“Cuando me muera, me publicarán hasta los calcetines”, sentenció célebremente Pablo Neruda. No deja de ser aterradora la idea de que, una vez desaparecido, los estudiosos, amigos o admiradores de un escritor se dispongan a ordenar sus papeles dispersos para una futura publicación. La importancia de ciertos autores hace pensar, sin embargo, en la necesidad de reunir textos que alumbren, aunque sea tangencialmente, su obra. En el caso de Roberto Bolaño (1953-2003), sin duda una de las voces más poderosas de la literatura en nuestro idioma de las últimas décadas, la publicación de Entre paréntesis colección de ensayos, artículos y discursos redactados entre 1998 y 2003 se antojaba una inmejorable oportunidad para acercarse a una de sus facetas menos conocidas: la del escritor que reflexiona sobre su oficio. Por desgracia, aunque cobija algunas piezas extraordinarias, el volumen es mayoritariamente decepcionante.
En pocos autores es posible ver con tal claridad una disposición narrativa que, en su insólita naturalidad, se vuelve feroz. Cada vez que Bolaño toma el cauce del relato, sus textos alzan el vuelo, a veces logrando alturas espectaculares. A la inversa, cuando se interna en territorios reflexivos, cuando actúa como digresor, su discurso muestra evidentes limitaciones. El crítico Ignacio Echevarría, encargado de la edición de Entre paréntesis, escribe en su presentación que “Bolaño fue, antes que nada y sobre todo, un poeta”. En realidad, ésa es la manera en que su amigo se veía a sí mismo, pero las evidencias lo desmienten. El autor de Amuleto fue y acuño esta frase emulándolo un estupendo poeta menor, cuyos versos eran casi siempre narrativos. Bolaño fue, antes que nada y sobre todo, un narrador. Si algún aporte tiene este libro póstumo es demostrar ese aserto prácticamente en cada página. En última instancia, cualquier escritor de primer orden es poeta, hacedor, y más vale que a estas alturas ya hayamos comprendido que la prosa es un vehículo tan vivo como el verso a la hora de crear intensidad poética.
La organización que Echevarría hace de los materiales es la mejor posible, pues los agrupa en función de sus intenciones y destino, permitiéndonos dilucidar la manera en que Bolaño encaraba cada situación. De ese modo, luego de un magistral “Autorretrato”, nos topamos con el primer apartado, “Tres discursos insufribles”. “Derivas de la pesada” muestra paralelamente el talento de polemista y las taras críticas del escritor chileno. En una nueva incursión por los territorios de la literatura argentina, revisa los que, según él, son los caminos más visibles que ésta ha tomado después de Borges. Sólo el ritmo de la prosa y la hilaridad salvan a este texto de su abrumador ánimo arbitrario: una importancia desmedida es dada a escritores que, comparados con algunas ausencias imperdonables hablo concretamente de Juan José Saer y Fogwill, son pálidas sombras. Por el contrario, el “Discurso de Caracas” leído en la capital venezolana cuando recibió el premio Rómulo Gallegos por Los detectives salvajes es una joya: ahí está el mejor Bolaño, el que, con una mezcla de visceralidad, nostalgia y humor, homenajea a una generación de latinoamericanos aniquilada en su intento de alcanzar la utopía. “Literatura y exilio”, por último, muestra una insólita y admirable habilidad para irse por las ramas.
Los textos agrupados en “Fragmentos de un regreso al país natal” desconciertan porque Chile, “el país pasillo”, es más vívido en las ficciones bolañianas que en las crónicas donde describe la experiencia del retorno. La literatura de Bolaño se nutre de una nostalgia que, transformada en material narrativo, cubre con una pátina mítica cuanto aborda. Aunque sus artículos no están exentos de pasajes memorables, es evidente que se encuentran más a gusto en los mundos fantasmagóricos del recuerdo que en la pavorosa densidad del presente.
“Entre paréntesis” es la parte medular del libro y recoge las columnas que Bolaño escribía semanalmente para el Diari de Girona, de España, y el periódico santiagueño Las Últimas Noticias. La diversidad de lo reunido hace que encontremos aquí algunas de sus mejores páginas, pero también las peores. Son entrañables las crónicas de Blanes, la pequeña localidad mediterránea en la que habitó las últimas décadas de su vida. Y algunas postales narrativas tienen, de hecho, el nivel de sus cuentos. Cuando Bolaño relata anécdotas de panaderos y libreros, de playa y verano, sus textos alcanzan la intensidad fulgurante que lo convirtió en uno de nuestros prosistas mayores. El problema surge cuando habla de libros y escritores: dispensa aplausos con una facilidad pasmosa. Era un buen amigo y un mal crítico. Para no indignar, evitaré enlistar a los autores que coloca, casi siempre, entre los cuatro o cinco mejores de la lengua. Bolaño leía visceralmente, lo que hace que sus notas literarias sean, casi siempre, repetitivas y banales: comienza con alguna anécdota personal, pasa a glosar la trama de los libros y el carácter de los personajes, termina con un elogio.
A Entre paréntesis, a pesar de todo, lo justifican ciertos textos, sobre todo los contenidos en “Escenarios”, reunión de crónicas de viajes y relatos entre los que se cuenta el excepcional “Playa”, y “El bibliotecario valiente”, que cobija las mejores páginas críticas de Bolaño: cuando se proponía abordar en serio un tema, cuando no había más motor que el placer de la lectura, podía convertirse en un ensayista agudo. Sus textos sobre Mark Twain, Jorge Luis Borges y J. Rodolfo Wilcock son, sencillamente, extraordinarios, sobre todo porque revelan las influencias que mezcló hasta hacer irreconocibles. Twain está en Los detectives salvajes, Borges y Wilcock en La literatura nazi en América.
Al final, quedan los apuntes de “Un narrador en la intimidad” y la resonancia de la palabra más usada en el libro: valentía. En casi todos los autores que admiraba, Bolaño resaltaba el valor. ¿A qué atribuir esta obsesión? ¿A su propia actitud? ¿Al coraje de escribir a contrarreloj, consciente de la inminencia de lo peor? Sí, a eso. –
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