Edwin Austin Abbey, Public domain, via Wikimedia Commons

Comedias chocarreras

Al contrario de la tradición clásica, hoy día es el vulgo el que protagoniza la tragedia, mientras que los nobles estelarizan las comedias más chocarreras.
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Aunque allá por los años del Siglo de Oro el teatro era un espectáculo popular, lo cierto es que algunos de sus autores más reconocidos aspiraban a agradar al público culto, no al popular. Refiriéndose a los epítetos de la comedia, Tirso de Molina escribió que era “sustento de los discretos”, así como “manjar de diversos precios que mata de hambre a los necios y satisface a los sabios”.

Cuando Hamlet sirve de portavoz a Shakespeare sobre la manera en que han de actuarse sus versos, dice: “Oh, it offends me to the soul to hear a robustious periwig-pated fellow tear a passion to tatters, to very rags, to split the ears of the groundlings, who for the most part are capable of nothing but inexplicable dumb shows and noise”.

En la traducción de Leandro Fernández de Moratín leemos: “A mí me desazona en extremo ver a un hombre, muy cubierta la cabeza con su cabellera, que a fuerza de gritos estropea los afectos que quiere exprimir, y rompe y desgarra los oídos del vulgo rudo; que sólo gusta de gesticulaciones insignificantes y de estrépito”.

Tibia la traducción cuando traduce “offends me to the soul” como “desazona en extremo”, pero luego toma osadía al pasar de “groundlings” a “vulgo rudo”. Shakespeare se refiere al público bajo, que paga poco y se halla de pie en el suelo de tierra, en el ground, frente al escenario.

Verdad es que también hace falta ese público para llenar los teatros y pagarse las habas. Con ironía, Ben Johnson les llamaba “the understanding gentlemen of the ground”. ¿Pero qué tanto había de ceder el autor o hasta dónde algún actor pondría de su propia cosecha para complacer al público de gusto ramplón? Para Fernández de Moratín, la escena de Hamlet en el cementerio no era sino material para esos groundlings. “Si parece extraño que los sepultureros hagan papel en una tragedia, más lo parecerá que un príncipe trame conversación con ellos, sufra sus necedades se divierta en revolver los huesos y moralizar sobre las calaveras. ¡Y qué imágenes amontona el autor! Horrendas, asquerosas, repugnantes, ridículas. ¡Y qué estilo tan ajeno del decoro trágico!”.

La tragedia era para hacernos penar con dioses, reyes, príncipes y nobles, no con sepultureros, cocineros, palafreneros y demás gente baja. Estos pertenecían a la comedia.

En su fábula del oso, la mona y el cerdo, Tomás de Iriarte advierte que “si el sabio no aprueba, ¡malo!, si el necio aplaude, ¡peor!”. No son años de ideas democráticas en las que manda una mayoría y el artista “se debe a su público”. Quizás por ahí navegaban las ideas de Adam Zagajewski cuando dijo, tras la caída del comunismo en Polonia: “La democracia no nos salvará de la vulgaridad”.

Al tenor de su siglo XV, el papa Baldassarre Cossa aseguró que nada había tan lejano a la verdad como “el dictamen del vulgo”. Muy distinto a la idea contemporánea de la sabiduría de las masas y el pueblo sabio; si bien esta sabiduría es para un ejercicio político o comercial, y no para uno literario. Por eso, aunque los literatos necesitan el aplauso, se entiende como virtud que no se busque el aplauso.

Un antiguo crítico de teatro señaló: “Buscar el aplauso halagando los más groseros instintos del público… es prostituir el arte sin prestar servicio alguno a la belleza”. Y otro: “Muchos de los que escriben para el teatro sostienen que es peligroso pretender encauzar el gusto del público, y que lo que se debe hacer es satisfacer sus caprichos… Los poetas que así piensan deben fijarse en lo que ocurre a los graciosos que, buscando el aplauso, acaban pareciendo payasos en vez de autores cómicos”.

Gaspar Melchor de Jovellanos proponía que el mal gusto triunfaba en el teatro en parte por la baja calidad de los actores. “La profesión histriónica… se ejerce en casi todo el reino por personas de ínfima extracción, sin cultura, sin educación y sin conocimientos algunos”. Además, los teatros están regenteados por personas “a quienes el interés y la avaricia gobierna enteramente”.

Pero así como he escrito lo anterior, hay textos de estos y otros grandes dramaturgos que dicen lo contrario, pues el arte está para violar, desconocer o erradicar sus reglas. El más conocido, seguramente es el Arte nuevo de hacer comedias, de Lope de Vega, en el que se divorcia del rigor clásico y expone un sacrilegio para los puristas:

y escribo por el arte que inventaron
los que el vulgar aplauso pretendieron;
porque, como las paga el vulgo, es justo
hablarle en necio para darle gusto.

Había que quitarse de encima la Poética de Aristóteles, que puso grilletes a los escritores durante varios siglos; y así escribió Bernardo Tasso, padre del más famoso Tasso: “Si Aristóteles naciera en esta era, y viese el graciosísimo poema del Ariosto, no sé si advirtiendo lo mucho que deleita, mudaría de opinión”. En su texto, Lope dice “sobre el consejo de Aristóteles” que “ya le perdimos el respeto”.

El empleo de la palabra “vulgo” en España se ha dado tradicionalmente para diferenciar a esa gente de los nobles. Con esto en la cabeza, otro crítico decimonónico se preguntaba: “¿Cuántos nobles hay que no saben más que el vulgo? Y si saben más, no por eso comprenden aquellas cosas que disponen el ánimo al deleite de la poesía”.

Al contrario de la tradición clásica, hoy día es el vulgo el que protagoniza la tragedia, mientras que los nobles estelarizan las comedias más chocarreras. ~

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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