Escena de "Ricardo III". Foto: Sebastián Kunold / INBA

¿Todo cabe en la Muestra Nacional de Teatro?

Un recorrido por algunas de las obras destacadas que se presentaron en la más reciente Muestra Nacional de Teatro.
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Por primera vez en cuarenta años, la Muestra Nacional de Teatro (MNT) se llevó a cabo en la Ciudad de México. La iniciativa nació en 1978 ante el interés de teatristas del interior del país por compartir necesidades creativas y exponer sus avances artísticos frente a la producción del otrora Distrito Federal, en ese tiempo el único horizonte escénico profesional. Incluso, durante algunas emisiones se prescindió de grupos capitalinos.  

El centralismo sigue alojado en la estructura fundacional de las políticas culturales y la Ciudad de México aún es el principal referente de la escena nacional. Sin embargo, esta MNT sirvió para examinar fenómenos que escapan al habitual modelo de producción y exhibición capitalino, donde el prestigio artístico suele ser consustancial al número de espectadores que pagan boleto en una sala, privada o pública. Experiencias como el teatro comunitario, penitenciario, popular, indígena o escolar no encajan con el ímpetu mercantilista de gran parte de la escena chilanga, donde el espectador es primordialmente un cliente.

Si los contrastes creativos generan perspectiva, quizás en esta Muestra también originaron empatía las técnicas de producción y actuación de la República teatral, en especial desde la autocrítica a una visión desdeñosa del centro hacia la periferia, pues se trató, por primera vez en años, de una muestra y no de un festival donde órganos colegiados promueven intereses estéticos particulares. Fue realmente un muestrario de diversas poéticas, aunque inexplicablemente la dirección artística excluyó el teatro para las infancias, reafirmando los criterios adultocéntricos que pululan en la escena nacional. También se instaló una inédita Muestra en Off, denominada La Libre Muestra, organizada paralelamente y de forma desigual por diversos espacios de la metrópoli, cuya repercusión fue francamente exigua.

Aquí trato de indagar en lo más representativo del quehacer, con la limitación que impusieron las posibilidades de acceso a los espectáculos, pues la alta demanda del público para las obras de pequeño y mediano formato (gratuitas) impidió cierta cobertura. Esto corrobora que sí existen espectadores para el teatro en la Ciudad de México, pero no siempre tienen dinero para adquirir una entrada.

 

Bala’na y Andares

Makuyeika Colectivo presentó Andares, espectáculo que sitúa a los jóvenes indígenas en el centro de una ficción atravesada por la cotidianidad. Héctor Flores Komatsu, sin duda una de las revelaciones de esta Muestra, construyó un artefacto escénico poliédrico con anécdotas entrañables de un joven maya que impugna el pasado célebre de su pueblo ante un presente posmoderno, una muxe que afronta y cuestiona el rol que tiene en la cultura zapoteca y un joven wixarika angustiado por no lograr cazar un venado, tal y como lo hicieron sus ancestros. No se trata de un relato folclórico, sino de un entramado contradictorio y a ratos festivo cuya carga emotiva estriba en el poder narrativo de los actuantes, cifrado en la simpleza y honestidad verbal, más que en una técnica actoral depurada.

El mismo actor deslumbrante de Andares, Alexis Orozco, nos mostró en el unipersonal Bala’na, del grupo tehuano Teatro Alternativo Dixhaza, un emotivo recorrido por la vida de una muxe que se prostituye en las calles de la Ciudad de México para sobrevivir. Sin melodrama y rozando la autoparodia, gozando plenamente de sus herramientas narrativas, pone en perspectiva la sexualidad de los pueblos originarios, la relación del cuerpo muxe con los entornos citadinos y las jerarquías subyacentes a los entornos indígenas y rurales. Aunque las herramientas del intérprete son limitadas, su poder de interacción y convencimiento transmite empatía perdurable desde el inicio de la pieza.

 

Cielito sweet

El poder de este montaje reside en la sobresaliente capacidad corporal y gestual de la intérprete Briseida López Insunza frente a una anécdota simple: una bailarina reflexiona sobre su maternidad hasta encontrar refugio metafórico en la hegemonía política del país.

