México, un paso difícil a la modernidad, de Carlos Salinas de Gortari

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Oponerse, treinta años después
     Carlos Salinas de Gortari, México, un paso difícil a la modernidad, Plaza y Janés, México, 2000.
     Rencor con rencor se paga: esa parece ser la divisa, la motivación central del voluminoso libro de Carlos Salinas de Gortari México, un paso difícil a la modernidad. La obra se propuso varios objetivos, como ofrecer "una explicación a los mexicanos" y, más ampliamente, "a todos aquellos que fuera y dentro de México tuvieron fe en el proyecto de reformas" que Salinas puso en práctica entre 1988 y 1994. Al mismo tiempo, el libro "fue escrito en gran parte" para dar a los hijos del autor "un motivo de orgullo y confianza en medio de tanta agresión".
     Pero, junto a esas conmovedoras razones, y más allá de ellas, pretende ser "una reflexión política". Y también, aunque ese móvil quedó tal vez superado por la adversa realidad inmediata, era una toma de posición frente al porvenir, para el momento en "que se abra un nuevo capítulo del liberalismo social". Es decir, para la hora de su resurrección política, pues se considera a sí mismo adalid y promotor de esa propuesta, que no doctrina, con arreglo a la cual declara haber gobernado al país. Sin embargo, apenas unos días después del lanzamiento del libro, sus intenciones explícitas y las presumibles fueron aplastadas por unas cuantas frases, las que en áspero diálogo cruzaron su hermana Adriana y su hermano Raúl, que lo incriminan hasta frente a los más desaprensivos de sus garantes, los que le habían brindado "el beneficio de la duda", que es su modo, autobenevolente, de llamar a sus maniobras de solapamiento y complicidad.
     Aunque sea imposible soslayar la ilegal práctica que registró esa conversación telefónica, y por esa causa no pueda convertirse tal grabación en una pieza legal que permitiera instaurar juicio a Salinas, es también imposible no otorgarle crédito para el análisis político y para la reseña de este libro, que no puede ser juzgado sólo en sus propios méritos sino que debe ser incluido, inevitablemente, en el contexto en que fue escrito y se realizó su lanzamiento.
     Si explicarse ante sus hijos y el mundo fue la intención del autor, el resultado no la honró. El fruto de su larga dedicación a la escritura es una tenaz pero difícilmente sostenible autodefensa, un alegato en pro de su propia imagen, que descansa sobre todo en una rencorosa diatriba contra su sucesor. Dedica al desarrollo de su reconcomio la parte número doce de las catorce de que se compone el libro, que se titula rotundamente "La traición" y consta a su vez de los capítulos 36 y 37, del total de cuarenta con que se integra la obra. Pero no es menor la intensidad de sus resabios en las partes II ("Un desastre nacional: el error de diciembre") y 13 ("Fabricación de Estado"), en que desarrolló lo que juzga un proceso de difamación organizada desde el gobierno, y que incluyó el enjuiciamiento de su hermano mayor.
     Esas tres partes consumen unas trescientas de las 1,392 páginas del más grueso volumen que presidente alguno haya consagrado a dar cuenta de sí mismo, de su vida y su desempeño. Es verdad que los Apuntes de Lázaro Cárdenas requirieron varios volúmenes, pero se refieren a momentos posteriores a su presidencia y cuando más, en su discreción y parquedad, constituyen la materia prima en que, tras una laboriosa búsqueda, se basaría una interpretación del largo tramo de su biografía de ex presidente. José López Portillo hizo caber Mis tiempos en dos gruesos tomos con un total de 1,293 páginas, cien menos que el libro de Salinas. Pero son memorias que se extienden no sólo a su infancia sino incluso a su ascendencia. El relato de su candidatura y ejercicio presidenciales ocupa poco más de ochocientas.
     No ocurre así con la obra de Salinas. Dedica unas páginas a resumir su trayecto vital, a referirse a sus orígenes y vivencias familiares y a explicar su concepción del país y de su historia. Pero el grueso del volumen se dedica a ensalzar su proyecto presidencial, a presentarlo como una hazaña en que a cada minuto hubo de batir a poderosos enemigos, que lo son no sólo de sí mismo, sino de México y del progreso social de la humanidad.
