Mi vida, de Marcel Reich-Ranicki

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La patria portá tilMarcel Reich-Ranicki, Mi vida, traducción de José Luis Gil Aristu, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2001, 534 pp."Era un día frío, encapotado y lluvioso", cuenta Marcel Reich-Ranicki al recordar Berlín antes de la Segunda Guerra, cuando
     nos reunimos en la misma casa de Grünewald, pero esta vez el círculo era más reducido, por motivos de clandestinidad: sólo habían sido invitadas siete u ocho personas. El dueño de la casa, de quien sabíamos que tenía toda clase de contactos en el extranjero, no nos había comunicado tampoco en esta ocasión el objetivo del encuentro, por precaución. Apagó la luz y dejó encendida únicamente una lámpara de pie junto a la silla de mi cuñado, a quien entregó un paquetito de papeles, especialmente delgado y escrito por ambas caras. […] Mi cuñado leyó un fragmento de prosa que, evidentemente, había llegado a Berlín de manera ilegal. Volvía a ser una carta escrita por un autor exiliado: Thomas Mann, la carta con que respondía a la retirada del doctorado honoris causa otorgado anteriormente por la Universidad de Bonn. […] La cuestión de qué haría Thomas Mann, residente entonces en Suiza, ante lo que estaba sucediendo en Alemania adquirió para mí, y no exagero, una importancia vital. Cuando aquella noche de febrero de 1937 escuché las primeras palabras de su carta me sentía muy inquieto; creo que temblaba. No tenía ni idea de qué cosa debía esperar, de qué decisión había tomado Mann, de hasta dónde había ido. Pero ya la tercera frase acabó con mi inseguridad, pues en ella se hablaba de poderes infames… que asuelan Alemania moral, cultural y económicamente. No había ya duda; en aquella carta Mann había tomado partido por primera vez y con toda claridad en contra del Tercer Reich. […] En 1937 no podía saber aún que, durante la Segunda Guerra Mundial, Thomas Mann tendría ante la opinión pública un cometido que hasta entonces nunca había desempeñado un escritor alemán, el de convertirse en una contrafigura representativa claramente visible. Si tuviera que resumir con dos nombres lo que entiendo por alemanidad en nuestro siglo, respondería sin dudar: desde mi punto de vista, Alemania es Adolf Hitler y Thomas Mann. Esos dos nombres siguen simbolizando las dos caras, las dos posibilidades de lo alemán. Y tendría consecuencias devastadoras que Alemania quisiera olvidar o arrinconar una de ambas posibilidades. Nadie se atrevió a decir nada tras la última frase de la carta. El lector del texto propuso que hiciéramos una interrupción y charláramos luego sobre aquella pieza de prosa. Aproveché la pausa para dar las gracias y despedirme. Dije que no deseaba llegar demasiado tarde a casa, pues al día siguiente tenía que escribir un importante trabajo de clase. Era mentira. En realidad quería estar solo; solo con mi dicha.
      
