Los que cruzan el mar, de José Carlos Cataño

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Puede parecer una excentricidad tratar en una sola reseña de dos textos de calado aparentemente tan dispar como Turistas del ideal, la última novela de Ignacio Vidal Folch (Barcelona, 1956), y Los que cruzan el mar, los diarios de José Carlos Cataño (La Laguna, 1954). Sin embargo, más allá de obvias diferencias estilísticas, lo cierto es que entre la novela y los diarios existen coincidencias, debidas tal vez a que ambos autores viven en Barcelona y están impregnados de la atmósfera cultural de la ciudad, que, tanto en un texto como en otro, aparece de soslayo. O quizás porque, a través de géneros distintos, los dos escritores saldan cuentas con el discurso intelectual progresista y de izquierdas, dominante entre los intelectuales desde los setenta hasta el presente.
     Turistas del ideal se inicia con el encuentro fortuito en una librería de provincias entre Vigil, un escritor en ciernes de novela negra, y El Capitán, un joven estudiante de filosofía latinoamericano. Pero se desarrolla años más tarde, en el hotel Savoy de la capital de Tierras Calientes, adonde, además de funcionarios de la Unesco y Amnistía Internacional, “un atlético cineasta californiano”, Heredia, el bailarín de flamenco, y el gran novelista alemán Haas, amén de militantes antisistema (“contingentes de media docena de ong, grupos de jóvenes inquietos, luchadores de la antiglobalización, católicos por el progresismo, juventudes socialistas, rebeldes con o sin causa y turistas del ideal de todo pelaje y condición”), han acudido Vigil, tras un largo encuentro con Fidel Castro para revisar las galeradas de un libro-entrevista, el laureado escritor Augusto y el cantautor Colores, para presenciar la “Marcha por la Dignidad de la nueva revolución que lidera El Capitán”. Las charlas entre Vigil y el laureado Augusto, a veces interrumpidas por pequeñas acotaciones de Colores —sobre política y sobre el compromiso del intelectual con la revolución y con un mundo siempre a punto de un cambio radical, sobre literatura (es decir, sobre sus propias obras y los galardones y reconocimientos de que han sido objeto) o sobre ideales revolucionarios un tanto aletargados— constituyen la razón de ser de la novela.
     A pesar de que resulta muy fácil identificar a los protagonistas con personalidades reales (a Vigil con Manuel Vázquez Montalbán, a Augusto con José Saramago, a Colores con Joaquín Sabina, amén del paralelismo de algunos secundarios con Robert Redford, Lluís Llach y otros “intelectuales” progresistas y revolucionarios), lo que de verdad importa en Turistas del ideal es la parodia del discurso de la llamada izquierda ideológica y cultural desde finales de los setenta hasta la actualidad. Y como en toda parodia, el lector debe tener muy claro el referente, el original, si de verdad quiere disfrutar de los mínimos detalles que jalonan las páginas de la novela, algo no muy difícil de conseguir dado que ese discurso de izquierdas ha llegado a ser abusivo en los medios de comunicación y en las instituciones culturales a lo largo de esos treinta años.
     A sabiendas de la complicidad de sus lectores, Ignacio Vidal-Folch hace un repaso pormenorizado de los más significativos tópicos que lo adornan. Desde el informe imprescindible de la profesora de Harvard sobre los indios de Tierras Calientes, que lee Vigil antes de viajar para encontrarse con El Capitán, hasta la crónica telefónica sobre el encierro solidario con inmigrantes sin papeles en una iglesia de la ciudad de Barcelona. Desde los consejos que le da la agente literaria a Vigil hasta los informes de lectura de sus novelas, cuya autoría no será revelada hasta el fin. Pero también de las actitudes de esos revolucionarios de salón que defienden un discurso que mantiene contradicciones manifiestas con un modo de vida que incluye masía en el Ampurdán, comidas en restaurantes de lujo y empleados de servicio a los que, eso sí, se les ordena con “porfavores” y sonrisas.
     Turistas del ideal tiene momentos hilarantes que hacen olvidar al lector la endeble estructura argumental sobre la que se ha erigido. Se trata de una buena parodia que merece ser leída por aquellos que hayan ido o vayan en busca de la “literatura comprometida”. Tendrán motivo para reírse de sí mismos.
     Además de referirse, aunque tangencialmente, a la ciudad de Barcelona, José Carlos Cataño e Ignacio Vidal-Folch incluyen la misma cita de Horacio en sus textos: “Los que cruzan el mar cambian de cielo, no el ánimo”. Al novelista le sirve para que Vigil se presente a la muchacha que lo conducirá hasta El Capitán. Al poeta, para titular estos diarios que se extienden desde 1974 hasta 2004. Sin embargo, probablemente la casualidad sólo viene a dar cuenta de una coincidencia derivada no tanto de una comunión ideológica o literaria cuanto de haber vivido en el mismo espacio cultural y en un periodo similar. Porque, a diferencia de Ignacio Vidal-Folch, el poeta y artista canario no precisa distanciarse, mediante ningún tipo de parodia, de lo que, como señala en no pocas ocasiones, nunca ha sentido como suyo (“Nunca he deshecho las maletas. ¿Desarraigado o en tránsito? Tampoco he fundado nada —mi resistencia a aprender el catalán habla bien de mi extranjería.”)
     En Los que cruzan el mar, José Carlos Cataño tiene muy en cuenta los diarios de Gombrowicz y Jünger. No aspira a un arte retórico (“Desconfiad de las frases bellas, de los sonidos rotundos, de la fonética, de lo bien sonante”), ni a hablar de sí mismo o a repetir esos textos de los que los escritores se valen para promocionarse o para criticar a quienes no son de su cuerda ideológica. De su experiencia vital y literaria emerge una palabra poco usual entre nosotros, que nada tiene que ver con las modas, cualesquiera hayan sido éstas a lo largo de treinta años de escritura. Y por eso, sin ser cronista, consigue dar cuenta cabal de las circunstancias y la época que le ha tocado vivir. Y de su propia escritura.
     A través de los diarios, el lector sabrá de la impronta que dejó la muerte prematura de su madre y de los desentendidos con su padre. También de sus problemas con el alcohol, a pesar de que no hace bandera romántica ni del alcoholismo ni de la locura, por la que llega a expresar pánico. De su desprecio por los mil rostros con los que se disfraza ese nacionalismo que atenaza la vida barcelonesa desde hace ya unos cuantos quinquenios. De su nostalgia por la Isla, mitad sirena terrible, mitad último consuelo. De sus críticas a la prensa por su forma sesgada de tratar las noticias relacionadas con la política israelí, de su encuentro con personalidades y personajillos de la cultura local, con la delicadeza y buena educación que le conduce a mencionar con nombres reconocibles a las primeras y a connotar con iniciales a los segundos. Pero sobre todo, en compañía de Rilke, Artaud o Hölderlin, Kafka, poetas que se le han incrustado en la vida y en la escritura, el lector tendrá noticia de una búsqueda (“El arte nos conduce al extravío”) insaciable por encontrar sentido a la vida en tanto que camino por el que transcurre la palabra.
     Escritura en proceso. Lograda a base de pincel y bisturí. Lúcida. Sin concesiones. –

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(Barcelona, 1969) es escritora. En 2011 publicó Enterrado mi corazón (Betania).


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