La piel seca

Me costaría muy poco dejarme llevar, y no tener más noticia del paso del tiempo que en la siega y en la siembra, con la llegada de la nieve, el tránsito de la cigüeña y el estallido de la primavera.
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Dejar el Cantábrico tiene algo de salir de Shangri-La. Conduciendo hacia la meseta, la piel de las manos comienza a resecarse y, a la altura de Palencia, ya luce descamada, cuarteada donde hacía un rato se veía tersa. Joven. Todavía empeorará al llegar a Retuerta, con la cal. Pero no hay lamento: también en los desiertos cielos que me depara Castilla, en sus desiertos campos, en las desiertas carreteras, encuentro belleza y alegrías como en el norte.

Él no lo sabe, pero Van Morrison escribió sus canciones para escucharlas en el Cantábrico. Por ejemplo: 

I miss you so much, I can’t stand it

Seems like my heart is breaking in two

My head says no but my soul demands it

Everything I do reminds me of you

El sol de la tarde se cuela oblicuo, furtivo, entre las hojas de los plátanos de sombra que ribetean el camino. Ya no tiene la vocación homicida de aquellos rayos del mediodía, la insolencia del mes de junio. El sol de agosto es ahora la luz de un verano desahuciado, resignado y manso; del color del almíbar y de las ollas de cobre, que se filtra entre las ramas de los árboles. Es para esa hora de la tarde que Van Morrison escribió: “Everything I do reminds me of you”

Antes de marcharme he detenido el coche en Trasvía para robar con el móvil el anochecer de Oyambre. Ha sido inútil: si no pudo hacer justicia al océano Turner, si no supo Aivazovski, qué podrá mi viejo iPhone. He perdido de vista las olas de Gerra, he dejado atrás los picos, boca mellada de algún cachalote formidable, y esos bosques de eucaliptos que no echaré de menos: huelen a farmacia, a infusión y a chicle, y deslucen las montañas con su burda geometría mercantil y ese tono de azul, entre todos los azules, el único siniestro. Hay que respetar las montañas.

Me he despedido de los rincones que están llenos de recuerdos, reales unos, otros imaginados, que no es lo mismo que falsos. Y he vuelto a Retuerta. Retuerta, cómo lo diría, emerge desde el fondo de un valle cárstico. En derredor se elevan montañas rematadas en lapiaces y en su orilla se retuerce el río Arlanza, arrastrando calizas que llegan también a casa, por las cañerías. En el cauce menguado por el estiaje, bajo el arado que remueve los sembrados, en lo alto de los riscos que sobrevuelan los alimoches, los buitres leonados, y en la mampara del baño, en los vasos limpios, en los platos: la cal está por todos lados y tengo la piel tan seca. Pero estoy aquí y no querría estar en ningún sitio más, a excepción de cualquier otro, el que fuera, si pudiera estar contigo. 

Ha habido un incendio. Dicen que fue una cosechadora trabajando a deshoras, una chispa y algo de viento. Eso bastó para prender un fuego que corrió desde Quintanilla del Coco hasta Santibáñez del Val, y luego a Silos, donde el desalojado monasterio se convirtió en una improvisada arca de Noé para el ganado del pueblo. Al menos, Sad Hill no se ha quemado. El fuego también avanzó hacia Castroceniza (qué eufonía: Castroceniza) y casi hasta Retuerta. Lo que queda del bosque es un horizonte de esculturas de hollín y un suelo negro en el que se borran las huellas y las referencias: las sabinas ya no son sabinas, las encinas ya no son encinas. De pronto, una se siente perdida allí donde ha estado mil veces, solamente porque le han cambiado los árboles; hasta ese punto nos hacen familiares los lugares. 

