En abril de 1846, a los veinticuatro años, Gustave Flaubert le escribe a su amigo Maxime du Camp: “Qué buena idea sería la de un valiente que, hasta los cincuenta años, no publicase nada, y un buen día, de golpe, presentara sus obras completas y no añadiera más.” “Un artista que fuese verdaderamente artista y sólo para sí mismo.” Sin la preocupación de hacer carrera, ni antesalas para que te acepten, ni pleitos con los editores, ni saludos a los señores críticos, ni pagos para que te vuelvan famoso. (L’homme-plume. Vingt-six lettres sur la création littéraire, ed. Jérôme Vérain, Fayard, 2001.)
La contraposición es tan llamativa (el verdadero artista hace una obra, no una carrera) que deja en la penumbra una exigencia todavía mayor: el verdadero artista hace unas obras completas. Publicarlas antes de terminar es como publicar la mitad de un cuento. Añadir algo es como prolongar un cuento que ya terminó.
Esta audacia de Flaubert fue inspirada por Balzac, que soñó en un conjunto de novelas interconectadas como un mundo, donde los personajes secundarios de unas son los protagonistas de otras, y las mismas situaciones reaparecen desde nuevos ángulos. Habló de esta idea en 1834, la presentó en un conjunto de diecisiete volúmenes publicados de 1842 a 1848 (bajo el título general de La comedia humana) y anunció la ampliación a 137 novelas, de las cuales llegó a escribir 85.
¿Cómo se llega a estas concepciones grandiosas de Balzac y Flaubert? Es difícil saberlo. Para que una cuestión sea historiada, hay que empezar por señalarla, darle importancia, tematizarla. ¿Quién hizo las primeras obras completas? ¿Fueron un proyecto del autor o del editor? ¿Son un género literario, una especialidad filológica, un renglón del negocio editorial? La cuestión cambia a medida que evoluciona, en el marco de una historia más amplia: la del texto y el autor. Las etapas previas sólo se pueden reconocer a posteriori, y forzando las cosas. ¿Se puede hablar de las obras completas de Moisés o de Homero?
a) Primero son los grandes textos anónimos que inmortalizan a los personajes legendarios de los cuales registran las hazañas (Epopeya de Gilgamesh, siglo XVIII a.C.).
b) Luego, la conciencia autoral y el reconocimiento de que los textos mismos son como hazañas de esos otros personajes legendarios que son los grandes autores, por lo que deben conservarse, compilarse y reproducirse cuidadosamente, cuando el autor ya no vive (cuidados póstumos de Platón a la obra de Antímaco, siglo IV a.C.).
c) Con el apogeo de la imprenta, el concepto se extiende a los autores consagrados en vida, si la demanda es suficiente (Congreve, siglo XVIII). Y la demanda ya no se limita a los estudiosos, porque las obras completas son un homenaje para los consagrados y un lujo para el hogar, aunque no se lean.
El autor legendario por su obra acaba llamando la atención por sí mismo, a costa del interés en la lectura de su obra. Interés que llega a depender menos de los textos y más de que sean suyos. (Un texto mediocre, un cuadro excelente, suben o bajan de aprecio cuando se descubre que el autor era otro, no el que se creía.) La sociedad se engolosina con sus autores consagrados, y esto los induce a verse desde la fama, desde la posteridad. A dejarse llevar por su posible figura legendaria, resistiéndola (cuando no les gusta) o retomándola, como parte de su propia creación. La imagen que de ellos tenga el público (o quieran ellos inducir) puede condicionar el desarrollo de su obra y hasta de su vida. Byron, por ejemplo, asume su leyenda romántica no sólo en sus poemas, sino en su conducta personal, con un protagonismo heroico que tiene consecuencias: en su vida pública (el escándalo, la lucha armada contra el imperialismo turco), en el mercado (que lo convierte en un bestseller) y en sus finanzas personales (Robert Escarpit, De quoi vivait Byron?, Deux-Rives, 1952). Cuando aparecen la prensa y la televisión, el protagonismo desemboca en los grandes proyectos de creación de sí mismo como una marca famosa.
d) Frente a lo cual surgen proyectos de veras ambiciosos: organizar artísticamente toda la producción como una sola obra, cuya unidad supera los libros que la forman (Balzac, siglo XIX). Concepto distinto (y, en el caso de Flaubert, claramente opuesto) al del artista como personaje, cuya verdadera obra es su carrera pública.
