Foto: Twitter / Ediciones Era

Antonio Deltoro, 1947-2023

El temple y la figura de Antonio Deltoro no eran de iluminado, sino de un niño viejo que jugaba a menudo en sus poemas un juego muy difícil: hacer de la poesía una casa habitada y habitable.
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La muerte de un poeta, dicen los entendidos, deja siempre un vacío en el lenguaje. Delante de las cosas que escribió –y que si son auténticas tendrán la contextura de lo perdurable– se levanta, más nítido, el cúmulo de aquellas que ya no escribirá. Hasta antes de febrero de 2018 yo pensaba la obra de Antonio Deltoro como un itinerario al que aún le restaba mucho trecho; trecho que crecería incluso un poco más si es que lo transitaba con esa lentitud que se volvió un principio de su arte, su forma preferida de hacerse sorprender por ese mundo del que le interesaba, más que asir el misterio, alcanzar a acoger su maravilla.

Poquísimos días antes del accidente que le sobrevino, lo acompañé en su paso por Xalapa, a donde había llegado junto a Marta, su esposa, y el poeta Juan Carlos Abril. En medio de ese ánimo festivo en el que trascurrió toda su estancia, me dijo, entre bromas y veras, que le angustiaba un poco lo que fuera a decir sobre su libro (unos meses atrás me invitó a presentarlo en la feria del libro del Palacio de Minería) y que le adelantara si mi lectura era favorable o adversa. Le respondí que no tenía yo más que admiración por él y por su obra, y que mi texto, aparte de cariño, le rendía pleitesía en casi todo, excepto en una cosa. ¿En cuál?, me preguntó intrigado. Ya lo descubrirás, le dije gravemente, y después de mirarnos y echarnos a reír, ambos nos concentramos en nuestros sendos platos de arroz a la tumbada.

Ese reparo, que no llegó a saber y que también tenía el poeta Adán Brand (su otro presentador), era hacia cierto tono o aire de despedida que continúa en las páginas de Rumiantes y fieras (2017) como un recordatorio de la clarividencia que asiste a los poetas y que, de vez en cuando, se cumple de maneras infortunadamente literales. De entonces a la fecha, tuve que acostumbrarme a pensar en su obra como un hecho truncado antes de tiempo por designios igual de misteriosos que los de la poesía. Una obra, no obstante, que supo conquistar su madurez muchos años atrás –quizá desde las páginas de Balanza de sombras (1997), donde se redondea su afán de lentitud– y que, en ese sentido, no hizo sino pausarse, adelgazar su voz hasta el silencio. Hoy, cuando nos ha dejado, puede ya proseguir en solitario su tarea de ser para nosotros “como un bajorrelieve en el ruido de la época”.

Con eso y todo, aunque una empresa así no es poca cosa, siempre que pienso en él como un gran poeta sabio, consagrado a fraguarla, a atender, en toda su pureza, el Oficio y el mundo, una parte de mí se rebela y me dice que, si bien era eso y más, su temple y su figura no eran de iluminado sino de un niño viejo que jugaba a menudo en sus poemas un juego muy difícil: hacer de la poesía una casa habitada y habitable. Supo como ninguno acercarse a lo hondo desde la sencillez, “sin simbolismos /ni trascendencias”, pues concedió a las cosas su justa dimensión y persiguió fundar, aquí en la tierra, un paraíso, hecho de la confluencia y la fraternidad de todos esos seres –animales o plantas, objetos, árboles, personas– que existen y coexisten en sus libros.

No creo que haya otra prueba ni mejor evidencia de su triunfo que la soltura con la que sus poemas logran reconciliarnos con las pequeñas cosas, urdir, para nosotros, “debajo del desorden”, un espacio “que todos desconocen” y donde comulgamos en entera presencia con la felicidad, con ese vitalismo que acaso fue su ética, su moral en el mundo y en el arte. En lo que a mí respecta, además de las páginas que nos legó, y como otra manera de servir y de desempeñar su ministerio, nos quedan la paciencia y la dedicación con que durante años enseñó a las legiones de jóvenes poetas –y me incluyo entre ellos– a comprender las claves de su oficio desde la autoridad que le otorgaban su altura y su experiencia, pero sin imponer jamás sus convicciones, predicando tan solo libertad, amor por la belleza y tesón en la empresa de acecharla.

De más está decir que a esto se le añade la honda huella que dejó en nuestras letras y que lo consagró como uno de los grandes poetas de su tiempo. Donde quiera que esté, puede quedar tranquilo, sabiendo que su obra perdura en este mundo como un lugar que es físico y mental, y que crece en nosotros como un árbol cuyas ramas nos guardan del cansancio, “del tumulto, de la promiscuidad”.  ~

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(Xalapa, Veracruz, 1988). Poemas suyos han aparecido en revistas como Sibila, Palimpsesto. Revista de creación y Literal. Latin American Voices. Es autor de El revés de esta luz (Taller Ditoria, 2015).     


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