He explorado la zona y he visto que las llamas por poco no han alcanzado el fósil del dinosaurio. Lo descubrió papá, en el canal de desagüe de un torrente, el año pasado. A mí nunca me pareció otra cosa que una roca caprichosa, como esas nubes que se transmutan en animales, en personas: una pareidolia juguetona. Pero a ver quién se lo decía a mi padre, convencido de su hallazgo, ilusionado como un crío. No hay nada más caro de encontrar en un adulto que el brillo de los ojos de los niños. Quería que él creyera y quería yo creer. Toda la vida recogiendo pétreas caracolas, corales y algún erizo de mar; ya era hora de dar, al fin, con un fósil de entidad. Nos apresuramos a bautizarlo, sobriamente, pero con la gravedad que merece un hecho trascendente: Nacarinosaurio. Intuitivo, solemne. Hay que respetar a los dinosaurios.

Y comenzamos las excavaciones. Yo estaba buscando, como siempre, excusas para andar en el monte, perseguir aventuras. He visto una grabación de Orson Welles en la que dice: “Soy, básicamente, un aventurero”. Eso soy yo también. Así que nos pertrechamos de las herramientas necesarias: un martillo, una azada, un par de destornilladores, algún cepillo de dientes. Y nos pusimos a cavar con intención de arrebatar aquel esqueleto a la tierra. 

De la arcilla y el polvo fueron surgiendo unas piedras largas, robustas; de terminaciones engrosadas, romas, como las epífisis óseas. Pero, por más que escarbábamos, el dinosaurio no se acababa nunca. Se extendía y se extendía bajo nuestros pies, con formas cada vez más difíciles de interpretar, de justificar, como si en lugar de un dinosaurio fuera, qué sé yo: un vulgar paisaje lapiaz. Sin embargo, la emoción de papá no solo no declinaba, sino que crecía conforme lo hacía la osamenta: “¡Es enorme!”, se admiraba, y picaba con más ganas. Las perras pululaban cerca, desmenuzando palos, cazando moscas, buscando sombra. 

Nos llevamos a casa un saco de pedruscos que mi padre tiene acá y allá, expuestos como tesoros. Cuando hubo pasado algún tiempo, nos permitimos, por fin, tomarle un poco el pelo con el fósil, pero él jamás se apeó de la tesis sauria, ni siquiera cuando la contó a sus amigos arqueólogos, que la despacharon con cariñoso escepticismo. Meses más tarde, bajando por aquel torrente, en una de mis caminatas solitarias, encontré una piedra extraña. La tomé entre las resecas manos, limpié cuidadosamente la arena y distinguí en sus hendiduras unos surcos óseos, y en el canal que la atravesaba, una cavidad medular, y en las prominencias de sus extremos, unas crestas de hueso. Con los ojos brillantes, me la eché al bolsillo y, al llegar a casa, sin abrir la boca, se la mostré a mi padre: “Una piedra, ¿verdad?”, dijo con sarcasmo. “¿Lo crees ahora?”

He ido a correr algunos días, con la perra Lana. A Angie le doy más descanso, por la artrosis. Salimos cerca del crepúsculo porque el calor aprieta hasta que cae la noche. Es la hora a la que los corzos aparecen en los campos de cultivo, y Lana siempre los persigue y los pone en fuga. Se escabullen en cuatro, cinco zancadas gráciles, monte arriba, entre los enebros. Preferiría no importunarlos, que pudiéramos saludarnos, como es costumbre aquí, con un gesto de cabeza, una alzada de cejas o un lacónico: “Viene lluvia”. Estaría bien, incluso, darnos las buenas tardes, preguntarnos por la familia: “¿Todos bien?” “¿Ya para quedaros?”.  Pero, si no desconfían de mí, ¿cómo desconfiarán luego de los que vengan con escopetas? Además, ¿quién dice que yo sea de fiar? 