Aunque la puesta en escena de Teatro en el Incendio y Lux Boreal roza lo indescifrable, el fundamento estético de la pieza estriba en la relación de la intérprete con su cuerpo y el discurso performativo inherente al interés del director por generar “una metáfora” orgánica de la opresión. Concepto confuso pero enmarcado en una trama de particular imaginería con potencia visual y sonora, que lamentablemente se empaña por la superficialidad y desconcierto temático.

 

Sed

Otro ejemplo de un tipo de teatro parcialmente ilegible, poco atractivo para espectadores no avezados, fue Sed, del Colectivo Charalito y La Justiciera. Una puesta en escena de exploración erótica atemporal que trata sobre la insatisfacción e imposibilidad de aprehender el placer, que concluye con un episodio vampiresco francamente ridículo. La obra está a merced de una dramaturgia endeble, divagando temáticamente en la voz de los intérpretes Fernanda Bada, Tomás Rojas y Valentina Martínez Gallardo, quienes, sin embargo, llevan a cabo un trabajo plausible de contención y comunicación donde no faltan escenas plenas de belleza y figuras verbales agudas. Pero la obra en general no subvierte, ni emociona, ni propone una lectura singular del mundo erótico, sobre todo por lo débil del argumento dramático que se agota velozmente. Uno piensa que este tipo de actores con una dramaturgia potente harían una gran puesta en escena. Y siendo una de las pocas obras capitalinas en la MNT, uno se pregunta si no había en la cartelera chilanga trabajos con un mayor pertinencia artística.

 

Respira y chuta

Surgido del Programa Nacional de Teatro Escolar en Michoacán, se trató de uno de los pocos espectáculos para público específico programados en la MNT. La dramaturga Verónica Villicaña extrajo un tema fundamental en la adolescencia actual: el empoderamiento femenino en espacios tradicionalmente masculinos, como el fútbol. El problema es que la dramaturgia del montaje se sostiene solo por la idea, pues el despliegue anecdótico es inverosímil –se habla de futbol pero no vemos a las actrices jugar (ni literal ni simbólicamente) más que en un extraño video naturalista– y las peripecias abruman por su patetismo, propio de melodramas esquemáticos y estereotipados. Además, deja irresponsablemente abierta una historia referente a la anorexia de un personaje que, se banaliza continuamente; cuando se trata de público específico debe existir una reflexión ética sobre estos temas. La problemática dirección de actrices –entradas y salidas inexactas, tonalidad vocal desigual y un vestuario que sexualiza a las intérpretes– contrasta con la energía y calidez de cuatro jóvenes que sacan adelante con dignidad un texto dotado de lugares comunes y predecible. No obstante, habría que observar el montaje en su contexto y para el público para el cual fue diseñado. 

 

El gran inquisidor y Radio piporro y los nietos de don Eulalio

Dos propuestas diametralmente opuestas de un mismo origen. Es interesante haber visto en una sola Muestra las dos caras de un teatro tan discutido como atractivo, el regiomontano. La ciudad de Monterrey en términos teatrales ha estado desligada de algunas de las corrientes y debates modernizadores del teatro mexicano y por lo tanto se observa desde afuera una mayor exigencia en su producción.

En el caso de El gran inquisidor hallamos un triángulo de indagación y cuestionamiento dogmático –que no espiritual– en torno a la figura del Cristo explotado por el catolicismo. El poema escénico, basado en el original de Fedor Dostoievski (contenido en Los hermanos Karamazov), propone el retorno de Cristo Jesús. Aunque la puesta en escena posee un dispositivo interesante y la metáfora de la cruz intervenida según los alcances de cada actuante es llamativa, ni la historia, ni las interpretaciones ni mucho menos la tautología del texto nos hacen pensar que el teatro regiomontano haya salido del siglo XX. Montaje cifrado en cierta tonalidad formal que los intérpretes no trascienden y que no ayuda al desarrollo de algún condimento de ficción, el principal mérito de este trabajo es la estructura de la puesta en escena, no su contenido.