     Este párrafo de Mi vida, de Marcel Reich-Ranicki, me fue leído en voz alta por un gran escritor mexicano, durante un encuentro casual, hace apenas unos meses. Mientras él leía, mi emoción fue creciendo al grado de buscar un sitio en la pieza donde pudiese yo dirigir la mirada sin que nada me turbase. Cuando Sergio Pitol finalizó su lectura creo haber visto en sus ojos, como en los míos, una lágrima contenida.
     El autor de esas líneas fue un adolescente que, nacido en la localidad Wloclakew en 1920, recibió de Thomas Mann algo de la fuerza que le permitió sobrevivir en el gueto de Varsovia. En 1958, a punto de iniciar una carrera que lo convertiría en el gran crítico de la literatura alemana contemporánea, Marcel Reich-Ranicki se presentó ante Günter Grass como "medio alemán, medio polaco, judío completo". Esa autodefinición, sugiere Reich-Ranicki en Mi vida, no era del todo exacta, pues él, como la gran mayoría de los judíos perseguidos y asesinados por el nazismo, había sido educado por sus padres para integrarse, sin seguir la religión judía, a la cultura europea.
     Soportando la creciente discriminación antisemita, Reich-Ranicki se ocultaba en los teatros berlineses, cuyo alto nivel artístico y cultural, herencia de la República de Weimar, el Tercer Reich se preocupó por conservar. Tras bambalinas y en la escena, muchos de quienes permanecieron en Alemania, aun cuando fueran judíos o tuviesen antecedentes comunistas, siguieron trabajando hasta que comenzó la guerra. Algunos realizaron actos temerarios, como el director Jürgen Fehling, quien en 1937 montó un Ricardo III haciendo claras alusiones escénicas y dramáticas contra el régimen. Reich-Ranicki descarta que los nazis autorizasen esas pequeñas expresiones de libertad como una muestra de su poder absoluto. Sólo un puñado de actores y espectadores entendían el símil entre el malvado Ricardo III y Hitler: "Lo que el censor no entiende —y esto vale para todas las dictaduras—, tampoco lo entiende el público", concluye Reich-Ranicki.
     Ante las insondables paradojas morales y culturales que el nacionalsocialismo plantea, Reich-Ranicki considera impertinente la opinión de su amigo T. W. Adorno, sobre la imposibilidad del arte después de Auschwitz. En Mi vida ofrece, como ejemplo, la recurrente polémica wagneriana. El antisemitismo, dice el crítico, no merece ser complacido en su vulgaridad. Cada vez que un gran director de orquesta judío —desde Hermann Levy hasta James Levine, pasando por Walter, Bernstein, Solti, Mazel, Barenboim— toca la música de Wagner, los panfletos antisemitas del compositor quedan en una anécdota estúpida frente a la majestad del arte.
     En 1938, Reich-Ranicki fue deportado a Polonia por carecer de la nacionalidad alemana. Sólo se llevó consigo un ejemplar de La mujer de treinta años, de Balzac. Para este refinado joven berlinés, Varsovia era un sitio extraño, y para sus padres, asesinados más tarde en Treblinka, la alarmante ola antisemita era un episodio espantoso que, como tantas otras veces en la historia judía, acabaría por remitir.
     Antes de escapar del gueto, Reich-Ranicki se convirtió en su crítico musical. Utilizando un pseudónimo, seguía las actividades de la orquesta judía que, superando dificultades inenarrables, tocaba a Vivaldi, Boccherini, Bach, Mozart. Las autoridades nazis solían prohibir a Chopin, pero los pianistas a menudo las engañaban, haciendo pasar algún Estudio por obra de Schumann. Reich-Ranicki, espíritu crítico hasta lo inverosímil, lamenta haber sido rudo con las interpretaciones de algunos de esos artistas del hambre que, como él, estaban condenados y tocaban música para arrancarle algunos minutos al exterminio.
     Más grave fue el trabajo de Reich-Ranicki y de su compañera como amanuenses del Consejo Judío, designado por los alemanes para la administración del gueto. A Adam Czerniakow le tocó dirigir ese organismo que, para lograr la sobrevivencia del gueto o posponer su exterminio, por fuerza debía hacer concesiones, cotidianas, polémicas y humillantes, a los nazis. El 23 de julio de 1942, Czerniakow, obligado a ejecutar la deportación definitiva de su gente a los campos de exterminio, se suicidó. Antes y durante meses, empleados suyos como Reich-Ranicki copiaron y ocultaron cientos de documentos que son, hoy día, la memoria del gueto. Y materialmente, cuenta Mi vida, fueron esos archivos los que protegieron a la pareja del fuego enemigo, cuando lograron huir.
     Liberado, Reich-Ranicki sirvió al Ejército Rojo como traductor y en 1945 se adhirió al Partido Comunista Polaco, que, una vez en el poder, lo hizo miembro de su servicio de inteligencia en Londres. Los numerosos enemigos del crítico literario lo recuerdan como agente de la kgb. En Mi vida no desmiente esa acusación, limitándose a recordar que él, como millones, vio en el comunismo una salvación religiosa que involucraba su desamparo como sobreviviente.
     La complicidad de Reich-Ranicki con el totalitarismo vencedor duró poco, y expulsado del Partido Comunista Polaco se asiló, en 1958, en la antigua República Federal Alemana. Aplaudió la revuelta estudiantil del 68 por su inapreciable contribución al debate sobre la huella del nacionalsocialismo en la rfa, aunque "mis simpatías por aquella revuelta vocinglera y caótica eran limitadas. Los agitadores vociferantes, las consignas gritadas rítmicamente, las columnas que avanzaban en largas formaciones me resultaban suficientemente conocidas y me repelían desde mi juventud".
     La pasión vehemente de Reich-Ranicki por la lengua alemana es un drama judío del que Mi vida da testimonio. Sobrevivir al exterminio significaba hacer, de aquella dicha que le procuró Mann en 1937, una forma de vida y un ejercicio de restitución de la honra. Amar a Goethe, a Lessing, a Heine, a Platen era recuperar para siempre la otra Alemania, aquella que carece de alma sin la integración judía. En una ocasión el crítico se encontró en Pekín con Yehudi Menuhin. El violinista estaba de gira tocando a Beethoven y Brahms, mientras Reich-Ranicki disertaba sobre Goethe y Mann. Una vez que charlaron sobre sus actividades como difusores de la cultura alemana, Menuhin concluyó "Bueno, así son las cosas, somos judíos".
     Desde los años sesenta, Reich-Ranicki se convirtió en el papa de la literatura alemana, escribiendo en Die Zeit y Die Welt, haciendo El café literario en la radio, y después El cuarteto literario para la televisión. Mucho tiene el arrogante patriarcado de Reich-Ranicki de ajuste de cuentas: a un "judío completo", sobreviviente del Holocausto, es a quien toca demostrar que el judaísmo y la literatura alemana son indisolubles. Reich-Ranicki tomó partido contra todo intento de borrar o de relativizar la culpa alemana.
     Custodio de la familia Mann, cronista del Grupo 47, admirador de Heinrich Böll y de Thomas Bernhard, legendario enemigo de Günter Grass, Reich-Ranicki retrata en Mi vida al crítico literario como héroe y como farsante, quien, a diferencia del poeta o del novelista, es un escritor cuya legitimidad siempre está en duda. Como todos los grandes críticos, Reich-Ranicki aprueba esa suspicacia como la sangre que determina el temperamento crítico. En días en que algunos críticos literarios, como ocurrió recientemente en la polémica desarrollada en Letras Libres España, muestran una escasa competencia para explicar por escrito cuál es la naturaleza de su oficio, conviene examinar algunas de las máximas críticas de Reich-Ranicki. No las comparto todas pero me parecen de lectura imperiosa:
      
