“Alicia” para niños, de Lewis Carroll
Ilustración: Manuel Vargas

“Alicia” para niños, de Lewis Carroll

En la primera entrega de Memorias de un leedor, una serie de ensayos autobiográfico-críticos sobre los libros leídos en la infancia, la adolescencia y la juventud, una lectura que estará siempre asociada a la voz materna.
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¿Cuántos años tengo? Cuatro o cinco, probablemente. Estoy acostado en mi cama en mi habitación: una cama blanca, infantil, que aún tiene una especie de barandales. La luz es amarilla y la cortina es azul, con figuras de Plaza Sésamo: el Monstruo Comegalletas, Beto y Enrique, Abelardo. Estoy a la expectativa, aguardando ansiosamente el momento que no tarda en llegar. Mi madre entra al cuarto y, casi retóricamente, pregunta:

–¿Qué cuento quieres que te lea?

Ambos sabemos la respuesta:

Alicia.

–¿Otra vez Alicia? –replica ella débilmente.

En realidad, no siempre pido Alicia; muchas veces, por ejemplo, respondo: “Hércules”, o sea, un resumen de sus trabajos incluido en El libro de oro de los niños, una serie de libros rojos de pasta dura. Había en ellos muchos otros relatos, supongo, pero a mí solo me interesaba el de Hércules. El héroe de la mitología griega y la niña de Lewis Carroll se repartieron la mayoría de mis noches infantiles (luego se agregarían otros personajes, como el exótico Rey Mono de la literatura china, en un libro que me temo he perdido). Sin embargo, mi favorita, sin duda, es Alicia. Nunca me canso de ella.

No me leen la novela completa, sino una versión abreviada. De ahí el título: “Alicia” para niños, traducción –apenas ahora me entero, viendo la página legal– de The Nursery Alice, adaptación hecha por el propio Carroll. Es un libro grande, delgado, con las ilustraciones clásicas de Tenniel, aunque la portada es de E. Gertrude Thomson. En ella, a colores, se ve a Alicia dormida en un prado bajo un árbol con un libro abierto a un lado; atrás, sobre unas nubes que representan el mundo del sueño, aparecen la Falsa Tortuga, el Grifo, el Lechoncito, el Conejo Blanco y el Ratón; en la contraportada, con chaleco amarillo y chaqueta azul, la delirante Liebre de Marzo. El libro es de la editorial mexicana Promexa, 1982, veintiún mil ejemplares. La traducción –apenas ahora lo advierto también porque no era cosa en que me fijara entonces– es de un tal José Emilio Pacheco.

A los niños, ya se sabe, les gusta la repetición. El mismo libro, la misma película, la misma canción; un millón de veces, sin dar muestras de cansancio. Saben perfectamente lo que va a pasar, saben de memoria las frases y los diálogos. No se trata de la sorpresa. A un adulto puede parecerle aburrido, pero de hecho hay una profunda inteligencia estética y crítica en la actitud infantil de conocer una obra a fondo, integrarla por completo al propio ser, habitarla y ser habitado por ella. La orgullosa respuesta adulta frente a la invitación a un libro o una película –“ya lo leí”, “ya la vi”– desconcertaría a un niño. Si de veras te gustó, una vez no es suficiente.

¿Por qué me gustaba tanto Alicia? Creo que fue ella la que me ganó para la literatura fantástica y la que después me haría fascinarme con, digamos, Borges, Bioy Casares o Cortázar. El inicio, con la aparición intempestiva del Conejo Blanco, es para mí el inicio paradigmático de la aventura y, metafóricamente, de la aventura de leer: un conejo vestido, con chaleco y reloj, ojos rosados y mucha prisa. ¿Qué se puede hacer? Hay que ir tras él. Ahora pienso que toda mi vida de lector no ha sido otra cosa que la ininterrumpida persecución del Conejo Blanco.

En la historia se hace mucho énfasis en que Alicia está soñando, pero creo que el niño olvida eso pronto (yo, al menos, lo olvidaba). No estaba pensando: “esto es un sueño”. A Alicia le estaban ocurriendo efectivamente esas cosas. Ahora que releo el libro, más de treinta y cinco años después, me doy cuenta que constantemente se está haciendo referencia a las ilustraciones (“ahora mira el dibujo y descubrirás qué pasará…”). Recordaba muy bien cada una de ellas, pero no ese diálogo entre el texto y las imágenes. Mientras me leían, mi madre sentada en una silla al lado de la cama y yo acostado en ella, creo que, más que ver los dibujos, imaginaba.

