Revisión de Anáhuac

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Héctor Toledano

La casa de K

México, Mondadori, 2013, 256 pp.

Antes de introducirnos o de situarnos en la escena del crimen, porque lo que leemos es una novela negra, el narrador de La Casa de K, segunda entrega narrativa de Héctor Toledano (ciudad de México, 1962), hace una reflexión que es el germinado, y acaso la traducción aterrizada o puesta en acción, de una primera cita-aforismo de Baltasar Gracián y que contiene en sí la semilla del oficio narrativo y la prudencia existencial. Allí donde Gracián dice “la alternación de contrariedades hermosea el mundo y le sustenta”, el narrador de La Casa de K se explaya en una digresión digna del arranque de una novela de Javier Marías: “Hay cosas que deben decirse. El problema es cómo decirlas. No se puede decir todo sobre algo y no se puede decir de un solo golpe, cómo fue vivirlo junto en un instante a través de los sentidos. Está además lo que no sabemos y nunca llegaremos a saber, lo que sabiendo nos negamos a aceptar y lo que aun cuando logremos descubrir somos incapaces de reconocer. Así que se trata de elegir y separar y acomodar en una larga línea en donde cada detalle irá viendo la luz conforme le llegue su turno.”

La reflexión no termina allí: prosigue algunas líneas más –en las que se habla, en suma, del derrotero de las palabras una vez dichas– antes de desembocar en el comienzo real de la novela: el descubrimiento de una mujer joven y muerta y desechada sobre una cama destendida. El narrador de La Casa de K –patiño de usos múltiples de uno de los tres grandes corporativos que mandan sobre una futurista pero muy familiar y abigarrada ciudad de México– inicia entonces una pesquisa en compañía de otro colega de su condición, con el cual mantiene la relación de competencia laboral, cuyo designio es trepar con la ilusión de alcanzar el último piso, allí adonde el amo reside y manda y despeña a todo aquel que ha llegado a sus pies y, cumplida su misión, no le sirve más. Es así que nuestro elocuente narrador entra en escena y comienza a buscar pistas alrededor del cadáver, reflejo de su mancuerna que hará lo mismo que él: encontrar algo y fingir que halló nada, punto de partida de una carrera cuya meta es clara pero su camino difuso.

Al nivel del suelo, el narrador de La Casa de K y su contraparte o némesis –ambos detectives amateurs y lacayos del mismo señor feudal– se meten zancadillas a lo largo de una caótica investigación. En las alturas, que los antes citados nunca alcanzarán aunque de pronto las visiten, los tres amos que someten ciudad y ciudadanos a su designio mantendrán una relación no muy distinta de aquella que sostienen los tres continentes en guerra perenne de 1984 de George Orwell, novela que comparte su sino distópico con la de Toledano. Siempre habrá, pues, un par de aliados en guerra con un enemigo común, luego variable, como las tres bolas de un juego de billar cuyas reglas son claras y en cuya mesa no hay buchacas: ninguno de ellos se ahogará o caerá o desaparecerá, si bien el impacto que tengan unos contra los otros repercutirá sobre la pelusa que oprimen y sobre la que ruedan y se deslizan sin mayores obstáculos que sortear más que ellos mismos.

Conforme avanza la narración, pronto entenderemos que tanto la identidad de la chica muerta como aquella de su asesino son en realidad irrelevantes, una mera cortina de humo mediático tras la cual se ocultan K, J y S, así como sus vástagos, miembros de una alta sociedad que, de manera inevitable, convivirá y se divertirá a expensas de la ralea en ascenso a la que pertenecen el narrador de La Casa de K y su amigo-enemigo, así como una serie de personajes que orbitan a los tres astros que los dominan. Más allá de la trama, del crimen por resolver y de sus personajes, el protagonista ulterior de la narración trazada por Toledano no es otro sino la propia ciudad de México, como ocurre en El complot mongol (1969) de Rafael Bernal. Pero allí donde Toledano nos sitúa en el futuro de una urbe sobre la cual se alzan varios pisos de supervías de paga, encima de la grisura que aplastan o velan, Bernal nos lleva, una y otra vez, al pasado del cual fuimos habitantes, un escenario a la vez familiar y desaparecido, solo perdurable gracias a la pluma del narrador.

Así como hiciera en su ópera prima, Las puertas del reino (2005), Toledano traslada una problemática actual a un futuro cercano o lejano, posible o imaginado, en un eficiente ejercicio de prospectiva matizado por los atributos de la ficción. Mientras que en su primera novela todo es orgánico y, hasta cierto punto, renacido luego de que la ciudad de México regresó a su inundado y pretecnológico estado original, en su más reciente obra imperan la dureza del concreto y la abundancia del polvo, es decir, ese detritus que flota en la atmósfera antes de convertirse en la pátina y el códice del tiempo, cuyos jeroglíficos originarios son descifrados por Toledano a la par de la acción que se desenvuelve en sus logradas narraciones. Y es que, como quiere Gracián y, a su vez, como nos explica el narrador de La Casa de K en su reflexión inicial, “las palabras echan a andar por su cuenta, van construyendo su realidad de palabras, mentirosa y hueca, insuficiente y torcida, y sin embargo la única capaz de sobrevivir en el tiempo, de transmitir lo vivido a los demás y permitirnos seguirlo viviendo al interior de nosotros mismos”.

Lo mismo que en Las puertas del reino, el narrador de La Casa de K descubrirá algo más que los motivos y los efectos del asesinato de la chica muerta: la quintaesencia de su origen y la naturaleza de su carácter, descubrimiento que en el primer caso se hace de manera morosa y sanamente densa, mientras que en el último ocurre a la par de una prosa que fluye a una velocidad que apenas se siente y que es el resultado de un dominio narrativo alcanzado y que encontramos en narradores afines como el extrañado Jorge Ibargüengoitia y el pujante Antonio Ortuño y en obras como Dos crímenes y La señora Rojo, respectivamente, aunque en el caso de Toledano hay una mística que, en su apelación al futuro y sus paraísos artificiales, también nos remite a la visionaria obra de Philip K. Dick, lo cual no es poca cosa y debe decirse. ~

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David Miklos (San Antonio, Texas, 1970) es escritor y editor. Dirige la revista de historia internacional Istor de la División de Historia del CIDE, en donde se desempeña como profesor asociado y coordinador del Seminario de Historia y Ficción. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 2008. Es autor de los libros La piel muerta, La gente extraña, La hermana falsa, La vida en Trieste, Brama, El abrazo de Cthulhu, No tendrás rostro, Dorada, Miramar y La pampa imposible.


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