Gafas de verte

Como este año he viajado más que nunca, me digo, las gafas estas son la manera que ha encontrado mi inconsciente para avisarme de que hay que relajarse.
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Tenía que cambiar de gafas porque ya casi no veía con esos cristales, que estaban rayadísimos. Cuántas cosas me habían pasado desde mi anterior visita a la óptica. Tenía muchas ganas de hacerme las gafas nuevas, y por fin encontré un momento y fui a graduarme y a elegir una montura nueva. No me había aumentado la graduación ni un punto y no me hacían falta gafas de cerca, ¡qué bien! Solo tenía que elegir unas gafas bonitas, que no pasasen de moda en seis meses, de las que yo no me cansara en un año.

Pues bien, ¡las elegí mal! Salí del establecimiento con el reconcome, pero me pareció un prurito natural el no estar del todo segura de si había acertado en el modelo. Ya solo cabía esperar. Luego tardaron en tenerlas listas más días de los que me anunciaron. Cuando al cabo por fin fui a buscarlas, comprobé que mis reservas no habían sido exageradas: había elegido un modelo bastante feo. Recuerdo una gracia que me contaron sobre lo que le decía a un estudiante un profesor de la Escuela de Arquitectura de Valladolid, “Dibuja usted lento pero mal”: las gafas tardaron en hacérmelas y además me parecieron horripilantes. 

Pero las había elegido yo y con estas gafas hay que enfocar. Normalmente achaco las malas elecciones a estar pasando una época un poco alterada, a tener mucho ajetreo, al descentre, y como este año he viajado más que nunca, me digo, las gafas estas son la manera que ha encontrado mi inconsciente para avisarme de que hay que relajarse. Estaba escribiendo algunas cosas sobre las ciudades visitadas y por eso me he acordado de las gafas. De aquellas ciudades, estas gafas. Aquí van algunas:

En París, visitar la muy particular iglesia de Nuestra Señora del Trabajo, en el barrio donde vivían los obreros que trabajaron en la Exposición Universal de 1900. La estructura es metálica y se levantó con materiales sobrantes o reutilizados de la construcción de otros edificios de esa exposición, y de la anterior (1855). También proponerse averiguar si el rumor sobre la escasez de chartreuse es cierto. Concluir que es cierto, al no encontrar chartreuse en ningún sitio.

En Ferrol, elegir un bar al azar y pedir los chicharrillos fritos que se ofrecen en la carta, sencilla y exigua. Al probarlos, darse cuenta de la enorme suerte que se ha tenido al ir a dar a ese establecimiento, al elegir, sin saber nada, un bar donde sirven esos pescaditos deliciosos. Más tarde en el muelle ver cómo vuelven de pescar un par de pequeñas barcas a motor, rescatadas de la oscuridad del mar.

En Málaga, sacarse unas fotos en la azotea como personajes de una película de fotógrafos. El fotógrafo fotografiado. Cada cual componer los contraplanos de los planos que protagoniza. Ver así las azoteas de Málaga, su sistema de azoteas meridionales. 

En Atenas, a pesar de tenerlo cerquísima, a metros, no subir al monte Licabeto por el calor. Arrastrarse hasta el Museo Arqueológico un mediodía plomizo. En el Museo de las Cícladas, procurar coincidir en la sala con un norteamericano torpón que se acerque peligrosamente a las vitrinas como un barco ebrio, para apuntalarse una teoría sobre los mundos viejo y nuevo. Asomarse muy temprano a la ventana y espiar a la mujer que en la terraza de enfrente riega las plantas, tantas, tan altas y tan frondosas que casi la tapan mientras vuelca la regadera. Intuir que el recuerdo de esa calle estrecha y acogedora, casi como un pasillo secreto en lo más ruidoso de la ciudad, no se disipará. Fijarse en la belleza tan especial y característica de las griegas.

En Felanitx, subir todas las estaciones del calvario hasta la ermita y mirar el pueblo polvoriento y dorado desde lo alto, y ver las carreteras que se alejan y acercan.

En Alcalá de Henares visitar un parque arqueológico a la hora más calurosa del mes más tórrido, y encontrarlo tan vacío y fantasmal que parece haber sido arrasado por un pueblo bárbaro no solo posterior al original sino también posterior al que montó el yacimiento. Deducir por tanto que se pertenece a un cuarto pueblo: el original 🡪 el arqueólogo 🡪 el arrasador 🡪 el propio, que mira todo lo anterior.

En el Monte Veritá, tomarse una gaseosa de un color muy vivo en la terraza del hotel y sorprenderse de que apenas haya otras dos personas. ¿Cómo puede ser, si es la terraza más agradable que se pueda alguien imaginar? Entre las copas de los árboles adivinar el brillo del lago más abajo. Al sentir el sudor recorrer la piel mientras se va alcanzando un estado de lasitud, comprender que tanta gente haya venido aquí a desentrañar los secretos de las relaciones entre el cuerpo y el espíritu. 

En Vilna, ser capaz de arrancarle una carcajada a un librero muy adusto por la elección del libro, elegido por supuesto de entre los que él mismo expone y hasta hace treinta segundos custodiaba con la actitud de un guardia.

En casa, asomarte a la ventana de la cocina sin haber encendido la luz y sorprender al cazador, la constelación de Orión, en el cielo nocturno, brillante en pleno centro de la ciudad, como si fuese un hombre al que se sorprende desde la ventana. 

Ahora acaba el año. Los paseos, citas y recados de última hora tienen una textura particular. Mientras me acercaba por la calle a rematar esta lista de ciudades, que dejo a medias, estaba cayendo el sol con un tono rosado especial, y entonces he advertido que, quizá en unas condiciones de luz determinadas, mis nuevas gafas generan, en la lente derecha, hacia arriba, una lucecita verde que avanza saltarina un poco delante de mí y que claramente solo veo yo, como un animal de cuento que nos acompaña en secreto. Me reconcilio así con ellas, y el año se va evaporando, y le deseo a todo el mundo que el próximo sea feliz.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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