Otra vez se retrasa el aeroplano de Jefferson

El desajuste de minutos aparentemente nimio ha acabado por descalabrarlo todo, del mismo modo que aún no nos hemos recuperado de una decisión dudosa de hace años.
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La hora hurtada de madrugada no es de la misma naturaleza que el tiempo que todos echamos de menos, ¿no? Esto es lo que se lee en la contracubierta de Op Oloop, de Juan Filloy, publicado en España por Siruela: “Buenos Aires, años treinta. El estadígrafo finés Op Oloop lleva una vida metódica y disciplinada entre restaurantes muy caros, baños turcos y un círculo de estrafalarios amigos. Pero un 22 de abril todo cambia: un mínimo retraso en su jornada hace que, a despecho de su maniática puntualidad, llegue unos minutos tarde a la fiesta de su compromiso. Esto desencadena una turbulenta carrera contra el tiempo y el destino”. 

Como Op Oloop no lo tengo a mano, cojo otro libro de Filloy, Periplo, y al abrirlo le dejo al veloz azar la potencia adivinatoria, ya que otros métodos proféticos más rigurosos nos exigirían un tiempo del que no disponemos: “Al fin, después de tanto ambular exótico, entro en mí al entrar en Atenas”. ¿Nos convendría retirarnos a Grecia a vivir al ritmo de zumbido de los abejorros?

Ya lo veremos. Volviendo a Op Oloop, que por cierto parece la onomatopeya de quien se impulsa con un brinco para salvar rápido una distancia, hay que decir que con la premisa estamos ¡totalmente de acuerdo! Ese desajuste de minutos aparentemente nimio ha acabado por descalabrarlo todo, del mismo modo que aún no nos hemos recuperado de una decisión dudosa de hace años. Como sea, la expresión “un mínimo retraso en su jornada” trae a la mente un apotegma: “Pierde una hora por la mañana y te pasarás el resto del día buscándola”. Me sonaba que era de algún francés, quizá Pascal o Montherlant, pero al buscarlo lo encuentro atribuido a Richard Whately, lógico y arzobispo de la Iglesia de Irlanda en el siglo XIX. No acabo de decidir si su aforismo es puramente admonitorio o si tiene algo de broma cariñosa, pero mientras tanto en su Wikipedia en español encuentro sobre él unos datos no sé si aclaratorios, pero definitivamente evocadores: “En Oxford, su sombrero blanco, su áspera [?] bata blanca y su enorme perro blanco le valieron el sobrenombre del Oso Blanco, y exhibió las hazañas de su perro trepador en Christ Church Meadows”. ¡Fantástico! ¡Qué no habría dado por llegar a ver al perro trepador, donde fuese! Lo estrafalario de la información me aguijonea a buscar un poco más al fondo del cajón y encuentro, en un artículo de David de Giustino del número 64 de la revista Church History, que Whately tenía no uno, sino varios perros, y además grandes, y que los tenía entrenados para que se precipitasen desde los árboles a los que habían trepado cada vez que viesen acercarse a un estudiante acompañado de una chica.

También dicen que a Whately le gustaban los juegos de palabras (como a su colega en la práctica de la lógica y del ministerio eclesial Lewis Carroll, que por cierto imaginó al Conejo −también− Blanco que corría siempre preocupado por llegar tarde), y aquí puede haber otro vínculo con Juan Filloy, cuyos títulos siempre llevan títulos de siete letras. ¿Lo decidiría desde su primer libro o más bien lo forzó a partir de la vez en que se dio cuenta de que le pasaba siempre? ¿Lo haría con la misma intención cabalística que Schönberg cuando le quitó una letra a uno de sus héroes para que Moses und Aron tuviese doce letras, una ópera así ya dodecafónica desde el título?

Dejamos también esta cuestión para más tarde. El aforismo de Whately me recuerda a su vez a otra frase que siempre me había resultado misteriosa, y que viene a decir más o menos que el verdadero secreto de la educación no es ganar el tiempo, sino perderlo. Sugiere una actitud algo dandy que me lleva a pensar en que la escribió algún decadentista (la sensación que tengo es de haberla leído en la hoja de un calendario). Pero el dandy busca escandalizar, y la frase parece referirse a las buenas maneras. ¿Qué es lo que enseña? “El se-cre-to de la e-du-ca-ción […] per-der el tiem-po.” Aventuro que quiere decir que, en caso de duda, lo hagamos todo de la manera que nos lleve más tiempo, a saber, que un muslo de pollo se come más rápido con la mano, pero que es más recomendable, en sociedad, hacerlo con cuchillo y tenedor. También la cortesía formal se busca desvíos y circunloquios. Bueno, pues resulta que no es eso, resulta que aquí educación quería decir formación y no buenas maneras, según aprendo al buscar la frase y encontrar que procede del Emilio de Rousseau. Dice así: “Oserais-je exposer ici la plus grande, la plus importante, la plus utile règle de toute l’éducation? Ce n’est pas de gagner du temps, c’est d’en perdre”. Nos encantaría, pero ¡¿dónde está ese tiempo?! Todo esto lo escribo como si tuviese al ejército entero de Aníbal echándome el aliento en el cogote.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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