Poesía invariable

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Silvia Baron Supervielle

Al margen

Edición de Eduardo Berti, traducciones de Silvia Baron Supervielle, Eduardo Berti,

Axel Gasquet, Vivian Lofiego y Diego Vecchio

Buenos Aires,

Adriana Hidalgo editora, 2013, 1000 pp.

Silvia Baron Supervielle (Buenos Aires, 1934) forma parte de una larga tradición literaria: la que hace de la brevedad –y de la máxima condensación significativa, como quería Pound– el núcleo de su expresión. Esta corriente secular ha encontrado señalados practicantes en la literatura argentina, desde los aforismos líricos de Antonio Porchia hasta las sequedades místicas de Hugo Mujica o las luminosas miniaturas de Carlos Vitale, pasando por amplios trechos de la producción de Alejandra Pizarnik y Roberto Juarroz, discípulos ambos de Porchia. Una tradición que también ha encontrado cultivadores en la poesía francófona, como demuestran Edmond Jabès o Philippe Jaccottet, y que en la poesía española contemporánea ha adoptado las formas de la denominada “poesía del silencio”, cuyo principal valedor ha sido José Ángel Valente, si es que podemos confinar una poesía tan compleja como la suya en un marbete tan estricto. De hecho, la obra de Baron Supervielle, ahora reunida en Al margen –cuyo título coincide con el de la célebre novela de André Pieyre de Mandiargues, publicada en 1967–, presenta reconocibles semejanzas con esta lírica esencialista, de aromas místicos, que indaga tanto en la palabra como en la ausencia de la palabra, y que escruta ferozmente el vacío y la nada. Sus simpatías místicas asoman, no solo en el recogimiento y, a la vez, la exaltación de la intervención lingüística, sino también en reveladoras preferencias de la poeta, que ha traducido los versos de Santa Teresa de Ávila al francés. Arnaldo Calveyra, uno de los mejores poetas vivos de la lengua española, observa en su prólogo a El agua extraña (1993) que “el silencio que llevan [estos poemas] es la música callada que oyó San Juan de la Cruz” (y también, por cierto, Frederic Mompou). Singularmente, la depuración espiritualista de los poemas se conjuga, en Baron Supervielle, con una violenta presencia de la materia, con una policromía corporal y minuciosa, plasmada en vigorosas metáforas. El laconismo, conjugado con esta irrupción inmóvil, pero también fugaz, de las cosas, orientaliza muchos poemas: los acerca al haiku y a la literatura del tao, como ha señalado Eduardo Berti, el prologuista del volumen: “igual al sol/ de otoño/ que muere/ sin partir/ ni venir”, dice uno de los poemas de Lecturas del viento (1988). La intensidad de los ritmos –en algunos textos, la descomposición del sentido resulta en una suerte de punteo musical: “tal vez lejos de aquí/ de uno de esto de la noche…”, o “en esto o allá o la otra/ ribera nada está aquí/ y no es sino allí”, leemos en sendas piezas de Lecturas del viento– y las paradojas, que abundan, refuerzan la turgencia de las líneas y su impacto plástico.

Los poemas de Al margen presentan un elenco limitado de temas. Acuden, en primer lugar, a los elementos de la naturaleza, como la luz y sus infinitos avatares –son recurrentes el día y la noche, el cielo, las sombras y el sol, que es “negro” en algún poema, como sugirió Nerval–, y el agua –el río y, sobre todo, el mar: símbolos ambos del flujo y, simultáneamente, de la separación–. También menudea cuanto remite al espacio, atravesado por huellas y caminos, lo que no es aventurado suponer inspirado por la experiencia de la emigración, geográfica y lingüística, de su autora. Finalmente, el silencio y el vacío, integrantes de una continua reflexión metapoética –que se materializa, con frecuencia, en los motivos de la tinta y el papel–, protagonizan asimismo no pocos poemas.