1. Las obras completas como cuidado póstumo
A diferencia de la literatura actual (dominada por la presencia del autor hasta ser, en gran parte, literatura del yo), en la literatura oral, y en los comienzos de la literatura escrita, domina la presencia del texto, frente a la “ausencia” del autor: su anonimato o desplazamiento a una distancia mítica. La integridad del texto, su reproducción de memoria, la transcripción de los escribas, la obtención, acumulación, conservación, clasificación y consulta de los rollos y códices en lugares apropiados, la crítica textual, el estudio, la preparación de ediciones críticas, son proyectos póstumos, no ambiciones creadoras del autor. Son las palabras de la tribu que se guardan en la memoria. Son las colecciones de rollos que se guardan en una biblioteca. Son la transcripción, la crítica y la edición filológica de textos del autor sagrado, legendario, anónimo. Son el homenaje póstumo a las obras de un autor admirado.
Un ejemplo importante de esta evolución se da en Antímaco, en el cual coinciden tres momentos editoriales muy distintos: la reproducción oral, la circulación escrita y el cuidado póstumo de la obra de un autor admirado. Fue primero discípulo de un rapsoda homérico (recitador). Luego, editor de Homero (escriba). Y, finalmente, un poeta admirado cuyos poemas (hoy perdidos) fueron a su vez compilados por Heráclides Póntico, a instancias de Platón. O sea que Antímaco participa en la conservación de las “obras completas” de Homero en la memoria; participa en la edición transcrita de esas mismas obras, ordenada por Pisístrato; y, como autor de su propia obra, es uno de los primeros consagrados por una compilación póstuma. Heráclides hizo un viaje especial a Cnosos para buscar sus escritos, copiarlos, ordenarlos y tenerlos en la biblioteca de la Academia. Veneración que había empezado en vida, como cuenta Alfonso Reyes, siguiendo a Cicerón: “Cuando Antímaco leyó en público su poema [épico la Tebaida], todos los presentes fueron desapareciendo uno por uno, hasta que sólo quedó Platón. ¡No importa dijo el poeta. El juicio de Platón vale para mí por otros mil! Y continuó su recitación.” (La crítica en la edad ateniense, oc XIII).
Si no hay un caso más antiguo, las obras completas de Antímaco (siglo IV a.C.) son las primeras de un autor conocido, y se organizan después de su muerte como el proyecto de un editor. Esta iniciativa de Platón (afín a su propia “edición” de las “obras completas” de Sócrates: escribir diálogos que recrean su argumentación oral y su figura pública) no parece tener antecedentes. Hay que forzar mucho las cosas para ver así los trabajos de fijación, edición y estudio del Pentateuco en el siglo X a.C. (si cabe considerarlo como las obras completas de Moisés); los trabajos curatoriales y editoriales atribuidos a Confucio (551-479), aunque son muy posteriores, y no son las obras completas de un autor, sino compilaciones misceláneas (documentales, rituales, cronológicas, antológicas); o los trabajos de transcripción de las distintas versiones orales de la Iliada y la Odisea (si cabe considerarlas como las obras completas de Homero).
Los cuidados de la Academia de Platón fueron ampliados en el Liceo de Aristóteles y perfeccionados en la Biblioteca de Alejandría, donde Aristarco hizo la primera edición crítica: reunió las transcripciones que había de la Iliada y la Odisea, las cotejó verso por verso, comparó las variantes y estableció el hexámetro que más le convencía en cada renglón (siglo II a.C.).
2. Las obras completas como negocio editorial
El segundo concepto de obras completas nace como proyecto comercial de un editor contemporáneo del autor.