El conejo que huía, la vertiginosa caída en la madriguera, el laberinto de las puertas, las botellas y los pasteles que dicen “Bébeme” y “Cómeme”, los cambios de tamaño… En menos de cinco páginas el niño está inmerso en un mundo absolutamente fantástico, pero coherente, creíble, que obedece a reglas internas propias. A diferencia de tanta literatura contemporánea dirigida a los niños, que subestima enormemente su inteligencia y de un didactismo bobalicón, la de Carroll es genuinamente afín a la imaginación infantil.

Una de las cosas más notables de Alicia en el País de las Maravillas, e incluso de esta “Alicia” para niños, son los episodios y los personajes que coquetean con la locura: “La carrera loca”, esa competencia sin ton ni son que los personajes llevan a cabo para secarse luego de quedar empapados en el Charco de Lágrimas; “La merienda loca”, en la que todos cambian de lugar, y, por supuesto, seres extravagantes y alucinados como la Oruga Azul (hoy, sobra decirlo, sería inconcebible que un personaje de un libro infantil apareciera fumando nada), el enigmático Gato de Cheshire o los de plano trastornados como el Sombrerero o la Liebre de Marzo. Hay algo vagamente perturbador en ellos y, sin embargo, todo queda exorcizado por la esencial inocencia de la historia. El mundo de Alicia es fundamentalmente un mundo en donde el mal no existe, ajeno a la noción del dolor y el pecado (Carroll, en sus breves textos críticos sobre su propia obra, insiste mucho en esto). La Reina, ordenando decapitar a medio mundo, pero a la que nadie hace caso, es solo un chiste.

Y luego están esos personajes extrañísimos, los que personalmente encontraba más fascinantes: el Pájaro Dodo y, sobre todo, el Grifo y la Falsa Tortuga, que parecen más salidos de un cuadro del Bosco que de un cuento para niños. Con el Grifo se podía estar más familiarizado por la mitología, pero ¿la Falsa Tortuga? Aquí las ilustraciones de Tenniel tenían un papel importantísimo pues, una vez vista, era imposible olvidar aquella creatura con caparazón de tortuga y cabeza y cola de ternera que, encima, lloraba desconsoladamente (¿por qué lloraba la Falsa Tortuga?). Ignoraba yo entonces que era una de las muchas bromas victorianas de Carroll: había en la época un guiso denominado sopa de falsa tortuga, hecho precisamente de cabeza y rabo de ternera. Tenniel, doblando el chiste de Carroll, creó un dibujo que mezclaba ambos animales.

Y está Alicia, por supuesto. Cuando tenía cuatro o cinco años no lo advertía, seguramente porque yo mismo estaba inmerso en el mundo que era el suyo. Nunca me pregunté por qué era así o qué representaba. Ahora pienso que Alicia –en su curiosidad, su audacia, su inocencia, su benevolencia, su amabilidad, su imaginación y, en suma, su felicidad– representa lo mejor de la infancia; lo mejor, digo, pues nunca he compartido esas visiones edénicas de la niñez, que también tiene sus aspectos oscuros. Creo que el propio Carroll lo veía así. Acabo de mencionar de pasada los textos que escribió sobre Alicia (dedicatorias o prefacios a distintas versiones). Son una lectura reveladora: prácticamente no hay uno solo que no hable de la muerte y que, por contraste con el universo de su obra, no mencione el pecado o el sufrimiento. Había en Carroll un lado melancólico y sombrío del que Alicia representa justamente la otra cara, alegre y luminosa.

El primer libro de estas Memorias de un leedor entonces, no es un libro que yo leyera, sino que me leían y yo escuchaba. No creo poder enfatizar lo suficiente la trascendencia de ese acto. Un niño al que leen historias y le gusta escucharlas, es muy probable que después quiera leerlas por su cuenta. Alicia, para mí, estará siempre asociada a la voz de mi madre, y es por eso que este primer capítulo está dedicado a ella.

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(Xalapa, 1976) es crítico literario.

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