Una mujer en Berlín, de Anónima

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Hasta hace apenas una década, en Alemania era un tabú cuestionar abiertamente la cruel y probablemente inútil destrucción de ciudades monumentales como Dresde o Colonia por la aviación aliada durante la Segunda Guerra Mundial. Oficialmente había que considerar semejantes acciones como males necesarios para liberar del nazismo a la propia Alemania y a Europa, y ello a despecho de los cientos de miles de víctimas civiles que perecieron en los bombardeos y de los cientos de miles que perdieron sus hogares; del mismo modo se justificarían también poco después las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki: fueron necesarias para terminar la guerra con Japón. Hoy se cuestiona si no cabría hablar más bien en ambos casos de “crímenes de guerra”.
     Pero junto al tabú de los bombardeos aliados y sus nefastas consecuencias para bienes y personas subsiste otro tabú un tanto más difícil de vencer: el espinoso tema de las violaciones masivas de mujeres y niñas alemanas por los soldados del Ejército Rojo durante la denominada “liberación” de Prusia Oriental y la toma de Berlín, en el invierno y la primavera de 1945. Libros como El incendio, del alemán Jörg Friedrich, o Berlín. La caída: 1945, del británico Anthony Beevor (ambos en Editorial Crítica), recientes éxitos de ventas en toda Europa después de su enorme impacto en Alemania, deben su calurosa acogida a que se han atrevido a tratar abiertamente y con mirada histórica tanto el bombardeo de las ciudades alemanas como las proezas sexuales del Ejército Rojo en territorio alemán conquistado, tema este último en el que Beevor hace un necesario hincapié.
     En efecto, en la detallada narración de los avances del ejército de Stalin hacia Berlín, el autor de La caída no omite la referencia al miedo cerval de los civiles y, sobre todo, de la población femenina frente a la llegada de los rusos. Aparte de asesinar a cualquier varón que les opusiera la más mínima resistencia, la violación de toda mujer o niña que tenía la desgracia de toparse con ellos era operación obligada para esos guerreros sedientos de algo más que de sangre. Escaso fue el número de mujeres que escapó a las ansias amatorias de los miembros del Ejército Rojo, borrachos como cubas en la mayoría de los casos: los alemanes, en su retirada, les dejaban alcohol a discreción a fin de retardar el avance de un ejército de beodos. Pero las consecuencias del exceso etílico las pagaban las “perras fascistas”.
     Beevor no olvida aclarar que el Ejército Rojo tenía una deuda pendiente con la Wehrmacht alemana; los soldados de Hitler incendiaron, saquearon, violaron y asesinaron a conciencia cuando invadieron Rusia, en 1941. Así que el desafuero soviético fue excusado por muchas personas como un lógico acto de venganza. Los comisarios políticos estalinistas explotaron la sed de revancha de los soldados e impartieron consignas de odio que embravecieran a sus tropas: “Matad alemanes, odiad Alemania y todo lo alemán, matad cerdos fascistas”, etcétera. Así que, inflamados de odio, los alemanes y las alemanas carecían de valor para ellos: los superhombres se tornaron infrahumanos.
     La crueldad de los rusos con los civiles y, principalmente, aquellas violaciones en masa fueron la razón de que los alemanes prefirieran ser vencidos por los americanos o los ingleses antes que caer en manos de los soviéticos. El ejército americano o el inglés —salvo en casos aislados— jamás cayó en semejantes desmanes. Los rusos, en general más primitivos, incultos y abotargados por la ideología estalinista, excesivamente limitados en su visión del mundo, empobrecidos mayoritariamente por el comunismo, reprimidos sexualmente en un Estado que despreciaba el erotismo, se comportaban en la rica y civilizada Alemania como bestias desatadas; en cambio, los soldados de los ejércitos americano y británico, educados en Estados de arraigada tradición democrática, en los que la vida humana —al menos teóricamente— se valoraba por encima de cualquier otro bien, se comportaban con mayor fiabilidad en lo que se refiere al respeto físico del enemigo vencido. Esta es la idea que hoy prevalece entre los más prestigiosos historiadores; pero claro, no hay que olvidar que los americanos e ingleses mataban desde el aire con sus innumerables racimos de bombas incendiarias. De ahí que, como puede leerse en Una mujer en Berlín, el libro objeto de esta reseña, muchas alemanas hubieran acuñado un cáustico lema: “Mejor un ruso en la barriga que un americano en la cabeza”; esto es, mejor pasar por el trauma de la violación y vivir con semejante deshonra que perecer entre las ruinas de la propia casa con toda la familia.
