Cartas desde el invierno: The Long Night (T8E3)

Game of Thrones ya no se juega el cariño incondicional de su audiencia sino su lugar en el olimpo de las grandes series. El más reciente capítulo fue un tropezón notable en su ascenso a ese sitio. Una recapitulación semanal de la última temporada de la serie.
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Antes que nada: despidámonos en forma de aquellos que cayeron defendiendo Winterfell.

Ser Jorah Mormont: en verdad eres el más fiel sujeto que jamás ha caminado por Westeros, y el llanto de tu reina —tu últimamente insoportable, megalomaníaca reina— es quizá el único reconocimiento que buscabas. No importa, porque aquí tienes también el nuestro. Lyanna Mormont, la más pequeña y la más grande de la casa Mormont, vamos a extrañar rabiosamente la forma en que le propinabas sick burns a los adultos de la serie. Tu muerte estuvo llena de gloria; tu resurrección, no tanto. Edd Tollett: tus leperadas serán extrañadas por todos, pero por nadie como por Samwell Tarly, que no sé cómo podrá dormir sabiendo que te sacrificaste por él. Beric Dondarrion, viviste más de lo que debiste, y viviste y moriste bien. Sacrificarse para salvar a Arya –la verdadera protagonista de este episodio– es una forma noble de dejar este (o aquel) mundo. Theon Greyjoy: durante las primeras dos temporadas te dedicaste a ser un imbécil, primero, y un traidor malagradecido, después, pero has sufrido y has hecho lo suficiente para redimirte y verte partir ayer al servicio del mismo Stark que buscaste asesinar fue una buena manera de despedirnos. What is dead may never die, Theon. Melissandre de Ashai: nunca nos caíste bien. Mataste a Shireen Baratheon y básicamente fuiste un horrendo ser humano, pero llegaste en el momento justo para prestar ayuda, darle un discurso inspiracional a Arya y, más o menos, hacer todo lo posible para redimirte. Ahora sí: puedes marchar en paz.

Ya pasadas las formalidades, hablemos del capítulo de ayer.

El episodio, adecuadamente titulado “The long night” (el episodio duró hora y veintitantos minutos: en efecto, fue una noche larga), inició con una potencia notable. Las manos de Samwell Tarly, contrayéndose en primer plano en medio de espasmos de ansiedad y nerviosismo, estaban ahí para hacer eco de las manos de las audiencias, que hemos esperado este enfrentamiento por literalmente años. Lo que siguió fue un lindo tracking shot que recorrió Winterfell y nos mostró a algunos jugadores clave: Sam al frente, deshaciéndose de angustia; Lyanna Mormont atrás, gritándole órdenes a sus hombres; Tyrion Lannister, proveyéndose de chupe en el momento más indicado; Bran Stark y Theon Greyjoy, dirigiéndose a la trampa donde el primero haría de carnada y el segundo intentaría defenderlo. La serie ha desarrollado cierta experiencia en tomas largas: están en casi todas las grandes batallas, notablemente, en “The watchers in the Wall”, con este precioso plano secuencia de cincuenta segundos, una notable muestra de inteligibilidad narrativa en secuencias de acción.

La cámara se paseó enfrente de los ejércitos de Winterfell y Daenerys para mostrarnos los rostros de los soldados, que exhibían genuina preocupación. La formación de los unsullied, atrás, aguantando antes de la trinchera antes de los muros de Winterfell, y los dothraki, al frente, caballería ágil y sanguinaria capaz de hacerle frente a cualquier enemigo, separados por unas catapultas dispuestas a lanzar proyectiles en llamas a sus helados enemigos, nos permitió ubicarnos en las capas de la batalla. Esto es buen cine, es buena narración: tomas que permitan establecernos en el campo de batalla y entender qué significa para el enfrentamiento si un White Walker está peleando con un dothraki o con un unsullied.

La llegada de Melissandre –apenas una sombra montando un caballo que se cuela por quién sabe dónde, pero no voy a perder el tiempo tratando de explicármelo y asumiré que todo fue obra de un hechicero– encendió la batalla en más de un sentido: la toma en la que las armas de los dothraki (“Más guadañas que espadas”, precisó hace años Jorah Mormont) se envuelven en llamas a la distancia fue uno de los mejores momentos del episodio. “¿O sea que… van… a… ganar?”, me pregunté, con un gramito de esperanza, mientras lo veía. Era yo aún demasiado ingenuo. Melissandre y Ser Davos –quien la aborrece y prometió ejecutarla si volvía a poner un pie en el norte– tuvieron un encuentro que no pasó del habitual intercambio de miradas feas, tan común entre los abundantes enemigos aliados de la serie: “No hay necesidad de ejecutarme, Ser Davos, estaré muerta antes del amanecer”, le dice Melissandre. ¡Spoiler!, gritó la policía del internet.