Silvia Baron Supervielle ha realizado un viaje singular desde su castellano materno al francés, que es desde 1961, cuando se estableció en París, el idioma en el que escribe su poesía. Un viaje no exento de turbiedades, que se reflejan en algún dicterio hispanófobo (“No nos gustaba [sic] mucho España ni los escritores españoles”) o en categorizaciones lingüísticas impropias de alguien cuya herramienta es, precisamente, el lenguaje: “este sentimiento [de dulzura, de hondura] no aparece en español, porque esa lengua es menos maleable, más estridente y de repeticiones más visibles. El poema se desvanece si no se emplean palabra sonoras…”. En el prólogo de Eduardo Berti se recogen unas iluminadoras manifestaciones de Baron Supervielle sobre la importancia que tuvo el idioma adoptado para la configuración de su estilo: “Mis poemas anteriores [escritos en español] se alargaban y recurrían con frecuencia a la rima; los nuevos, en francés, eran breves, concisos, casi signos, acaso porque el desconocimiento del idioma me causaba temor y establecía una zona descampada, un balbuceo. Recuerdo que me propuse escribir como quien hace una naturaleza muerta, como quien se limita a retratar una flor o una manzana.” Esa era la forma de escribir –añade la propia Baron Supervielle en su prefacio a la edición– “que me convenía y que me recreaba”: se reconocía “en el despojamiento, la desorientación y la distancia entre la lengua y yo”. Es, ciertamente, un descubrimiento fundamental, pero también, en el caso de la escritora argentina, un descubrimiento único. Su poesía, aferrada a esa fórmula cautelosa, acaso desolada, no ha evolucionado: el primer poema de su libro inaugural, Las ventanas (1977), puede permutarse con el último de su volumen publicado más reciente, Alrededor del vacío (2008), sin alteración discernible. Los poemas son breves escenas objetuales o, en efecto, como quiere su autora, naturalezas muertas: muchos, impersonales; casi todos, intercambiables. Algunos rasgos estilísticos, como el uso de verbos en infinitivo o la ausencia inexorable de signos de puntuación, potencian su uniformidad, los automatizan: les sustraen el dinamismo y la aventura –el riesgo– que supone la subordinación y el acoplamiento, esto es, la construcción, y no la mera adyacencia. Las composiciones de Al margen se suceden como el goteo de un grifo, siempre iguales, monocordes, con una regularidad que puede llegar a hacerse exasperante: minimalismo mecánico. Gracias al indudable brío expresivo de su autora, algunos brotan prietos, ceñidos, significantes, pero muchos otros resultan otros anodinos, repetitivos, irrelevantes. Borges, que algo sabía de la concisión, nos previno contra “la charlatanería de la brevedad”, y su admonición debería precaver, sobre todo, a quienes abominan de la palabrería.

Un capítulo aparte merece el catálogo de errores, erratas y galicismos que aquejan al volumen, que habría necesitado de un trabajo editorial diligente, ajeno a la autora. El francés afin que no se traduce como “afin de que” ni “a fin que”, sino “a fin de que” o, mejor, “para que”; “destroce” se escribe con c, no con z; “huido” y “diluido” no llevan tilde; los pronombres posesivos son innecesarios, y deben ser sustituidos por los determinantes, cuando ya disponemos de toda la información gramatical sobre el sujeto y el objeto de la oración: “la sombra/ construye el edificio/ y cuando pierde su cabeza/ sus piernas…”: ¿qué cabeza o piernas podría perder la sombra, excepto las suyas?; nadie se “prepara/ a la última/ carrera”, sino “para la última carrera”; el “cómo” que traduce comment lleva acento; los retratos no “se conversan”, sino que “conversan” o “se hablan”; la ausencia tampoco “asola la atmósfera”, sino que la “asuela”; el même francés con valor prepositivo no debe traducirse por “mismo”, sino por “incluso”: “mismo encerrada/ en la caja encerrada…”; plus hors de soi que les vagues no se traduce como “más fuera de sí como las olas”, sino “más fuera de sí que las olas”; el tiempo futuro en las oraciones subordinadas temporales en francés ha de traducirse en subjuntivo en castellano: “cuando haya partido”, no “cuando habré partido”; el régimen preposicional del verbo “confiar” exige “en”, y, por lo tanto, no procede “confiada que el recuerdo”, sino “confiada en que el recuerdo”; el verbo “tambalear” es pronominal: debe ser, pues, “la luz se tambalea”, y no “la luz tambalea”; “aroma” –si es un perfume y no la flor del aromo– es masculino: no “la aroma”, sino “el aroma”; y la carne no “sosega/ el incendio/ del alma”, sino que lo “sosiega”. ~

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(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).


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