     Este extraordinario testimonio, rescatado en Alemania por Hans Magnus Enzesberger para su serie de obras curiosas Die andere Bibliothek (La otra biblioteca), es el diario de una sobreviviente, de una mujer alemana, soltera, de 33 años, culta e inteligente, cosmopolita y curiosa, a la que el destino pilló en la capital del Reich mientras trabajaba en una editorial. Desde el 20 de abril hasta el 22 de junio de 1945 anotó casi a diario sus peripecias y las de sus conocidos y vecinos durante los días que siguieron a la conquista de Berlín por los rusos.
     El relato es muy fluido, de enorme intensidad y tensión dramática. Los primeros días, escondidos en el sótano, y luego, ya habitando en sus pisos destrozados, sin luz eléctrica ni agua corriente, un pequeño grupo de berlineses (quedaban aún vivos alrededor de cuatro millones de civiles, escondidos o dispersos entre las ruinas), compuesto por un puñado de atemorizados varones y una decena de mujeres de diversas edades, tiene que soportar la presencia de los vencedores rusos, pesados moscardones que contemplan a toda mujer como botín de guerra.
     Según este relato, los soldados soviéticos, ya saciados de sangre, después de intensos meses de desmanes y batallas, no se muestran especialmente agresivos con los cavernícolas civiles a su llegada a un Berlín despanzurrado, pero sí extraordinariamente lascivos en lo que respecta a las alemanas. Además del hambre y la muerte de sus allegados, las mujeres tienen que cargar también con la violación. El “aquí te pillo aquí te violo” —la expresión es de la autora— es algo a lo que se exponen casi en cuanto salen a la luz e incluso por las noches en los pisos de puertas débiles y mal atrancadas; de ahí que la mayor parte de ellas prefiera permanecer escondida en lúgubres nichos o elevadas buhardillas. Aunque hay otras formas de violación más sutiles y la brutalidad del principio va adoptando formas más llevaderas: al cabo de unos días los rusos toman “novias” y se “enamoran” de una mujer concreta a la que convierten en su amante obligada. Ésta gana el favor del enemigo y gracias a ello puede proteger a sus conocidos así como recibir alimentos. Si las elegidas no ceden, ponen en peligro a todos cuantos se refugian junto a ellas.
     Finalmente, como la violación resulta ser una especie de plaga colectiva que sólo las afecta a ellas, las mujeres terminan por sobrellevar su desgracia con resignación. Ello las une y las solidariza entre sí y su unidad excluye a los derrotados varones alemanes, impotentes ante la vehemencia de los rusos. De manera que, en semejantes circunstancias, fue el “sexo débil” el que tuvo que transformarse en fuerte: “Una y otra vez voy notando en estos días cómo se transforma mi percepción de los hombres, la percepción que tenemos todas las mujeres en relación con los hombres. Nos dan pena, nos parecen tan pobres, tan débiles, el sexo debilucho”.
      La autora de Una mujer en Berlín tampoco escapa al destino femenino común. En cuanto llegan los rusos, varios soldados la someten en repetidas ocasiones a “eso” (así se refieren las mujeres a un asunto que al principio tratan con pudor y del que terminarán hablando abiertamente con todo el que pueda escucharlas). Como tiene algunas nociones de ruso —la despabilada joven había viajado también a Rusia por motivos de trabajo— también las aprovecha: así que con sus chapurreos hace de intermediaria entre los vecinos y los vencedores, evita alguno que otro abuso mortal y logra ganarse algo de respeto. También ella se busca un protector, uno que sea fuerte entre la horda y la defienda de las violaciones indiscriminadas. Así que, como tantas mujeres, terminará convertida en presa voluntaria y en botín exclusivo de algunos oficiales que la tratan con menos desprecio del habitual. “Cama por comida” y “cama por protección” fueron tratos comunes entre vencedores y vencidas. Y es que, a la larga, el hambre pesaría más que la humillación. Pero las mujeres terminan por hacer de la necesidad, virtud. Los antiguos principios, la moral, el pudor, todo lo han deshecho las bombas, unas situaciones extremas propiciadas por la muerte desquiciadora modifican y acuñan la nueva ética ocasional de las sobrevivientes.