Por el contrario, en Radio Piporro y los nietos de don Eulalio encontramos un oasis de indagación identitaria que, oscilando entre la esquizofrenia y la autobiografía, nos propone una delirante deconstrucción fársica del Noreste a partir de la figura encumbrada del popular cantante Eulalio González “El Piporro”. Mediante la utilización de decenas de elementos no solo hilarantes sino sorpresivos, continente y contenido hacen un ensamble exquisito. Imposible no salir de la sala diciendo “ajúa” y envidiando la explotación de los rasgos de identificación del norteño que el director Víctor Hernández ha llevado a un nivel de desacralización memorable, que es al mismo tiempo fiesta, parodia y homenaje. Dos montajes provenientes de una misma ciudad que abrazan dos perspectivas teatrales distintas: la entretenida diatriba a la identidad y la nostalgia creativa.   

 

Ciudad de tres espejos

Fenómeno reciente de la nación teatral: grupo consolidado invita a artista –preferentemente director/dramaturgo– a llevar a cabo una creación escénica genuina con su elenco. Uno de los grupos más representativos del interior del país, TATUAS de Sinaloa, invitó a Saúl Enríquez a poner en perspectiva la ciudad de Culiacán a través de un eco poético implícito en tres historias que confluyen para ponderar el escrutinio civil de los desparecidos, las fosas clandestinas y los rostros desvencijados por la narcoviolencia. Aunque el texto asume virtudes metafóricas y propone singulares juegos actorales que llaman la atención del espectador, el mecanismo de imbricación de las historias y el desigual tono actoral precipitan al tedio. El ritmo de la puesta en escena es pausado, su desenlace potente (emotivo y catártico), pero no presenciamos una lectura original sobre el tema, sino reiteraciones. Un trabajo poderoso y singular en lo estructural pero con deudas en el tejido de la urdimbre dramática y de la relación simbólica de la ciudad con la puesta en escena.    

 

Ñeyivi meeni, niña tierna mía

En cada MNT existe por lo menos una puesta en escena polémica que agota los espacios de conversación entre los participantes. En esta ocasión fue la obra oaxaqueña de Francisco Reyes dirigida por Pedro Lemus, que trata sobre dos hermanas casi niñas que son entregadas por su padre a un cacique en compensación por una deuda, y lidiarán entre sí por ser la favorita. El tratamiento actoral inconexo con el tema, el escaso tacto del director para encarar las escenas de violencia y la sumisión ante un naturalismo que ensalza y justifica lo que pretende criticar fueron suficientes argumentos –en especial desde una necesaria perspectiva de género– para examinar qué y cómo se tratan ciertos temas en el espacio público del teatro mexicano.      

Más allá de linchamientos y arrebatos de pureza, es fundamental comprender que tierra adentro este es el tipo de teatro que se presenta continuamente bajo un perfil pretendidamente social y de prevención, pero encubre serias carencias discursivas y de actualización en la perspectiva de género de  los creadores. Un llamado de atención impostergable.

 

Ricardo III

La gran protagonista de esta Muestra fue la puesta en escena de Itari Marta, a partir del original de Shakespeare con la Compañía de Teatro Penitenciario de Santa Marta Acatitla. El Teatro de la Ciudad Esperanza Iris quedó rendido en una ovación de pie ante la experiencia de ver a un puñado de reos que recobraron la libertad (por unas horas) como actores “para cometer el crimen” isabelino. Aunque la adaptación utilizada es discutible por la modificación del tono y el desigual trazo anecdótico, el poder simbólico que generan los reclusos –que salieron a dar función fuertemente custodiados–está por encima de análisis estéticos y ejemplifica las inquietudes de varios creadores por hacer teatro fuera del teatro.

La conmoción fue generalizada y nació con este acontecimiento, que pasará a la historia del teatro mexicano, la necesidad de un circuito de producción escénica nacional en espacios de reclusión que forme parte de las políticas culturales venideras. El teatro como herramienta de pacificación y reinserción social es posible, e Itari Marta y el Foro Shakespeare lo demostraron con un espectáculo emotivo y memorable.

 

Amor es más laberinto y Algo en Fuenteovejuna

Dos ejemplos del teatro áureo traídos al presente. Amor es más laberinto de la directora yucateca Raquel Araujo –quien fue investida con la medalla Villaurrutia al inicio de la MNT– sobre el original de Fray Juan de Guevara y Sor Juana Inés de la Cruz, probablemente la primera dramaturga reconocida como tal en nuestra lengua. Aunque se le reconoce como poeta, escribió más teatro que sonetos –sus obras de género dramático suman cincuenta y dos, incluyendo las obras escritas en coautoría– y su huella dramática aún debe estudiarse y explorar en la escena.