La aparición de la imprenta (siglo XV) bajó el precio de los libros que antes se copiaban a mano (la Biblia, los misales, breviarios, comentarios bíblicos, tratados teológicos, clásicos griegos y latinos) y creó la posibilidad de llegar al gran público. Esta posibilidad (abierta por la nueva tecnología y la naciente burguesía) se mostró en algunos bestsellers, empezando por la Biblia; pero no podía ir muy lejos (en número de ejemplares vendidos) por el simple hecho de imprimir los mismos libros que se copiaban en la Edad Media o los nuevos libros que empezaron a producir los humanistas (traducciones de clásicos, compilaciones de frases, diccionarios, diálogos filosóficos, sátiras maravillosas como el Elogio de la locura, un bestseller de Erasmo). Los mayores mercados ahora posibles auspiciaban la creación de contenidos menos minoritarios para ese gran público potencial: libros de divulgación, enciclopedias, manuales, comedias, novelas, panfletos, textos satíricos y libertinos, almanaques y otras publicaciones periódicas. Propiciaron el surgimiento de escritores que asumían la conciencia burguesa.
Esta nueva conversación, más la tecnología, más la prosperidad, llevaron el negocio editorial a un apogeo notable en el siglo XVIIi, y a la consagración temprana de autores como William Congreve (1670-1729), creador de la comedy of manners, que a los cuarenta años publicó sus obras completas, como broche de oro de una carrera dramática que ya no le interesaba. Un editor pirata había reunido cinco piezas suyas en un volumen, y eso provocó que un editor legítimo lo convenciera de reunir toda su obra, que Congreve revisó cuidadosamente para ser leída, y se vendió bien (Julie Stone Peters, Congreve, the drama and the printed word).
Voltaire no tuvo tanta suerte. Un editor lo convenció de organizar sus obras completas, pero, una vez que recibió el paquete, lo revendió, en vez de publicarlo. Afortunadamente, el comprador fue Beaumarchais, que hizo una buena edición póstuma (Robert Darnton, The business of enlightenment: A publishing history of the Encyclopédie, 1775-1800).
En cambio, Goethe, festejado a los veinticinco años como autor de un bestseller, con el cual muchos jóvenes lectores se identificaron hasta el suicidio (Las tribulaciones del joven Werther, 1774), pudo ser coronado a los 58 como un clásico en vida con la publicación de sus obras completas, que cuidó personalmente. Además, como puede verse en las cartas y contratos, tanto Goethe como su editor estaban muy conscientes del negocio, que continuó con tres ediciones más (una pirata) en vida del autor (Sigfried Unseld, Goethe and his publishers).
3. Las obras completas como ambición artística
Balzac vivió una experiencia comercial semejante con sus editores, pero tuvo la inspiración creadora de elevarla hasta un tecer concepto de obras completas: el proyecto artístico de un autor, que integra el conjunto de todo lo que ha escrito con lo que piensa escribir. Hay un antecedente conceptual, que dejó Jean Paul Richter en un apunte (inédito hasta el siglo XX): “Me gustaría hacer una sola gran novela con todas mis novelas” (Ideengewimmel, una selección de anotaciones traducida como Être là dans l’existence por Pierre Deshusses, Payot Rivages, 1998). En español, hubo el caso de Valle-Inclán. Rafael Dieste, que de joven frecuentó su tertulia, me contó cuánta importancia le daba a la organización de cada libro y de toda su obra; los problemas que enfrentaba al escribir un texto nuevo, cuando le parecía obvio que debía entrar en un libro ya publicado, aunque tuviera que reacomodar el conjunto de su obra; cómo ignoraba las críticas que recibía por esto, de amigos y editores; y cómo, finalmente, optó por editar él mismo y por su cuenta sus obras completas, para plasmar su concepción artística, sin trabas de nadie.
El proyecto testamentario de un autor sobre su obra es otra forma de la misma preocupación. En 1926, sin haber cumplido los 37 años, Alfonso Reyes escribe en París una larga “Carta a dos amigos” (Enrique Díez-Canedo en Madrid y Genaro Estrada en México), “a manera de seguro de vida o preocupación de viaje”, sobre cómo organizar sus publicaciones “fortuitas, caprichosas, improvisadas” en una edición póstuma, si muere. Reyes tenía experiencia en ediciones póstumas, y habla en particular de “¡los trabajos que pasé con los manuscritos de Amado Nervo! El solo buscarlos y juntarlos era ya larguísima tarea. ¿Y el temor, luego, de agrupar los artículos sueltos en forma que no complaciera a los manes de mi amigo?” (OC IV).