     Por lo demás, las mujeres sobreviven y olvidan; y, a su modo, algunas hasta se mofan y se aprovechan de los vencedores. La autora nos deja unas descripciones impagables de la necedad y la zafiedad de los rusos, simples bestias planas y aniñadas. De “hombría” carecen totalmente. Más bien parecen torpes chiquillos sueltos en una tienda de juguetes. Berlín entero es una cueva de Alí Babá que esconde tesoros sin cuento: mujeres, ropa, relojes… Estos últimos los lucen a pares o a docenas mientras se pavonean enseñándolos a todo el mundo e incluso se los roban entre sí.
     Poco a poco, después de que los oficiales o los soldados de mayor rango hayan dejado muy claros cuáles son sus respectivos “cotos de cama” —otra acertada expresión de la autora—, la protagonista comienza una vida algo más segura. Los días pasan y sus oficiales la mantienen, asegurando también la supervivencia de sus vecinos. Finalmente, después de casi un mes de incertidumbres y penalidades, la situación en el Berlín conquistado se hace menos peligrosa. Un atisbo de normalidad asoma entre las ruinas. Se llama a los cavernícolas a la limpieza de escombros, y las mujeres y chicas jóvenes pueden volver a salir a las calles con relativa seguridad. Hasta se establecen controles sanitarios para revisar y asesorar a las violadas. Y muchas de ellas hacen chistes respecto de las situaciones más traumáticas. Un acre humor negro alivia las consecuencias de la desgracia y da paso, en definitiva, a la excitación de los sobrevivientes, fruto de la vida que continúa y que, de manera consciente o inconsciente, pugnará por sepultar en lo más hondo de la memoria las negras nubes del pasado.
     Precisamente este tipo de humor e ironía consiguen que unos hechos tan incómodos, una historia desagradable y tan triste como ésta atrape al lector y termine seduciéndolo: como siempre, será la fortaleza humana la que venza a la necedad, la valentía del individuo aislado la que quede por encima del colectivismo abstruso.
     Una mujer en Berlín no agradó en Alemania cuando se publicó por primera vez en 1957 (poco antes, en 1954, había aparecido en versión inglesa, y, enseguida, el libro fue traducido a varios idiomas más, entre ellos el español). Los hombres alemanes se sintieron incómodos, y también muchas mujeres. El relato aireaba aquello que era mejor mantener oculto, por pudor y vergüenza. Los varones habían hecho la guerra —su guerra— y todo el mundo había salido perdiendo, las mujeres de aquella manera. La credibilidad y el culto a la jactanciosa “virilidad” de los machos alemanes quedaban seriamente dañadas. Pero no sólo eso, al entender de muchos lectores, es la “virilidad” de todos los varones en general la que después del relato no levanta cabeza. Frente a los hombres, inconscientes y guerreros, se alza más poderoso el pragmatismo y hasta el sentido común de las mujeres: éstas demostraron poseer más capacidad de resistencia, ser quizás más “aptas para la vida” en circunstancias no convencionales. “Anónima” afirma en determinado momento: “Tengo la sensación de que estoy bien pertrechada para la vida”. Esa sensación podían tenerla también la mayoría de las mujeres que supieron sobrevivir a aquella tragedia. Pero la opinión pública, hipócrita casi siempre, no se lo perdonaba a la autora, e incluso se le reprochó su “desvergüenza” y frivolidad al tratar del tema tabú. Lo mismo hicieron muchos hombres al regresar de la guerra y enfrentarse con sus hembras violadas: prefirieron ignorar los hechos y el sufrimiento de sus mujeres, no saber, no sentir, no pensar. Era mejor olvidar por el bien de todos, y de repente aquel libro se empeñaba en recordar.
     Hay que elogiar la estupenda traducción, que capta tan notablemente la cantidad de matices de un relato escueto e irónico, tan sencillo y natural como el abierto y sereno carácter de la valiente autora. –

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(Cáceres, 1961) es traductor y ensayista. Ha escrito Martin Heidegger. El filósofo del ser (Edaf, 2005) y Schopenhauer. Vida del filósofo pesimista (Algaba, 2005). Este año se publicó su traducción


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