Hacía semanas que no me cruzaba con el zorrillo del camino que va a Contreras, ese que vivía un poco más arriba del pilón donde mis perras abrevan, el que sirve a Angie de bañera. Lo encontré hace unos días, muerto, en el borde de la senda. Tenía un boquete en el pecho, esférico, perfecto. Llevaba poco tiempo. Si lograbas apartar la mirada del agujero, todo en él era todavía belleza: el hocico cónico, las afiladas orejas, los ojos enmarcados en el pelo muy rojo, y una cola frondosa, rematada en blanco, casi tan larga como el cuerpo. Conservaba intacta su nobleza y al mismo tiempo inspiraba una pena universal y terrible. Conmovía. Quizá porque, como escribió Melville, “en todas las cosas nobles hay un rasgo de melancolía”. Maldito sea el que disparó al zorrillo. 

Al día siguiente el animal ya era todo moscas y peste. Y, al otro, apenas un pellejo extendido sobre los huesos, evaporadas las vísceras, deshidratados los músculos, exangües los tejidos. Hay un momento, justo después de la muerte, en el que aún reconocemos un yo –¿acaso un alma?– en el que yace inerte; pero enseguida el cadáver adquiere el aspecto de un maniquí, de un zorro falso, y la compasión cede al asco. Tan rápido perdemos la dignidad.  

El resto del tiempo ha sido menos truculento. Paso muchos ratos en el jardín, sobre todo bajo el olmo. Está bonito. Papá ha comprado unas florecillas de color violeta, muy menudas, con un corazón de estambres amarillos. Las ha colocado en un par de canastos de esparto y las mueve allí donde va él, por toda la casa, con la única pretensión de que lo acompañen. ¡Qué orgulloso está de su mascota-ornamento! El otro día afirmó: “Solamente un espíritu sensible (pero absolutamente heterosexual) es capaz de hacer esto” ―meter unas flores en un cesto, se entiende― y señalaba su obra. Supongo que ahora lo cancelan a uno por decir cosas así, pero a mí me hizo gracia. Hay que respetar a un padre. 

Leo algo, poco, y escucho a Van Morrison. Él no lo sabe, pero escribió sus canciones para escucharlas en Retuerta. Por ejemplo: 

These are the days of the endless summer

These are the days, the time is now

There is no past, there’s only future

There’s only here, there’s only now

Cuando cae el sol suelo ir caminando a Covarrubias y a menudo me entretengo comiendo las primeras moras de las zarzas, que este año son pequeñas y están muy dulces porque apenas ha llovido. Al acercarme a arrancarlas, salen de la protección del arbusto, despavoridas y con gran escándalo, bandadas de perdices. Son atolondradas y tienen tendencia a corretear siguiendo el camino, en una huida hacia adelante que adquiere el aspecto de una persecución. Yo les digo que se hagan a un lado, que no voy tras ellas, pero no entienden nada. El cielo se enciende a esa hora como una hoguera, cuando toca los bordes de las vides, que ya tienen racimos de uvas crecidas. Es para ese momento de la tarde que Van Morrison escribió: “These are the days that will last forever. You’ve got to hold them in your heart”. 

Me gusta estar en Retuerta, con moscas y todo. Las moscas son un fastidio, pero cuando pienso en revolverme contra ellas siempre –o normalmente– se me congela el gesto del manotazo, como si me detuviera la mano de algún dios bondadoso. Al cabo, las moscas son lo único que me recuerda que esto no es el paraíso y yo no soy inmortal. Mi abuelo era de otra opinión. Tenía una pala matamoscas con la que aplastaba todas las que podía. También nos pedía a mis hermanos y a mí que las palmeáramos, incluso si se posaban en su calva: “¡Dale sin miedo!”, nos animaba. Mi abuelo no sabía que las moscas son nuestro memento mori, o quizá sí y por eso quería liquidarlas. Mis perras, además, no tienen ni idea de lo que es un memento mori. No se les puede recordar lo que no pueden saber, que morirán, y por eso lanzan dentelladas contra los pobres dípteros. Casi siempre yerran, y de nuevo la mosca se posa en la inalcanzable grupa o, las más descaradas y audaces, en los desplomados belfos, hasta en la nariz. Hay que respetar a las moscas.

