I
Embozada en su velo de fotógrafo,
la montaña que mira hacia nuestra ciudad
enfocó el sol poniente, tiró del cordoncillo
y se encendieron todos los faroles.
Hago girar, cincuenta años después,
su crujiente muestrario de postales:
el faro, la silueta
de las balandras sobre el agua arrebolada.
Las estrellas perforan idénticas claveras
sobre Castries; repasan esos puntos
que tienen que enlazarse, raya a raya,
en un libro infantil, y que llenando
voy, de farol en farol, hasta La Place.
La noche con su aliento de ron blanco
anda conmigo a paso de sepelio,
la ciudad extendiendo. Bajo la lámpara de arco
del mercado la gente acosa con preguntas
a un orador. Un rostro se me queda mirando,
luego afloja su vista atornillada.
Aclamaciones. ¡La añeja farsa
del apretón de manos! Desde el promontorio,
brevemente encendiendo los ventosos pabilos
de negras uvas de la playa, el minutero
de la esfera luminosa
se para en el New Jerusalem Bar.
Pido un pomo de Old Oak.
La gente sigue ahora a otra estrella,
mas él, soltando un viejo chiste en patuá
y viendo bizco, destornilla la tapa
y luego gargariza la arenga del político.
Y yo, en un dos por tres,
me tuerzo de la risa.
Ayer, izaba a sus histéricos seguidores
con el anzuelo de su ceja; ahora, los gritos
son para el orador. En un rincón,
negras manos estampan fichas de dominó.
Enjugándonos húmedos ojos con húmedas manos,
padeciendo por todos los dementes
recuerdos que acompañan a los rones dobles,
nos separamos en oscura calle.
Yo, rumbo al negro promontorio de Vigie,
rumbo a los puntos salpicados
sobre sus quintas; él rumbo a una gloriosa
meada y un sueño. La luna llena
salió al final del camino,
acuñando de escamas la bahía:
moneda que, lanzada en otro tiempo al aire,
se quedó allá estancada, ni cara ni cruz.
A contraluz del claro de la luna,
igual que un negativo, el camino mostraría
los días en que anduve por él; yo le recito
a ese cero todo aquello en lo que creo.
Junto al aeropuerto, por sobre oscuras lápidas,
el seráfico rayo hace girar
su lanza blanca. Olas embozadas
extienden el encaje de sábanas de altar.
La risa de una chica surge de los arbustos,
al pie del camino. Un bohío iluminado. Tu candil,
Philomene, que adopta por pantalla
la tenue percalina de una Biblia abierta.
El claro de la luna, siempre joven,
cae sobre las tumbas; cortaplumas de yerba
graban distintas iniciales en pupitres
llenos de cicatrices que una vez fueron nuestros.
Mas él, aquel actor simpático…
¡malogrado en Correos! Pasado de rosca.
Superfluo personaje
suprimido del guión.
Fuera de un solo viaje al extranjero,
residió aquí durante cincuenta años. Cincuenta.
Se mueve con su isla, el aspa del faro
se hunde en la mar.
Así, cuando algún farol reverberaba
nuestro corro de niños disolviéndose,
¿no era la luna, rodada desde su nube,
el dado del cubilete
que lo mandaba a casa, a los ensueños
de un niño sobre una cama muy llena?
Esta noche me reí de la voz,
no de su gris cabeza trasroscada.
¿Algún tema celeste enlaza
puntos de dominó de esas estrellas
con las erguidas losas negras, puestas en fila
sobre la palma de la mano de aquellos jugadores?
El aparato de aire acondicionado
hiela mi habitación. Gotea. Su traqueteado zumbido
te excluye, Philomene, igual que a las estrellas
de tu horno de carbón. El calor del hogar.
Tan pronto como cesa su traqueteo,
el rompiente —o un delirio de palmeras—
silba. “Sufriste bajas. Suficientes.
No puedes abarcar a todas con los brazos”.
“Para atender mejor el oficio del verso,
arrodíllate; para el lienzo de la arena iluminado por la luna,
arrodíllate; para los cerros indiferentes al maleficio
de la luna que duermen con las ventanas abiertas, arrodíllate”.
“Duerme, duerme. Deja para mañana
el miedo a lo que pueda llover del cielo”.
No puedo, el aspa que todo lo nivela
alumbra algunos rostros que conocí.
La casa en que vivimos,
sin su veranda trenzada de enredaderas,
es ahora una imprenta; ni una hoja
se enroscará de nuevo a sus pilares.
II
Es la mañana. Sombra, larga de manos. Una puerta roja,
baldes desportillados bajo el caño
y, desde su testuz de bronce, el agua
entretejiéndose en blanco foete.
En un patio se inclinan unos jóvenes rastas.
Un gallo, inofensivo, se pavonea al sol.
Un tablón rojo, verde y amarillo cacarea su anuncio:
EL HOMBRE ES UNA BABILONIA.
Al mediodía, calle abajo, retorcida,
salen niños corriendo de la escuela, gritando.
Unos caen; los otros, desde su infierno de lámina de zinc,
seguirán el camino en línea recta.
Luego, hacia ese restallido
de una niñez que escala el viento,
los papalotes de las hojas del árbol del pan
se empinan desde el patio seco de mi mente.
Mientras la brisa arruga al mar,
sombreando la corteza del árbol del pan,
e ilumina de enero la bahía,
frente a La Toc.
III
A lo largo del día el espectro del farol va a dormirse,
como un actor. Una canción
prende sábanas contra una cuerda. Un barco blanco
lleva a otros a donde tienen un lugar propio,
mientras contemplo una gaviota que vuela al ras
corriendo contra su propio rechino, como una pinza
lanzada desde las canoas de postal de La Place
donde dieron comienzo los puntos que relleno,
y un vendedor sonríe: “¿Cincuenta? ¿Así
que amas más el hogar que la juventud?”
Es tenue su verdad, e indiscutible,
como la luna llena en pleno día. –— Versión de José Luis Rivas
Tomado de The Arkansas Testament,
Farrar & Strauss, 1987.