     El libro se gestó durante los cinco años de su exilio. Dio a conocer, en diciembre de 1995, lo que después entenderíamos como un anticipo, una síntesis o guión de sus argumentos, lejanos sin embargo del desembozado ataque a Zedillo que dio finalmente tono al libro, y que se halla disperso a lo largo de todas sus páginas. Casi no hay tema en que no aparezca un reproche, un sarcasmo, una refutación a su sucesor o a los miembros de su equipo. De modo particular busca zaherir a quienes, habiendo sido sus colaboradores, se pasaron al enemigo (según su concepción bélica). Tal es el caso de Guillermo Ortiz, a quien enrostra haber sido el artesano de la privatización bancaria (cuya autoría por supuesto reclama para sí mismo) y luego señala algunos de sus defectos como si se tratara de obra ajena, operada por seres remotos.
     Ese es también el caso de Arsenio Farell, a quien denuncia como enemigo de una reforma laboral destinada a "dejar que los trabajadores decidan por sí mismos para que pasen a la acción directa", es decir ya no sujetos a la conciliación y al arbitraje obligatorios a través de las juntas judiciales correspondientes. Peor aun, sin emplear la palabra, lo acusa de traición pues su secretario del Trabajo conocía esa pretensión del presidente, a la que sólo se opuso en presencia de Fidel Velázquez, que basado en esa actitud del secretario rechazó también la enmienda de la Ley Federal del Trabajo. En ese lance, lamenta Salinas, "naufragó esa reforma crucial para las luchas sociales y la justicia en el país". Inclinado a forjar frases para los bronces, y teniendo en cuenta que el suceso ocurrió el 17 de noviembre de 1993, mientras se votaba el Tratado de Libre Comercio en el Congreso norteamericano, Salinas sentenció: "El día que ganamos la batalla del TLC perdimos esta otra". Tal vez por eso —no lo dice— meses después despidió a Farell.
     Lanzar a los sindicatos a la acción directa formaba parte del credo social oculto de Salinas, expresado en un mesianismo populista del que se tuvieron pruebas numerosas y tímidas referencias, pero no había sido reconocido por sí mismo. En el breve apartado autobiográfico que se permite, surge como una suerte de infiltrado en el PRI, para modificarlo desde dentro pero con miras diferentes de las explícitas de ese partido. El liberalismo social, la expresión creada por Jesús Reyes Heroles para sustentar su tesis de que los liberales del siglo XIX reencarnaron en los revolucionarios del XX, habría servido como parapeto a Salinas para practicar en el gobierno la Política Popular, una suerte de maoísmo vernáculo. A ello lo indujeron su compañero Hugo Andrés Araujo y su maestro Adolfo Orive, quienes practicaron la máxima de "hacerse pueblo con el pueblo" antes de trocar esa experiencia revolucionaria por los despachos bien amueblados y las nóminas mejor surtidas.
     Así como la fe de Eudocio Ravines se perdió en Moscú, la de Salinas en la Revolución Mexicana se extravió en Harvard. En sus conversaciones bostonianas con John Womack, Salinas halló "que no había una ideología revolucionaria común, como tampoco un partido revolucionario duradero". Contradictorio, el joven estudiante del doctorado en economía política y gobierno aceptó por un lado esas verdades, que lo llevaron "a cuestionar todo lo que había aprendido en mi casa y en los primeros años escolares", por ejemplo que "el Estado era el representante de la Revolución Mexicana y que la Revolución misma era un movimiento ascendente y único"; mas por otro lado su "admiración por el movimiento popular de 1910 siguió creciendo".
     Para efectos prácticos, lo que importa de esta declaración de nueva fe es su consecuencia, la meta de construir un nuevo partido, con base en "la organización popular", que durante su gobierno se expresó en el Programa Nacional de Solidaridad. En su etapa de preparación, antes y después de su conversión en Harvard, compartió entre 1970 y 1979 "con varios compañeros el anhelo de luchar por un México más justo". No lo hizo dentro del PRI, al que formalmente pertenecía (desde 1966 según su ficha oficial y a partir del año siguiente según su propio dato en estas páginas), sino a través de Política Popular, la de los "pepes", como se llamaba a los que la retórica gubernamental de entonces consideraba como agitadores, pero cuyo activismo era consentido, quizá porque se trataba de hijos de papá.
