Reynaldosoto16, CC BY-SA 4.0 , via Wikimedia Commons

Raúl Rivero, poeta cubano libre

De ser uno de los portavoces más notables de la Revolución cubana, Raúl Rivero se convirtió en uno de sus más feroces críticos. Lo pagaría caro: el castrismo no perdona a los que considera “traidores”.
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Raúl Rivero vivió en libertad los últimos 17 años de su vida, desde su salida de la cárcel a finales de 2004 hasta su fallecimiento en el exilio de Miami el 6 de noviembre de 2021. Antes, había pasado alrededor de año y medio en las cárceles castristas, entre aquella “primavera negra” de marzo-abril de 2003, durante la cual 75 disidentes fueron duramente reprimidos y condenados a penas demenciales, hasta 28 años de prisión, y tres jóvenes que querían huir del país fueron ejecutados por orden directa de Fidel Castro. A Raúl Rivero le metieron 20, como a otros muchos, pero fue liberado con antelación, por razones de salud y por la campaña internacional en su favor. “Tuvo suerte”, si así puede decirse. Los demás, en su mayoría, estuvieron más de siete años detrás de los barrotes. Ellos también le escaparon a lo peor. En otros tiempos, le pegaban “a cualquiera 20 años por cualquier cosa”, como decía Jorge Valls, otro poeta muerto en el exilio después de haber cumplido íntegramente su condena en Cuba.

No nos conocimos de visu hasta que Raúl Rivero llegó a su primer exilio en Madrid, donde se quedó la mayor parte del tiempo, antes de elegir irse a vivir y a morir a Miami, la capital de Cuba libre. Pero puedo decir que lo conocía de manera íntima, casi carnal, desde mucho antes, desde poco antes de su detención, cuando un amigo suyo de infancia me entregó uno de sus poemarios, prudentemente titulado Puente de guitarra, publicado en México por la Universidad de Puebla, para que lo tradujera al francés. En eso estaba cuando estalló esa maldita primavera. Me tuve que apurar entonces para darles vida a sus versos en una edición a la que le cambié el título por otro, mucho más explícito, Mandat de perquisition (Orden de registro), extraído de estas estrofas del poema que cierra el volumen, “Dolor y perdón”:

Ahora me propongo perdonarlo todo
para dejar limpio mi corazón cansado
dispuesto sólo a la fatiga del amor. (…)

Absueltos los difamadores y los tontos
olvidados los policías que me hostigaron
borrados de la memoria los que asaltaron mi casa                                                                 
con una orden de registro.

Había que publicar ese poemario con urgencia, para devolverle la palabra al poeta desde las mazmorras. Con Miguel Sánchez, hijo de Blanquita, la segunda esposa de Raúl, fuimos a firmar el contrato en la sede de una pequeña editorial parisina, Al Dante. Cosa extraña del destino: esta se encontraba en el lugar mismo donde se produjo mucho más tarde la masacre islamista contra los periodistas y dibujantes de la revista satírica Charlie Hebdo. Otro crimen, inmundo, contra la libertad de expresión.

Los poemas de Raúl Rivero, en ese volumen y en otros posteriores, sirvieron desde entonces para impulsar la campaña por su liberación. Lo logramos entre todos: los hermanos Castro no pudieron silenciarlo. Más valía, para ellos, sacarlo de la cárcel y empujarlo hacia el exilio que mantenerlo entre rejas. Con las decenas de presos que les quedaban ya tenían bastante. Además, eso les permitía aplacar un poco las protestas: los demás no eran tan conocidos como él. Ellos tuvieron que esperar hasta finales de 2010 o principios de 2011 para poder salir, al exilio la mayoría, unos pocos quedándose en la isla bajo la amenaza permanente de ser otra vez enviados al presidio.

