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Hace algunos años, en una fiesta, comenté una idea: que muchos pueblos vuelcan hoy en el fútbol la misma pasión y el mismo nacionalismo irracional que antes destinaban a la guerra. Es decir que, en algún modo, el fútbol ocupa ahora el lugar que antes era de la guerra. No recuerdo, por supuesto, las palabras exactas con las cuales lo expresé. El caso es que fui malinterpretado. Algunas de las personas que estaban allí creyeron que yo quería decir que ahora hay menos guerras que antes gracias al fútbol y, para refutarme, se pusieron a enumerar algunos de los conflictos que ocurrían en el mundo en aquel momento.
Tuve que explicar en detalle que no fue eso lo que había querido decir. Y sin embargo, quien después sí lo dijo fue John Carlin, escritor y periodista británico, una de las voces más respetadas cuando se habla de las relaciones entre política y fútbol. En un artículo publicado en el El País escribió que “no es una exageración afirmar que gracias al fútbol el mundo es menos violento y cruel de lo que sería sin él”. Y también:
“La identidad de cada ser humano se ha definido a lo largo de los siglos a través de la familia pero también a través de la nación, o de la ideología, o la religión. Un fenómeno mucho más reciente es el de satisfacer la necesidad de pertenencia colectiva a través de un equipo de fútbol […] Millones y millones de personas canalizan sus inevitables antagonismos tribales vía el fútbol […] La feliz diferencia es que los fanatismos se expresan en gritos o llantos fugaces, en euforia o dolor pasajero, y que los resentimientos, en vez de cocinarse a fuego lento durante años o siglos, se purgan con la esperanza de un resultado favorable la semana o el curso siguiente”.
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También es claro que el fútbol —y el deporte en general—ha sido utilizado, en muy diversas ocasiones, con finalidades políticas, tanto para distraer a los pueblos de asuntos de mayor importancia como para azuzar su nacionalismo y encauzarlo hacia los fines que los gobernantes desearan. Casos como el de las Olimpíadas de Berlín en 1936 o el Mundial de Fútbol en Argentina en 1978 son solo dos de los más tristes y célebres ejemplos.
Esto fue posible gracias a que los deportes son un canal muy apropiado para, como escribe Carlin, “satisfacer la necesidad de pertenencia colectiva”. Y tal fenómeno se produce siempre ante determinados acontecimientos (los mundiales de fútbol, sobre todo), por más que no exista la voluntad deliberada de aprovechar un partido o un campeonato para exacerbar los sentimientos patrióticos.
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En estos días los argentinos recordamos de un modo especial un acontecimiento del que se están cumpliendo treinta años: el Mundial de México de 1986. Se han publicado libros, numerosos artículos, documentales, programas de televisión; incluso una cuenta de Twitter llamada “Viviendo el 86” que publica sus posts “en tiempo real” como si estuviéramos en aquel año.
Y es que aquel torneo tiene un significado muy particular para los argentinos. Y dentro del torneo, un partido: el choque versus Inglaterra, el 22 de junio de aquel año. Y dentro de ese partido, cuatro minutos. Los cuatro minutos en los que Diego Maradona convirtió dos de los goles más famosos de la historia del fútbol: la mano de Dios y el barrilete cósmico. Los cuatro minutos más trascendentales de la historia del fútbol argentino.
Habían pasado apenas cuatro años desde la Guerra de Malvinas. Un grupo de diputados argentinos presentó un pedido al gobierno para que retirara el equipo de la Copa del Mundo, ya que —desde su punto de vista—no se podía jugar al fútbol contra el enemigo. La solicitud fue desestimada, claro, pero ¿qué hubiera pasado si en efecto Argentina retiraba a su selección?
En primer lugar se puede decir que Argentina solo habría ganado un Mundial, el jugado en su propia casa. Es decir, estaría en el palmarés en la misma situación que Inglaterra y Francia, por debajo de España, que fue campeón fuera de su país. Pero, además, Maradona no habría tenido esos cuatro minutos. No habría dibujado aquel barrilete cósmico. No le habría pedido prestada la mano a Dios. Maradona no sería Maradona. Y los argentinos no seríamos lo que somos. Porque para un pueblo tan futbolero, para personas tan dadas a satisfacer su necesidad de pertenencia colectiva a través del fútbol, aquellos goles, aquella victoria, aquel Mundial, no fueron solamente acontecimientos deportivos. Fueron hitos que quedaron grabados a fuego en la memoria y la identidad colectivas. Si los argentinos somos como somos, con todos nuestros defectos y todas nuestras virtudes, en alguna medida (quizá mínima, pero una medida al fin) es por aquel Mundial, aquel día, aquellos cuatro minutos de gloria.
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El fútbol no tiene nada que ver con la guerra, está claro. No quisiera que se me vuelva a malinterpretar. La cuenta “Viviendo el 86” narra que el 19 de junio de ese año, tres días antes del partido, un periódico mexicano publicó un desafortunado anuncio: “No se pierda el domingo 22 la segunda versión de la Guerra de las Malvinas”. Por suerte, los jugadores, cuerpo técnico y demás integrantes de ambos planteles se comportaron con mucha mayor responsabilidad e hicieron caso omiso de las provocaciones periodísticas.
De todos modos, estoy convencido de que los hinchas volcaron en aquel partido la misma pasión y el mismo nacionalismo irracional que cuatro años antes habían destinado a la guerra. Cometeré la osadía de afirmar que los goles de Maradona fueron, en algún sentido, goles de la patria. No sé, en realidad, qué es la patria, y no sé si hay alguien que lo puede explicar. Pero tiendo a creer que la patria —como el paraíso—es individual: cada uno tiene la suya, conformada por sus anhelos y sus arrepentimientos, sus ídolos y sus demonios, sus memorias y sus olvidos. En la mía, aquellos goles, aquellos cuatro minutos, ocupan un lugar preponderante.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.