     Aquella política popular consistía en que "los participantes organizados aprendieran, y no de que les llegaran de fuera ideas aprendidas. Así, quienes tomaban parte en aquellas luchas evitaban depender en exclusiva del conocimiento de los demás. En los hechos, los nuevos dirigentes y luchadores sociales promovieron la organización por cuadras y por bloques en las colonias populares y por comunidades en las zonas rurales". Tan orgulloso se siente Salinas de esas "raíces de lucha" que en otra parte del libro se ufana de que Gabriel García Márquez se refiriera a ellas, cuando en marzo de 1995 resolvió practicar un ayuno de protesta por la detención de su hermano mayor.
     Salinas escogió cuatro enfoques para abordar los temas de su preocupación. Eligió un tratamiento ensayístico, pletórico de citas, para desarrollar, por ejemplo, los procesos relacionados con la deuda externa, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y la privatización. En ese género de asuntos Salinas busca ser avalado por las apreciaciones y juicios de otros, no sólo los suyos propios, no porque no les conceda fuerza argumentativa y suasoria, sino porque aparenta sujetarse al escrutinio académico y político. Veremos más adelante, sin embargo, cómo este intento resulta estéril cuando se hace evidente que el origen de los asertos en que funda la validez de sus acciones son libros o notas periodísticas previamente orientados a favor de Salinas.
     Un segundo enfoque está más cerca de las memorias políticas propiamente dicho. No siempre los temas en que se aprecia esta estructura tienen talante personalísimo e ignorado, sino que también se refieren a hechos de consecuencias públicas. Allí Salinas encontró espacio para revelaciones sobre temas trascendentes, de política exterior o de la que él directamente instrumentaba.
     Al ámbito diplomático corresponde "una mediación desconocida", la que le fue solicitada por el presidente Clinton ante el presidente Castro, en agosto de 1994, a propósito de la crisis de los balseros, que no se resolvió por entero en los términos que a través de Salinas y también por conductos públicos establecieron los dos mandatarios. El ex presidente mexicano, por petición de sus dos interlocutores, hubiera deseado prolongar su mediación una vez fuera de Los Pinos pero —el reproche infaltable— "las condiciones de acoso en México que el nuevo gobierno generó hicieron prácticamente imposible que yo continuara llevando a cabo esa delicada función".
     Una revelación muy importante en política interna se refiere al encuentro que sostuvo con el presidente Zedillo el 3 de marzo de 1995. Interrogado año y medio más tarde, en octubre de 1996, por un periodista de televisión, Zedillo negó que ese encuentro hubiera ocurrido. Rechazó con énfasis que se hubieran reunido después del primero de diciembre de 1994, cuando le transmitió el mando presidencial. Y sin embargo Salinas narra puntualmente la reunión, de donde se desprendió lo que llamaríamos el Pacto de Tecamachalco (por el barrio residencial en que vive Farell, anfitrión del encuentro), por efecto del cual Salinas salió de México sin que se le imputaran cargos, como los que salieron a relucir al grabarse subrepticiamente la conversación entre sus hermanos.
     Otros capítulos, como "La batalla por el petróleo y la modernización de la infraestructura", son tratados en el lenguaje escueto que se emplea en los reportes administrativos o en el informe anual ante el Congreso. Unos más, en fin, resultan de una mezcla de los enfoques anteriores, y en ellos se combinan las confidencias personales, las referencias bibliográficas y la seca exposición de datos, incluso con acompañamiento de cuadros y gráficas.
