1
Hace ya más de un año que la pandemia de covid-19 puso el mundo patas arriba, y no tenemos idea de cuándo se irá a terminar. Casi todos nos hemos visto obligados a tomar medidas para adaptarnos a este contexto inédito. Tuvimos que acostumbrarnos a que muchas de las actividades que antes realizábamos de forma presencial fueran a distancia, a través de internet. Un ejemplo son los talleres literarios.
Pero sucedió algo curioso. Muchos de esos talleres a distancia nacieron como un parche, una solución provisoria, un modo de seguir adelante mientras esperábamos con ansias el momento de volver a la normalidad. Pero, con el correr de los meses, tanto talleristas como alumnos comenzaron a descubrir en la “virtualidad” algunas ventajas inesperadas.
La primera de esas ventajas es obvia: poder continuar. Si internet no existiera, las restricciones y los confinamientos habrían paralizado estas actividades y, en consecuencia, muchas personas habrían perdido una importante fuente de ingresos. Pronto se hizo evidente otro hecho positivo: la supresión de las distancias. En los talleres online pueden participar personas que estén en cualquier lugar del mundo. Esto también puede sonar como una obviedad, pero da la impresión de que hizo falta esta anomalía global para que lo comprendiéramos en toda su magnitud.
Las escritoras Agustina Bazterrica (autora de la celebrada novela Cadáver exquisito) y Agustina Caride (ganadora hace unos meses del II Concurso Internacional de Narrativa Young Adults) dictan talleres juntas desde hace varios años, en Buenos Aires. Fueron visionarias: durante buena parte de 2019 se prepararon para comenzar, el año siguiente, a dar talleres a distancia. No es que hayan previsto la pandemia, por supuesto: lo que buscaban era satisfacer una demanda que les llegaba desde otras ciudades argentinas. Sin embargo, con el nuevo contexto, se sorprendieron al empezar a recibir alumnos de las latitudes más diversas. “En uno de los grupos había una mujer en Australia –destacan–. Se conectaba cuando nosotros dormíamos, nos despertábamos y teníamos sus comentarios”.
También la mexicana Laia Jufresa, quien reside en Escocia, ha aprovechado estos beneficios. En sus talleres virtuales participan “una escritora en China y una en Japón, que duermen unas horas y se ponen el despertador para presentarse a las sesiones”, me relata Jufresa. Y agrega que ella misma se reencontró con su maestra de títeres, que vive en Buenos Aires y a quien no veía desde hacía doce años. “Por Zoom volví a tomar clases con ella, y fueron maravillosas. Construimos títeres y montamos obritas, todo a través de la pantalla”.
2
Esa suerte de abolición de las distancias no es un beneficio exclusivo para quienes viven a miles de kilómetros. También puede serlo para gente que reside en la misma ciudad, pues evita invertir tiempo, dinero y energías en desplazamientos que –sobre todo en las grandes metrópolis– con frecuencia resultan muy engorrosos.
Por eso, a menudo “la virtualidad es condición de posibilidad”, como explica Sol Dellepiane, quien durante la pandemia dio el salto de alumna a docente en la Escuela de Escritura de Santiago Llach. El año pasado, ella participó en un taller de lectura colectiva de la Ilíada y la Odisea que se realizaba de lunes a viernes de 9 a 10 de la mañana. “¿Quién podría hacer algo así de forma presencial? Nadie. Fueron cosas de la virtualidad, una especie de beneficios colaterales”, plantea Dellepiane.
Fueron muchos los talleres que nacieron, precisamente, como consecuencia de esta situación excepcional. Si 2020 hubiera sido un año normal, en Buenos Aires habría aparecido la revista cultural Burak, de la mano de Dana Babic. Lo que ocurrió en cambio fue que Burak se convirtió en un proyecto más vasto, que –a la espera de tiempos mejores para salir al mundo en forma de tinta y papel– incluye una serie de talleres literarios que se dictan a distancia (algunos de escritura y otros sobre temas tan interesantes como “Periodismo para escritores: herramientas para difundir la propia obra”).
La “virtualidad obligada” amplió horizontes, cambió nuestra forma de afrontar ciertas situaciones. Bazterrica y Caride lo grafican con una anécdota. Ellas solían invitar a autores para que participaran en encuentros de sus talleres presenciales. En una ocasión se lo propusieron a la poeta Claudia Masin, quien les informó que se había mudado a la ciudad de Córdoba (a unos 700 kilómetros de Buenos Aires). “Qué lástima, bueno, no”, lamentaron ellas entonces, sin considerar siquiera la posibilidad de organizar la charla por internet. Cuando empezó la cuarentena y todo pasó a ser online, se dieron cuenta de que podían hacerlo de esa forma. “Y lo hicimos –apuntan–, y salió muy bien, y estaban todos muy contentos”.
Laia Jufresa añade otra ventaja: la posibilidad de trabajar con grupos más grandes. Explica que en Escribir es un lugar, su programa de escritura para mujeres, participan alrededor de cuarenta personas en cada sesión. “Cuando hay que hacer trabajo en pequeños grupos, vamos a los ‘cuartitos’ de Zoom y funciona muy bien. En persona jamás podría trabajar con tanta gente”.