     — A riesgo de ser tachado de petulante, quiero decir algo de lo que estoy convencido: la literatura es mi sentimiento vital. Creo que eso se puede reconocer en todas mis opiniones y juicios sobre escritores y libros, incluso en los descaminados y falsos. En última instancia, el amor a la literatura, esa pasión que a veces llega incluso a ser abrumadora, es lo que permite al crítico practicar su profesión, ejercer su cometido. Y ese amor es, tal vez, en algunas ocasiones, lo que hace a los demás soportable y, en casos excepcionales, incluso simpática la persona del crítico. [p. 408]
     — Un crítico incapaz de decidirse debe resolver su inseguridad consigo mismo —pensaba yo— y no aparecer en público hasta creer que puede decir con claridad qué ocurre en la obra y cómo ocurre, según su opinión. [p. 412]
     — No lamento haber considerado oportuno callar ante más de un libro; más bien he de reprocharme no haber callado ante algunas publicaciones. [p. 486]
     — Aunque he escrito muchas, muchísimas reseñas aprobatorias, y aunque al leer a veces algunas antiguas críticas mías me intriga la cuestión de si no me mostré demasiado a menudo dispuesto a ensalzar libros que apenas lo merecían, conseguí la fama de especialista en atizar varapalos. En un dibujo de Friedrich Dürrenmatt aparezco sentado, armado con una pluma de grandes dimensiones, sobre un gran número de cabezas que son, al parecer, las de mis víctimas. El dibujo lleva por título El Gólgota. [p. 415]
     — ¿Que aprendí de mi conversación con Anna Seghers? Que la mayoría de los escritores no entiende de literatura más de lo que las aves entienden de ornitología. Y son los menos indicados para juzgar sus propias obras […] no debemos ignorar lo que éste tiene que decir sobre su obra, aunque sin tomarlo especialmente en serio. [p. 320]
      
     Los primeros libros de Reich-Ranicki, según su propia opinión, estaban afeados por su fidelidad al realismo socialista. De los siguientes, algunos ya legendarios como Die Anwälte der Literatur [Los abogados de la literatura, 1994], nada puedo decir pues, salvo Thomas Mann y los suyos [1989], la obra crítica de Reich-Ranicki no está traducida ni al inglés, ni al francés, ni al español. Su asumido provincianismo —ya que, salvo la poesía polaca, no parecen interesarle mucho otras lenguas que la alemana— lo ha condenado.
     A sus ochenta y dos años, Marcel Reich-Ranicki reina sobre la literatura alemana. Él sabe, como dijo Goethe de sí mismo, que "un hombre viejo es siempre un rey Lear". Su reino será dividido, saqueado y olvidado, como está escrito en el destino de todo crítico literario. Pero a través de Mi vida seguiremos leyendo su helado encuentro con Albert Speer, el arquitecto de Hitler, su asombro ante la buena vida que se daba su amado Brecht, o la inolvidable manera en que se libró de las tropas alemanas, una vez fugado del gueto de Varsovia.
     Reich-Ranicki y su esposa Tosia se libraron del exterminio gracias a Bolek, un tipógrafo borracho y golpeador de mujeres, según leemos en Mi vida. Ese hombre ocultó a la aterrada pareja judía y, tras deshojar la margarita entre denunciarlos o no hacerlo, tomó una decisión.
      
     Cierto día —no hacía todavía mucho que estábamos en su casa—, nos miró muy ufano, hablando despacio y no sin cierta solemnidad: Adolf Hitler, el hombre más poderoso de Europa, ha decidido: "Estas dos personas deben morir." Y yo, un pequeño cajista de Varsovia, he resuelto que han de vivir. Veremos quién gana.
      
     Y ganó el testarudo Bolek. -— Christopher Domínguez Michael

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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