     Con sentido de la historia, y con tino que aprovecha para la confección de su libro, Salinas ordenó la publicación de obras que temprana y sesgadamente evaluaran su gobierno. No son abiertamente trabajos de propaganda burda. Pero no son tampoco exámenes objetivos, derivados de investigaciones imparciales, fruto de analistas profesionales. Un ejemplo claro de ese tipo de producción política y editorial es la serie "Una visión de la modernización de México". Sus 26 volúmenes fueron publicados por el Fondo de Cultura Económica en el último año de la gestión salinista. Y aunque en cada uno de ellos se reconoce el patrocinio de la Presidencia de la República, a la hora en que Salinas los cita esa circunstancia no se hace explícita. Salinas pretende así que encuentra apoyo en innumerables autores, que en realidad habían argumentado con prejuicio favorable a su causa… y por encargo suyo.
     Algo semejante ocurre con las citas hemerográficas. Por supuesto que acude a informaciones y artículos aparecidos en varios diarios y revistas. Pero cita textos aparecidos en el diario Crónica con frecuencia desproporcionada a la importancia del medio. Y se entiende así por qué ha gastado parte de su dinero, o inducido a otros a que lo hagan en su provecho: busca la apariencia de que una cobertura profesional periodística da la razón a sus visiones, ocultando que entre esas visiones se incluye la de contar con un periódico que le dé la razón.
     Salinas contiende en su libro principalmente contra Zedillo, pero no sólo contra él. A lo largo de sus páginas lanza un desafío aquí, una bofetada allá, un sarcasmo más allá. Practica también el ninguneo: se mofa de Jesús Silva Herzog, sin citarlo pero señalando sus contradicciones entre el momento en que, fuera del gobierno, dirigía el CEMLA y cuando aceptó representar a Salinas en Madrid. Ignora por completo, en una especie de ley del hielo infantil, a Ignacio Morales Lechuga. No puede omitir, en el recuento de su heroicidad frente al narcotráfico, menciones a lo ocurrido entre 1991 y 1993, pero se refiere a quien en esos años fue el procurador general de la República sólo con ese título hueco, sin nombre que lo llene.
     Se defiende también de acusaciones colectivas, que circulan como expresión de infamia o como certidumbre moral no susceptible de ser convertida en denuncia penal. Ese es el caso de su relación con Luis Donaldo Colosio. Dedica un breve capítulo —17 páginas, el tercero más corto del total de cuarenta— al "magnicidio", a la muerte de ese "mártir de la democracia". Sorprenden esas expresiones, pues Colosio no era aún el presidente de la República y no lo mató Mario Aburto por sus convicciones políticas, ni por las de Colosio. Fue sólo, según las sentencias oficiales, un hombre desequilibrado que, a solas, discurrió y practicó el homicidio. ¿De dónde atribuir a la democracia el martirio del sonorense? Pero lo que quiero decir es que Colosio no figura sólo en esas pocas páginas, ni sólo en las precedentes que dan cuenta de "la construcción" de su candidatura. Es, al contrario, una presencia omnímoda. De creer en el recuento que hace Salinas, Colosio fue de mucho tiempo atrás una suerte de alter ego suyo, al que introducía en todos los temas, hacía partícipe de todas las reuniones, tuvieran o no que ver con su desempeño al frente del PRI o en la Sedesol. Se transparenta con esa insistencia, a mi juicio, el argumento defensivo de cuánto y desde cuándo lo vio sucediéndolo en la presidencia como para prescindir de su candidatura.
     Desde que en varios medios aparecieron anticipos del libro, y con mayor razón cuando éste apareció en librerías y surgió el atrevimiento de su lectura, han menudeado los desmentidos. Ora el secretario de Gobernación en 1993, Patrocinio González Blanco Garrido, niega haber tramitado una paga para Cuauhtémoc Cárdenas; ora Enrique Semo se queja de la manipulación de una cita. Doy apenas dos ejemplos porque el espacio impide multiplicarlos. Los que se conocen obligan a leer este libro con un grano de sal.
     Algo ha cambiado en Salinas. Su libro lo expresa como un opositor del gobierno priísta con que termina el siglo, el último régimen de esa filiación. Hace treinta años militaba también en su contra. Pero entonces no lo dijo. Calló convenientemente. Fue un quintacolumnista de sí mismo, de su propio provecho. –

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