El periodista Andrés Burgo, quien dicta talleres de crónicas, suma un beneficio más: conocer gente de otros lugares. “Lamentablemente las redacciones empiezan a ser cosas del pasado”, dice el autor de El partido, una magnífica crónica del histórico Argentina vs. Inglaterra en el Mundial de México 1986. “O incluso por un tema de edad –yo estoy por cumplir 47–, no me atrae la idea de estar en una redacción. Pero esta es una forma de conocer gente nueva, incluso de otras latitudes. Con muchísimos estamos en contacto, gente de Corrientes, de Caracas, de Lima. Y es genial”.
3
Por supuesto, no todas son ventajas. Muchas cosas se pierden cuando no nos reunimos en persona sino con pantallas de por medio. En primer lugar, la calidez que da el contacto directo, muchas formas de interacción, el lenguaje corporal, la posibilidad de compartir algo para comer y beber durante los encuentros, los rituales que van surgiendo en cada grupo.
Y mucho más cuando la tecnología no colabora. En general, las videollamadas adolecen de ese incómodo desfase temporal al que llamamos delay. Las conexiones a veces se entrecortan o directamente se caen. Los dispositivos se rompen. La escritora ecuatoriana María Fernanda Ampuero me cuenta que su computadora dejó de funcionar en abril del año pasado, cuando la pandemia tenía unas pocas semanas. Decidió dar sus clases a través del teléfono.
“Pero en el Zoom del teléfono no se ven las pantallitas –detalla–: se ve solo la persona que está hablando en ese momento, o la última que habló. Entonces es todo muy esquizofrénico, muy agotador, porque no sabes las caras que están haciendo los demás. Yo necesito verle la cara a la gente, saber si estoy diciendo una tontería, interactuar, si veo a alguien con cara de duda preguntarle: ¿y tú qué piensas?”.
No obstante, Ampuero también valora el lado positivo del asunto. “Bendita la tecnología”, dice, que no solo le permitió seguir trabajando sino también presentar su libro Sacrificios humanos, publicado en marzo por Páginas de Espuma. “Pero para mí es difícil –insiste–. Yo necesito el contacto visual. Y lo que pasa en Zoom es que no estamos mirándonos a los ojos. Eso para mí es tristísimo”.
Como ya hemos señalado alguna vez por aquí, los diálogos a través de pantallas impiden el contacto visual: aunque parezca que los demás nos miran, sus ojos siempre están ligeramente desviados, debido a que cada persona mira la pantalla y no la cámara. Esto produce una especie de alucinado e inquietante “estrabismo digital”. (Y aun así, el “exceso de contacto visual” es una de las causas del problema que los científicos han denominado “fatiga de Zoom”.)
Para añadir extrañeza, hay otra particularidad que Ampuero destaca: el efecto hipnótico de observar la imagen propia en la pantalla. “Nunca nos hemos visto tanto a nosotros mismos hablando como ahora. Ves todos tus gestos, todos tus tics. Me he dado cuenta de que tengo una forma muy rara de mover la boca cuando estoy hablando, rarísima, que no sabía. Somos muy conscientes de nuestra propia imagen. Eso es loquísimo”.
4
¿Qué pasará en el futuro? Pues todos tenemos la sensación de que esta modalidad ha llegado para quedarse. Cuando la pandemia haya pasado, los talleres presenciales volverán, pero los encuentros en línea van a continuar porque ofrecen unas ganancias que –en muchos casos– son mayores que las pérdidas. Esta forma de virtualidad “ya forma parte de nuestra vida y así será, al menos, hasta la llegada del próximo cataclismo”, confía Franco Chiaravalloti, escritor argentino que vive en Barcelona y dicta cursos a distancia desde hace más de una década, siempre con los zapatos puestos: “Nada de pantuflas. Me ayuda a mantener la formalidad. Sé que son resabios de las clases presenciales, pero es un buen modo de engañar a mi inconsciente”.
El día en que reunirse en espacios cerrados deje de ser un deporte de riesgo, algunos talleres tendrán que resolver un dilema: ¿volvemos a la presencialidad que tanto nos gustaba o seguimos aprovechando los beneficios del modo remoto? Hay grupos nacidos en pandemia que temen que les suceda lo mismo que a los personajes de “La autopista del sur”, el cuento de Cortázar: cuando el embotellamiento de tránsito por fin termina –es decir, cuando vuelve la normalidad– la pequeña comunidad que se había conformado sobre el asfalto también se desbarata.
Bazterrica y Caride cuentan que en uno de sus grupos ya hablaron del tema y quedaron en “hacer un mixto”: que las reuniones semanales sean por internet y haya encuentros en persona una vez por mes. “Yo no podría ir todos los jueves hasta Buenos Aires”, dijo una mujer de Chivilcoy, una ciudad a 160 kilómetros de la capital, “pero si es una vez al mes, sí voy”.
Nadie puede saber cuándo saldremos de esta situación tan excepcional, ni cómo será el mundo de después. Pero algunas cosas podemos sospechar. La existencia de talleres y cursos a distancia, conviviendo con los presenciales, es una de ellas. Es una especie de pequeño consuelo: que, de tanta desgracia como la que nos está cayendo, nos quede algo positivo, y que podamos aprovechar sus ventajas.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.