En el montaje llevado a cabo en coproducción por La Rendija Teatro, el Fondo Regional para la Cultura y las Artes de la Zona Sur y la Compañía Nacional de Teatro se destacó justamente la preeminencia del verso por encima de la acción dramática. ¿Por qué no adaptar verdaderamente esta noble pieza barroca a la modernidad y solo mediar desde algunos rasgos de la puesta en escena? ¿No habría querido Sor Juana, una de las escritoras más audaces de la historia de la literatura occidental, que su mensaje se adecuara a los tiempos que corren tal y como sucede en la poderosa escena final de la pieza? A ratos letárgico por las tribulaciones actorales de un cuadro interpretativo muy desigual y un dispositivo ficcional extenuante por reiterativo, que se regodea en la estructura lírica y ofrece insuficientes metáforas con el presente, el montaje es sobre todo un homenaje, más que un acto comunicativo con el espectador actual. En este esfuerzo interpretativo destacan en el manejo del verso las actrices Zaide Silvia Gutierrez, en el rol de Minos, y Nara Pech que interpreta proverbialmente a dos personajes entrañables, Atún y Racimo. Aunque el esfuerzo de la Compañía Nacional de Teatro por coproducir con artistas y grupos del interior es digno de encomio, sería deseable que trascendiera la mitificación y se preguntara cuál es la vigencia de su repertorio y los alcances de sus –millonarios– emprendimientos escénicos. ¿Para quién hace teatro la Compañía Nacional?    

En contraste, Algo de Fuenteovejuna, dirigida por Fernando Bonilla, utiliza lo mejor del original de Lope de Vega para construir una analogía con los Autodefensas de Michoacán y poner el dedo en la llaga de la violencia, sin reiterar la apología ramplona que han hecho los medios audiovisuales respecto a la narcocultura. En esta extraordinaria adaptación, fincada en expoliar la mejor sustancia anecdótica de la mítica obra del poeta madrileño, Bonilla establece un puente sensible que está impregnado de ironía. Salvo una escena de mal gusto con cabezas y ballet clásico, la obra transita estupendamente gracias al ritmo actoral de un elenco prodigioso guiado por Carlos Corona y Héctor Bonilla. La propuesta sonora es igualmente atractiva y el dispositivo escenográfico certero para contar la historia en diferentes espacios. Poco se habla de Fernando Bonilla como director de escena, porque su esmero como actor en los primeros años de carrera lo convirtió en uno de los intérpretes más solicitados del medio. Sin embargo, ha alcanzado la madurez creativa para erigirse como uno de los teatristas más solventes de la escena nacional, y este montaje atestigua su desbordada potencia creativa y su interés genuino por los temas actuales del país desde una perspectiva aguda pero no solemne. En un teatro como el mexicano que se compromete poco con posturas ideológicas, el de Bonilla es uno de los más implicados en hacerlo desde la ficción, lo que sin duda fue uno de los méritos para ser considerado entre los mejores directores de la MNT.

  

Entre pasillos se proponía dividir la Muestra entre obras legibles e ilegibles, entre espectáculos endogámicos (teatro para teatreros) y las obras para público en general. Otros señalaron que la MNT se podría dividir entre obras sobre violencia (en especial narcodramas) y el resto de temáticas. Los debates, las polémicas, los reclamos sobre la programación de tal o cual espectáculo son consustanciales al esfuerzo por abarcar el quehacer teatral de un país tan complejo. Sin embargo, analizando solamente la programación de esta MNT, es evidente que no fue un buen año para el teatro mexicano y que el volumen, nivel de exploración y alcance de la escena nacional ya no cabe en una Muestra Nacional de Teatro, ni siquiera si se realiza en la vasta Ciudad de México. Las nuevas autoridades culturales deberán asumir la definitiva modernización de la MNT o la defunción de este modelo de exhibición ideado para el siglo pasado.

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Es dramaturgo y crítico de teatro. Ha publicado, entre otros libros, Patán, hazme un hijo (Arlequín, 2015)


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