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En su genial “Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj”, Julio Cortázar nos hizo comprender que, cuando te regalan un reloj, te regalan “un pequeño infierno florido”, “un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca”, y te regalan también unas necesidades y obligaciones y su marca y el miedo de perderlo y tantas cosas que “no te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj”.
En efecto, el hábito burgués de hacer regalos está plagado de riesgos. Quien se propone hacer un regalo debe tener muy en cuenta los gustos del destinatario. O sus necesidades. O, mucho mejor, ambas cosas. El problema es que a menudo esa persona no conoce los gustos o las necesidades del otro. E incluso aunque los conozca, pensar en algo para el otro supone un tremendo ejercicio de proyección. “Si a Fulano le gusta A —piensa el regalador— entonces seguro que también le gustará B”. Y va y lo compra, y se lo entrega de lo más contento, y en ese momento, en lugar de un gesto de pura satisfacción, ve una mueca, un gesto apenas perceptible, y comprende que, ay, ha fallado una vez más.
Regalar ropa, por ejemplo, es casi una misión imposible. En primer lugar, porque para hacerlo bien la persona que regala tiene que saber mucho del tema; en este punto ya muchos quedamos fuera de carrera. En segundo término, porque, aunque sepas de ropa, es muy difícil conocer tan a fondo a otra persona como para estar más o menos seguro de que tal o cual prenda le va a gustar. Y luego está la cuestión del tamaño. Si comprás algo demasiado grande, es que a la otra persona la ves gorda. Si comprás algo demasiado pequeño, es que la otra persona está gorda. Si comprás algo del talle justo, y además a la persona obsequiada le gusta, pues no lo dudes: sos un elegido, naciste con el talento natural, tenés que dedicarte a eso, no podés darte el lujo de desperdiciarlo. O gastaste en comprar esa prenda tu dosis anual de buena suerte; más tarde recordarás con nostalgia todas las situaciones en las que hubieras preferido una fortuna similar.
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Acabo de escribir, unas poquitas líneas más arriba, “la persona obsequiada”. La expresión se parece mucho al “tú eres el regalado” de Cortázar, pero quiere decir lo contrario. Y es que el verbo obsequiar admite dos construcciones posibles, como explica el Diccionario panhispánico de dudas: con un complemento directo que expresa el regalo y un complemento indirecto para la persona que lo recibe: “Juan le obsequió un reloj a María”, o con un complemento directo de persona y un complemento introducido por con que expresa el regalo: “Juan obsequió a María con un reloj”. Si esta última oración se pasa a voz pasiva, queda así: “María fue obsequiada con un reloj por Juan”. Por ello es que podemos decir que María es “la persona obsequiada”.
De algún modo, es como si el idioma nos quisiera decir que siempre un obsequio implica un camino de ida y vuelta. Lo que se obsequia es el objeto y también la persona. Todos tenemos claro que la Tierra ejerce su fuerza gravitatoria sobre cada individuo, pero no solemos pensar en que cada uno de nosotros también ejerce una (no por minúscula menos real) fuerza gravitatoria sobre el planeta. Del mismo modo, quizá todos vemos el carácter de regalo de los objetos para las personas y nos perdemos el que las personas tenemos para los objetos. Aquello sobre lo cual el “Preámbulo” de Cortázar nos llamaba la atención.
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Hay una frase muy simpática que circula bastante en internet y que propone una parecida inversión del punto de vista: “Ver a alguien leyendo un libro que te gusta es ver a un libro recomendándote a esa persona”. No solo podés ser el regalo para un libro, sino que además ese libro después te puede recomendar. Y en fechas como estas, en las cuales el hábito burgués de hacer regalos vive sus horas de gloria, ¿qué mejor que ser obsequiados al único objeto que después se va a tomar el trabajo de recomendarnos?
Es cierto: cuando te regalan un libro, te regalan un manojo de tinta y papel, un cúmulo de palabras, la necesidad de hacerle un hueco en tu casa, la obligación de encontrar excusas por no haberlo leído todavía, pero ya pronto, seguro, es el próximo de la lista, la exigencia de leerlo más tarde o más temprano y comentar lo mucho que te gustó. Pero hay más.
Regalar un libro muchas veces es un gesto de generosidad, no solo por lo que implica en sí mismo cualquier regalo, sino además porque el placer de la lectura es una de esas cosas que —como canta Jorge Drexler— uno solo conserva si no las amarra: siente la necesidad de compartirlas. Un amigo te regala un libro que le gustó porque cree que te va a gustar, que lo vas a disfrutar, que sus páginas te van a deparar buenos momentos y que estos serán primos hermanos de los buenos momentos que él vivió primero.
Ese amigo también te regala la imagen que tiene de vos. Tanto si te da una novela de aventuras como el último best-seller de autoayuda, o las obras completas de Dostoievsky en cuatro tomos, o una colección de recetas de cocina, te está diciendo: “Así te veo”. Y será sincero. Y si te hace sentir mal al menos no será, como con la ropa, por tus kilos de más.
Y quizás ese libro también se convierta, igual que el reloj del “Preámbulo”, en algo que es tuyo aunque no sea tu cuerpo, un nuevo pedazo frágil y precario de vos mismo. Con la diferencia aquella de la que nos advirtió Borges: el libro es mucho más asombroso que cualquiera de los demás instrumentos creados por el ser humano, porque no es una extensión del cuerpo —como un bracito desesperado que marca la hora colgado de la muñeca— sino de la memoria y de la imaginación.
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Así que ya saben: no hay mejor regalo que un libro. También tiene sus riesgos, como cualquier otro regalo, pero sus beneficios son múltiples. Yo, por lo menos, siempre que puedo regalo libros. Y gustoso me dejo regalar a todos los libros que dispongan los Reyes Magos, Papá Noel y cualquier otro ser generoso que ande por ahí, aunque solo aparezcan una vez al año.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.