(Qué momentazo ayer, por cierto, cuando todo el mundo comentó en vivo sobre Game of Thrones, sin tapar nombres ni ocultar emociones, catapultando 19 trending topics sobre la serie en Twitter. Fue uno de los instantes colectivos más emotivos que hemos vivido en tanto audiencia de Game of Thrones, y uno que por fin rompió todos los diques de la etiqueta antispoiler, que de pronto parece querer erigirse en patrullaje del Twitter, una labor tan caprichosa como irrealizable. Ni modo. No siempre puedes tener lo que quieres, pero si te esfuerzas y no abres las redes sociales, puedes conseguir lo que necesitas: ver el capítulo sin saber nada de antemano. En la mayoría de los casos, no se requiere castigar el disfrute y la conversación de quienes lo ven en directo para lograrlo.)

Espadas flameantes en mano, los dothraki se lanzaron a la carga, dispuestos a enfrentarse al ejército de la muerte. Y lo hicieron, los enfrentaron, aunque no pudimos ver nada. Atinadamente (al menos en esa secuencia), Miguel Sapochnik, director que se formó en House M.D., apostó por la oscuridad: los dothraki se encontraron con una negrura densísima de la que no muchos salieron vivos. El sacrificio del pueblo dothraki, gente de oriente a la que normalmente se le tilda de incivilizados, por si alguien gusta dibujar una analogía ahí, culmina un problema tanto narrativo como político que la serie ha arrastrado por temporadas: Daenerys se asume como líder del pueblo dothraki y afirma estimarlo y valorarlo, pero no existe un solo dothraki entre sus consejeros y tampoco muestra la menor consternación ante el sacrificio del pueblo que le valió sus tres dragones. Narrativamente, esto es una torpeza o un descuido; políticamente, es un rasgo que dice mucho de la serie, y no todo lo que dice es necesariamente bueno. Independientemente de la geopolítica de la serie, sin embargo, la toma en que las espadas en llamas se apagan gradualmente fue estremecedora.

Estremecedor fue también el arribo de la primera oleada de White Walkers, que ahora atacaban al frente unido de los wildlings y los unsullied. Vimos a Tormund, Brienne y Jaime –ese bizarro triángulo amoroso– gritar y liderar y desesperarse al frente de su gente, dispuestos a luchar y también a morir. Y morir fue precisamente lo que no hicieron, un poco para decepción de varios. El sensacional episodio pasado se sintió como una canción de despedida, pero la verdad es que anoche terminamos despidiéndonos de muy poca gente. Este aspecto no me parece menor. Game of Thrones es una serie que se distingue por no tenerle un apego irracional a sus personajes. Vaya, mataron a su aparente protagonista en la primera temporada, acaso la ejecución más inesperada desde Psycho de Hitchcock.

Sin embargo, ayer la serie le tuvo todo el apego que no le había tenido a sus personajes en siete temporadas: gente como Podrick o Tormund pudieron haber partido sin mayor problema, incluso apelando a la misma lógica interna del programa. Una y otra vez, Sapochnick y Weiss y Benioff, director y guionistas, colocaron a los personajes en situaciones de peligro asfixiante, y una y otra vez les tembló la mano a la hora de dejarlos morir. Por supuesto, no me molesta seguir viendo los esfuerzos de Tormund por ligarse a su Big Woman, pero sí creo que la serie fue un poco inconsecuente respecto a sí misma. Acaso sea porque esta temporada parece tener una irremediable tendencia al aplausómetro, acaso sea porque siguen reservando muertes para lo que viene, pero el caso es que me habría gustado ver un poco más de aquella congruencia narrativa que nos llevó a despedirnos de personajes tan capitales como Stringer Bell en The Wire o Chris Moltisanti en Los Soprano una vez que les llegó su momento. Es decir: amo a Samwell Tarly, pero mantenerlo vivo a pesar de que se la pasó llorando y en el suelo todo el episodio se siente un poco facilón. Lo hubieran mejor mandado a las catacumbas, como yo erróneamente pensé que sucedería en el capítulo pasado.

