Un episodio en la vida del pintor viajero y Los dos payasos, de César Aira

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AIRA EN EL VACÍOCésar Aira, Un episodio en la vida del pintor viajero, Era, México, 2001.César Aira, Los dos payasos, Era, México, 2001.Está en Cervantes y en la tradición, que son casi lo mismo, pero la narrativa no tiene por qué ser ejemplar. Aun así, enfrentarse a un relato que quiere mostrarse vacío de contenido siempre es desconcertante y revitalizador. En los libros de César Aira (Coronel Pringles, Argentina, 1949) lo que se ve no es ni una sabiduría vital, ni una conceptualización del mundo, ni un despliegue ideal; de ahí que su fortuna sea tan difícil de caracterizar: es un raro genuino.
     La obra de Aira —con la de otro puñado de nuestros contemporáneos: Bellatin en México, Vila-Matas en España, Juan Antonio Ponte en Cuba— es prueba de que al pacto vigesémico entre la novedad y el arte todavía le resta vigencia. En las páginas preliminares de La costurera y el viento, de principios de la década de los noventa (Joaquín Mortiz, 1995), el autor le dedicó una meditación a los motivos de las letras: "Si he escrito —dice— es para interponer el olvido entre mi vida y yo. Ahí tuve éxito. Cuando aparece un recuerdo no trae nada, sólo la combinatoria de sí mismo con sus restos negativos." Frente a las novelas cortas del autor estamos desprovistos de herramientas fáciles de juicio, porque las historias que cuenta están obstinadas en carecer de lógica o sentido fuera de sí mismas y la gimnasia narrativa que buscan: "Si ahora escribo en los cafés de París La costurera y el viento, como me he propuesto —sigue—, es para acelerar el proceso. ¿Qué proceso? Uno que no tiene nombre, ni forma, ni contenido. Ni resultados. Si me ayuda a sobrevivir lo hará como lo habrá podido hacer un pequeño enigma, una adivinanza." Hay una admirable confesión de vértigo en las afirmaciones anteriores. Sentarse a contar y a atender lo contado es un ejercicio elemental para el que sobran los demás pretextos: una historia es el saldo de una consciencia, y nada más.
     Desde que a mediados de la década pasada apareció en México el extraño Cómo me hice monja (Joaquín Mortiz, 1995), Aira se convirtió en una lectura de culto, en parte porque la pureza de su vocación —contar porque sí— lo hace un escritor para escritores, y en parte porque conseguir un libro suyo tiene algo de hazañoso: se lo lee en volúmenes gastados por el paso de mano en mano o gracias a ese horror igualitario que son las fotocopias —la prueba irrefutable de que, en nuestro medio, los lectores viven en un mundo y los editores en otro. Por estos días, Era se ha propuesto sanar el vacío con algunas de entre las decenas de narraciones breves publicadas por el autor en la Argentina. Un episodio en la vida del pintor viajero (Beatriz Viterbo, 2000; Era 2001), y Los dos payasos (Beatriz Viterbo, 1995; Era, 2001) son las primeras.
     En Un episodio en la vida del pintor viajero, Aira relata el paso por la pampa del naturalista ausburgués Johan Mortiz Rugendas, que registró durante la primera mitad del siglo xix, en miles de dibujos, óleos y acuarelas, los paisajes geológicos, biológicos y humanos de Chile, Perú, México, Haití, Brasil y Argentina. Mientras recorría la llanura descomunal que separa Mendoza de Buenos Aires, Rugendas fue literalmente partido por un rayo, cosa que lo convirtió —cultor apasionado de la belleza torturada de América— en un monstruo.
     Puesto a interpretar, un lector esforzado podría leer en el libro alguna clase de reflexión sarmentina sobre los vínculos entre horror y paisaje en la historia tumultuosa del país austral, pero Aira ha cancelado voluntariamente todos los espacios que podrían permitir la abstracción: el libro sucede en varios planos que se conectan mediante sugerencias —la naturaleza y el arte, la monstruosidad y la belleza, la derrota del cuerpo y la imposibilidad de contener a los indios en la nación recién fundada— y que nunca terminan de cuajar en una moraleja. Al final de la novela —de verdad trepidante—, el lector se queda seguro de que se le escapó una clave: la adivinanza que le permite a Aira seguir escribiendo y a nosotros leyéndolo. Pase lo que pase, la tradición permanece porque permite que alguien narre un momento inaugural, como el par de páginas memorables —y en plan de proclamarlo: envidiables— en las que se testifica, desde adentro, el espectáculo de la caída de un rayo.
     Los dos payasos es un libro totalmente distinto, más seco pero no por ello menos inquietante. Tal vez más duro —una novela para escritores—, por lo que tiene de escándalo técnico. Hay un circo, y mientras los monosabios arman la jaula del domador, un par de payasos entretiene al público con una rutina triste, tortuosa y predecible. Aira la cuenta completa, poniendo los acentos en lo absurdo de un humor que funciona por repetición, y al hacerlo la transforma —otra vez— en algo que parece una metáfora que acaso sea mejor no entender. La tensión acumulada en el chiste que se reitera sin sentido, hasta crispar al lector, exhibe lo ardiente que puede ser una narración despojada de abstracciones. El contenido de un relato es el acto de contar, y con eso basta.
     Aira no es —bendito Dios— ni un existencialista ni un minimalista, pero su radical falta de fe en la redención literaria lo coloca en la familia espiritual —Camus, Onetti, Carver— de los narradores que han respondido al vacío metafísico con los conmovedores atributos de su pura humanidad. El encanto que lo hace excéntrico estriba en que, entre sus armas, cuenta con un sentido del humor —a veces brutal, a veces finísimo— que levanta parodias aéreas donde, en tiempos más azotados, había culebrones. –

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