El concepto de las obras completas como una sola obra también aparece en las normas catalográficas y en las leyes autorales, aunque por razones prácticas. Si de un autor como Reyes existen libros de poemas, de teatro, de cuentos, de ensayos, cada uno debe catalogarse y asignarse a la sección correspondiente en las bibliotecas. Pero si, además, existe una edición de sus obras completas, ¿dónde ponerla? Se clasifica aparte, como una obra distinta, en la sección de “obras generales”. También por razones prácticas, se ha legislado que “El derecho de editar separadamente una o varias obras del mismo autor no confiere al editor el derecho de editarlas en conjunto. El derecho de editar en conjunto las obras de un autor no confiere al editor la facultad de editarlas separadamente.” (Ley federal de derechos de autor, México, 1963.)
Para efectos legales y catalográficos, las obras completas de un autor son como otra de sus obras, aunque es obvio que entre los veintiséis volúmenes de las obras de Reyes, no puede haber uno que contenga sus Obras completas (paradoja russelliana, resuelta en broma por Augusto Monterroso, al publicar un libro titulado Obras completas… y otros cuentos). Sin embargo, para efectos artísticos, está claro (como en Russell) que no hay paradoja: las obras completas son un conjunto de otro nivel, distinto del que tienen las obras que la integran. Así como una frase memorable puede ser una obra por sí misma, y circular en la memoria separadamente del poema, del cuento, del ensayo, del cual forma parte; que, a su vez, puede (y debe) ser una obra por sí misma, separadamente del libro; que, a su vez, puede (o debe) ser un conjunto logrado, no un simple amontonamiento de poemas, cuentos, ensayos; también el conjunto de los libros de un autor puede (¿debe?) ser una obra por sí misma.
Está claro que un cuento es una obra con un ámbito propio y un perfil definido, y está claro que los cuentos se amontonan en colecciones desde la Antigüedad. Pero la idea de una colección de cuentos que no sea un simple amontonamiento, sino una obra por sí misma, es un proyecto artístico reciente en la historia literaria, quizá inventado por Balzac en 1830, al integrar seis cuentos largos o novelas cortas bajo el título general de Escenas de la vida privada. De ahí nace el proyecto supremo de las 137 novelas como una sola obra.
Para las ambiciones del joven Flaubert, las obras completas son la culminación que organiza artísticamente (y, así, modifica hacia su sentido pleno) cada uno de los libros, capítulos, párrafos, frases y palabras que la integran como una sola obra. Se trata, naturalmente, de un proyecto imposible. No sólo por su desmesura, sino porque la evolución creadora de una obra tiene algo de sonámbulo. El autor (como toda conciencia de sí) nace a medio camino, sobre la marcha, y su despertar es siempre relativo. La lucidez nunca es absoluta, y menos aún previa y planificadora de la creación. La lucidez se hace en el hacer. El autor se hace en la obra. Quienes saben perfectamente lo que quieren, todavía no despiertan.
Lo valioso de la exigencia de Flaubert es todo lo contrario de un plan preconcebido que se va realizando. Al suponer que la publicación debe posponerse hasta tener las obras completas, su desmesura es realista, porque el cambio de una simple coma aquí provoca un nuevo cambio allá; un párrafo modificado en este libro tiene efectos en otro; cada texto nuevo que se escribe obliga a reacomodar el conjunto. Concebir la obra completa como una constelación de partes interactivas es un ideal heurístico, de búsqueda experimental, que se va dejando llevar por el impulso creador, pero va sometiendo los resultados a la lectura crítica; que trata de entender lo que escribió, de eliminar o corregir lo que no tiene sentido y de orientarse por lo que pide eso que está ahí, para seguir a donde va: el encuentro feliz, inesperado y esperado, la revelación de algo nuevo habitable, que pone todo en resonancia, hasta la última palabra insustituible, hasta la última sílaba, hasta la última coma.
Esta unidad feliz, naturalmente, es más fácil de alcanzar en un poema o en una página perfecta, como tantas que escribió Reyes, que en el conjunto de las trece o catorce mil que tienen sus obras. Las obras completas como género literario (la constelación perfecta) son un ideal imposible. Pero tanto el creador a medio camino (para entender lo que ha nacido y lo que pide nacer), como el editor póstumo (para organizar lo disperso), como el lector crítico (para apreciar el conjunto) pueden reconocer este ideal riguroso de una obra regida plenamente por la felicidad de la lectura. ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.