Me gusta estar aquí, ya digo, pero todas las mañanas me despierta el dolor de estómago igual que en Madrid. Es una dolencia recurrente y antigua. Una vez me metieron una cámara por la boca, la hicieron descender, como Ulises al Hades, como Sócrates al Pireo, por el esófago, atravesar el cardias. Yo esperaba lo peor: que encontraran un tumor, una úlcera o, al menos, un Jonás purgando sus faltas. Pero en lugar de eso hallaron: nada. “Será estrés”, me dijeron. Lo mejor fue el chute de propofol con el que me durmieron. 

A menudo se escribe que la exaltación de la naturaleza no es más que una caricatura pintada por urbanitas. Excursionistas de fin de semana, veraneantes. Una idealización, reaccionaria incluso, por cuanto tiene de romántica. Que los habitantes del medio rural no se embelesan, como Orwell, con el apareamiento y el desove y la eclosión y la metamorfosis del sapo común. Que no les interesa más de la tierra que el fruto que pueda proporcionarles; ora cebada, ora calabazas. Que solo se ama el campo desde el confort de la ciudad. Pero, conteniendo alguna verdad, esa es otra caricatura. Y una clasista. Orwell dirá que “es una idea manifiestamente falsa”. Tanto más falsa puesta en su contexto: los industriales horrores del blitz. Y, sin ir tan lejos, es falsa hoy, sobre el fondo del sectarismo ideológico, los editoriales perversos, el verano del consentimiento, la guerra de neón en los escaparates, la política de gestos. En Retuerta no me alcanzan.

Sabemos por Hobbes y por Norbert Elias que el proceso de la civilización no es más que la huida de la naturaleza. Y a buen seguro que yo huyo de algo, ojalá supiera de qué, pero no es de la naturaleza. Sabemos que Sócrates dijo aquello: “Yo no tengo que ver con los árboles en el campo; yo solo tengo que ver con los hombres en la ciudad”. Me hago cargo de sus razones, pero a mí me costaría muy poco quedarme aquí a ver cómo retoñan los árboles quemados. Me costaría muy poco dejarme llevar, y no tener más noticia del paso del tiempo que en la siega y en la siembra, con la llegada de la nieve, el tránsito de la cigüeña y el estallido de la primavera. Creo que por eso me despierta el dolor de estómago: para recordarme que dejarse llevar es, de algún modo, dejarse morir. La conciencia, escribió Melville, es “una neuralgia que puede ser peor que un dolor de muelas”. 

Así que me voy barruntando que hay que regresar a Madrid. Aunque todavía no sé para qué. Últimamente he pensado en dejarlo todo, empezar de nuevo. Volver a escribir, quizá. También me gusta la ciudad. Me gusta cuando llueve y queda un rastro de gasolina de colores en los charcos, sobre el asfalto, y cuando las gotas en las ventanas reflejan las luces, rojas, verdes, de los semáforos. En realidad casi nunca llueve. Me gustan el tráfico, las fiestas, las prisas, los comercios. Y escuchar a Van Morrison en los atascos. Él no lo sabe, pero hizo sus canciones para escucharlas en Madrid. Por ejemplo: 

And we’ll walk down the avenue in style

And we’ll walk down the avenue and we’ll smile

And we’ll say:

“Baby, ain’t it all worthwhile when the healing has begun?”

Anoche salí a la era, con mis hermanos, a tomar fotos del cielo. Dicen que no hay mejor olor que el que deja la lluvia en el suelo, pero es mentira: nada huele como una era en la madrugada. La Vía Láctea se derramaba como un amante sobre la oscuridad de Retuerta, toda quieta. Podría ser la Vía Láctea de hace un siglo, de hace un milenio, salvo por ese ir y venir de aviones, de naves, que la surcan sin descanso. Me gustan las estrellas, aunque me dan miedo. Y me gustan la industria aeronáutica, el capitalismo, la globalización. Creo que fue para ese preciso momento que Van Morrison escribió: “And the healing has begun”.

Mañana el dolor de estómago me despertará en Madrid. En Madrid también tengo la piel seca, pero no tanto como en Retuerta. 

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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