero no en el Ecuador.
Escalera de piedra avanza y retrocede ante diferentes realidades; y sus personajes históricos (Manuela Sáenz, como Bolívar, tema de una biografía de Rumazo padre; o José Antonio Páez), literarios o reales aparecen en sus otras obras, en papeles mayores o menores, mostrando lo comprimidos que son nuestros mundos y el papel del azar y la coincidencia al definir la forma de nuestras vidas. Rumazo lo muestra al indagar profundamente en los procesos de la conciencia, y así sumergida ilustra la infinita variedad de sensaciones y percepciones disimuladas, extrayendo desde esos fondos una capacidad ilimitada para vivir, no solo la riqueza de experiencias que se esperaría de seres privilegiados (los referentes culturales son predominantemente franceses). Si hay una abundancia de posibilidades no hay una desmesura de hallazgos, porque los conflictos, pánicos morales y epifanías ocurren al nivel familiar, sin inhibir a la escritora que quiere reencarnarlas. Así se va armando otra pregunta principal de la novela: ¿qué debe sacrificar una mujer para convertirse en una gran artista?
En la estructura episódica de Escalera de piedra los apartados se anudan precedidos por el gatillo “Y entonces…”. Aunque la temporalidad depende de una dialéctica entre fuga y resistencia y de varios flashbacks ante el poder (que “Lupe” percibe en la oficina diplomática en la que trabaja), la trama relata los últimos años de vida de su padre –la subsección “Happy happy” es representativa–, quien habla con algunos interlocutores que lo visitan, algunos históricos, otros biográficos o míticos, e incluso escritores y personajes literarios, creando una cosmovisión polifónica de la historia, literatura y vida americanas. Mediante cavilaciones ontológicas “Lupe” termina preguntando qué queda de todo, y una respuesta es que la vida puede ser una metáfora de la literatura y no al revés. Rumazo repasa su formación (con su padre y con el filósofo español nacionalizado venezolano David García Bacca), los métodos y temáticas de su obra, los modos de pensar la literatura en su ambiente, la relación con la crítica y el mercado, y en particular las maneras, favorables o no, de ganarse la vida sin el maquillaje que es la esencia de los males de la diplomacia, que trata cada gesto con sospecha, mundo también relatado por su compatriota Jaime Marchán.
Si en un sentido toda novela es sobre el lenguaje, Escalera de piedra enfatiza cómo construye su propio significado y lo pone en riesgo. No es nuevo encontrar oraciones largas, digresiones, saltos temporales, rupturas, los placeres de la trama y lo afín en casi cada apartado y subsección. Rumazo y “Lupe” lo saben –en la subsección “El vuelo del avión” se lee: “Hasta que he querido ofrecer un trabajo limpio en la propia obra de construirme a mí misma, pero alguna realidad aparece que quisiera empañarlo”– y por eso enredan con esos componentes narrativos, entregando sucesos no siempre esenciales que importan en tanto sugieren la necesidad de encontrar una práctica que mantenga las memorias estrictamente a raya. Cuando Escalera de piedra deja de ser “novela” no es como reacción a ideas recibidas, sino por la dificultad para pensar que una novela puede ser escrita así. Hay otros relatos debajo de ese tapiz: la historia de su estilo, qué se puede hacer con una novela sobre sus novelas y, en esta, descartar que existe un estilo tardío mediante el cual una autora completa su obra, reconociendo que no es el momento de alardear sino de expresar inquietudes esenciales, elegante y claramente.
Si se trata de reivindicar autoras y temáticas, en los cuentos póstumos de Mi padre y su museo, de Marina Tsvietáieva (en ruso y francés entre 1933 y 1936, rescatados en español en 2021), es el padre el vaso comunicante. Este era arqueólogo, filólogo, especialista en arte, coleccionista, museólogo, y como Alfonso Rumazo, historiador. En De l’interprétation (1965), Paul Ricœur atribuye la riqueza simbólica de la figura del padre específicamente a su potencialidad para personificar lo virtuosamente trascendente, y lo clasifica menos como progenitor igual a la madre que como legislador y fuente del orden social, presente y pa- sado; aunque, en términos psicoanalíticos (que Rumazo critica), su sabiduría no excluye su función inhibidora. En Escalera de piedra, el retrato se conjuga con la educación ética de una autora cuyo “yo” es quíntuple (escritora, crítica, hija, madre, funcionaria), y cualquier esperanza de que su escritura transmita un sentido más unificado del “yo” es quijotesca.
Alguna preocupación reivindicativa, más propia de la psicología que de la historia de la literatura, se entiende menos cuando no se sigue la moda de sobrestimar la historia presuntamente “tóxica” de ciertas materias. A sabiendas de que la teoría histórica del “gran hombre” también puede ser la del “gran villano”, Rumazo no se apega a ninguna noción virtuosa de las figuras ejemplares. Como machacan la nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, la británica Zadie Smith o las estadounidenses Joan Didion y Roxane Gay, reconocer las ambigüedades de la ficción y los peligros de imponer un solo relato sobre un género sexual o raza son desvíos de la figura pública que terminan socavando lo que se quiere lograr: una novela, como Rumazo demuestra con creces en el apartado “Los cinco sexos”.
Las lecturas que otros ecuatorianos han hecho de la figura de Rumazo se basan, además del ninguneo sexista, en una simplificación terrible: no leer la totalidad de su obra, no considerar los pasajes provocativos de sus libros con la seriedad que merecen o desestimarla por no practicar el activismo político de otras escritoras como Vicens. En una entrevista de 2013, Rumazo dijo: “el Ecuador no reconoce absolutamente a la patria que está distante, al creador que reside fuera”. Como establece ab ovo, la autora quiere inhabilitar cierto mal transparente, ajustar cuentas estéticas y personales (con varios expertos en la “diplomacia”, sin insinuaciones, voz pasiva o adverbios que impliquen causa y efecto sin pruebas). Escalera de piedra, tercer eslabón de un proyecto totalizante, exhibe repeticiones y recuerdos, útiles para los lectores que no han leído las otras novelas. Aun así, los aspectos discutidos harán que toda novela previa sobre padre e hija parezca primitiva, y todo lo publicado desde entonces parezca derivativo. Cuando Rumazo dejó su Ecuador natal a finales de los años cincuenta aprendió las mismas lecciones que aprende cualquier nacional que debe o quiere asimilarse a un nuevo ambiente: al tratar de ser latinoamericano uno se convierte más en originario de su país. Intentar no ser visto como representante de una nacionalidad también enciende la alarma de los alrededores, y todo lo que se cree ver es “ecuatorianidad”, que es su propio tipo de destino. Rumazo evita esa progresión con la dispersión de su biografía, el apartado más sucinto es el titulado “La verdadera historia de los dálmatas”. Algunas conciudadanas la descubren ahora como precursora, cuando hace décadas varios hombres fueron los que la recuperaron. (El singular epígono en alcance y conceptualización de su práctica es Leonardo Valencia y sus personajes femeninos.) Rumazo no es una “lectura prohibida” de la literatura ecuatoriana sino una víctima de la cancelación que, al exprimir interpretaciones ideológicas, reduce mundos imaginativos a mensajes pedestres. Se comienza a publicar algo de su obra en Ecuador. Ese reconocimiento tardío debido a la ceguera e insuficiencias críticas es injustificable. ~
(Guayaquil, Ecuador) es crítico literario. Su estudio Los peajes de la crítica latinoamericana aparecerá próximamente.