Una vez fuera de Cuba, viajé a Madrid para encontrarme con Raúl Rivero. Lo fui a buscar a la sede de una revista cubana prohibida en la isla, claro, y desde allí caminamos hasta su casa, durante un rato largo. Conversamos como si nos hubiéramos conocido de toda la vida. Y era cierto: a través de la traducción de sus poemas, yo había hecho mía parte de su obra. Él se sabía de memoria lo que yo había estado escribiendo en distintas ocasiones sobre él. Pero tenía una duda: quería saber por qué yo había puesto reparos a su trayectoria política, puesto que, antes de volverse un periodista independiente emblemático de la disidencia interna, director de la agencia Cuba Press a partir de 1995, había sido uno de los portavoces más notables del castrismo, ejerciendo el papel de corresponsal en Moscú de la agencia oficial Prensa Latina y destilando en su poesía ciertos efluvios de un pesado realismo socialista. Yo le contesté que, por principio, tenía que decir la verdad. No me guardó rencor por ello, al contrario. Al despedirnos, me dedicó un libro con palabras que asumían esa búsqueda de la verdad, que también plasmaba en algunos de sus versos:

(…) me hice simulador profesional
un animal ajeno
amaestrado y escurridizo
que yo mismo no quería conocer (…)

Fue a partir de 1989, en tiempos de la caída del muro de Berlín, que Raúl Rivero se decidió a apartarse de la tiranía comunista y, sobre todo, en 1991, cuando firmó la “Carta de los Diez”, un manifiesto de intelectuales cubanos reclamando democracia y libertad, que le había llevado a su casa otra poeta que estuvo presa y ahora está exiliada, mi querida María Elena Cruz Varela (muchos de los demás están muertos). A partir de ahí se lanzó cuerpo y alma en la crítica al pasado comunista, en la indagación de sus errores y sus horrores, esas dos palabras casi hermanas. Hizo suyo, como yo, aquel verso de nuestro admirado Octavio Paz en su “Nocturno de San Ildefonso”, “La historia es el error”.  

Sabía que iba a pagar caro ese itinerario suyo: el castrismo no perdona a los que considera “traidores”. Raúl Rivero, desde su exilio, se dedicó a denunciar el totalitarismo, a la figura del Che Guevara por ejemplo, ya no tanto con su poesía sino con sus tripas, escribiendo en el diario español El Mundo y en otros órganos de prensa, recorriendo Europa para clamar por sus hermanos que seguían como rehenes de los Castro, sus amigos, los también poetas y periodistas independientes Ricardo González Alfonso o Normando Hernández y muchos más, y recibir algunos premios que le fueron otorgados por su combate. Coincidimos en algunas ocasiones en París y en Estrasburgo, donde le hice una entrevista conjunta con otro preso, pero de otra época, la década de 1970, Miguel Sales. Ambos evocaban en ella el descenso a los infiernos en Villa Marista, la temida sede de la Seguridad del Estado en La Habana, que prácticamente no había cambiado y no cambiará en un tiempo cercano, me temo. Un intercambio de experiencias de dos compañeros de infortunio.

Pero no eran solo esos momentos de desesperanza los que caracterizaban al poeta. Recuerdo algún otro encuentro en Madrid donde, a la salida de la presentación de un libro mío (contra el Che Guevara, precisamente) en la sede de la Fundación Hispano-Cubana, siempre solidaria con la oposición en la isla y en el destierro, nos fuimos a un bar y nos quedamos allí durante horas, ante la mirada de unos camareros benevolentes, que también eran cubanos, soltando chistes y escuchando a Raúl Rivero recitando e improvisando “epitafios” de los mandamases de la cultura oficial, con esa sorna característica del hombre, algo guajiro, nacido en Morón, en el centro de Cuba, en 1945. Lástima no haber grabado ese entrañable momento.

Sin embargo, llevo grabado en el recuerdo todos mis encuentros con él, así como nuestros diálogos a distancia. Y estoy seguro de que seguiremos conversando, él en alguna nube perdida por ahí, soñando, como los viejos poetas que nunca mueren, con que sus versos regresen algún día, por fin en libertad, a la tierra que nos vio nacer: Cuba.  

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(La Habana, 1954) es catedrático en la universidad de Aviñón, crítico literario y periodista. Ha publicado libros como La cara oculta del Che (2008), El libro negro del castrismo (2009), El terror “humanista” (2011) y El sueño de la barbarie. La complicidad de los intelectuales con la dictadura castrista (2012).


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