Otra cosa facilona, ya que estamos en eso: la mayoría de las secuencias de los dragones. De acuerdo, yo entiendo que el ejército de la noche arrastraba consigo un aguanieve de miedo y que la batalla sucede de noche, pero eso no es pretexto para que la mayoría de las secuencias no se entendieran. La cámara shaky –a la que por principio me cuesta trabajo abrazar pero que inevitablemente he aprendido o me he resignado a apreciar– no permitió que las secuencias de vuelo fueran inteligibles, y no creo que se haya debido solo a las ganas de transmitir la confusión de la batalla: episodios como “Beyond the Wall” o “The Battle of the Bastards”, llenos de cortes rápidos y tomas inestables, establecieron la importancia central de las tomas aéreas en la prosa de las batallas, ayudándonos a entender el avance de las fuerzas enemigas y, al mismo tiempo, incrementando la tensión. Ayer no sucedió eso. Tuvimos momentos de calma belleza, como cuando los dragones digitales planean sobre las nubes, pero en general, lo de ayer no fue precisamente la mayor muestra del potencial cinematográfico de Game of Thrones, una serie que jamás ha sido una película de Anthony Mann pero que tampoco había descendido hasta la ininteligibilidad de los peores imitadores de Paul Greengrass. La foto de Fabian Wagner y la edición de Tim Porter también se mostraron desorientadas y desorientadoras, específicamente en cuatro momentos: la secuencia de la pelea de los dragones, donde es casi imposible determinar qué dragón vive y que dragón muere; aquella secuencia en la que The Hound se arroja para salvar a Arya en el patio de Winterfell solo para que cortemos a otra secuencia sin saber qué sucedió y los volvamos a ver, momentos después, separados y al interior del castillo; aquella en la que Arya se enfrenta al Night King, sin que sepamos de dónde diablos salió y cómo atravesó las hordas de zombis, y finalmente, aquella otra en la que Jon Snow se queda en medio de un montón de White Walkers recién resucitados, rodeado por delante y por detrás, solo para que cuando volvamos a él lo veamos tan campante, apenas con unos zombis enfrente y sin nadie atrás:

Lo cierto es que tampoco importa demasiado –aunque esa pelea entre dragones fue exasperante y confusa a partes iguales–, menos cuando entre las ininteligibles pero emocionantes secuencias aparecía lo que más nos gusta de esta serie: el drama telenovelesco. La interacción entre Tyrion y Sansa –ah, una pareja real de ensueño, la única pareja real que me interesa, dentro y fuera de este universo– fue memorable: los dos personajes más inteligentes de la serie tomando sus armas –“¿Se van a matar? ¡Que no se maten, por favor!”, recuerdo haber pensado– para después hacer frente a los muertos resucitados fue de lo mejor del episodio y también de la temporada.

De lo mejor de la temporada fueron, también, todas las secuencias donde apareciera Arya. Arya, nuestra Arya, la pequeña a la que hemos visto crecer hasta convertirse en una asesina letal, no nos decepcionó. Arya demostró su eficacia durante todo el capítulo: desde aquel momento en que enfrenta a los zombis con la gracia de una acróbata –ante los ojos de un atónito Ser Davos– hasta la mejor secuencia del episodio, esa diminuta película de terror que sucede en la biblioteca de Winterfell y que está a medio camino entre Night of the Living Dead y Mission: Impossible, es decir, fabulosa. Fabulosa también es la corretiza que le pegan los muertos vivientes, y también el arribo de Beric Dondarrion y The Hound, quien no murió nomás porque tenemos que verlo agarrarse con su carnal, The Mountain. Maisie Williams está en este episodio aún más brillante que de costumbre, con su rostro a medio camino entre el dolor y la tensión de la inminente muerte, con sus pausas para sujetarse el costado y su rostro ensangrentado pero vivo, siempre vivo. Eso fue lo mejor de todo el episodio: la cámara se acercó al rostro de Arya en un close-up extremo que, a la vez, difuminó los bordes de la imagen, ayudándonos, ahí sí, a contagiarnos de la agonizante adrenalina que invadía a nuestra Arya.

Al final, fue Arya la que salvó a todos, en un giro final que nadie vio venir. Es verdad: la llegada de Arya, momentos antes de que el Night King por fin se escabechara a Bran, colinda con el deus ex machina y nos deja con un montón de preguntas acerca de la edición del episodio. Game of Thrones es una serie inmensa: la más cara, la más complicada de filmar, quizá la más vista. Sus múltiples tramas han sido un infierno para su propio creador, que está preso entre las redes de sus novelas sin poderlas terminar satisfactoriamente, y la serie, acaso de forma inevitable, ha padecido de los mismos problemas.  Las audiencias hemos aprendido a quererla incluso a pesar de eso, y el desenlace de la batalla de Winterfell de anoche fue una de las muestras más prístinas de esto: no importa que resulte un poco raro que Daenerys no haya matado al Night King con el fuego de dragón, no importa que no sepamos cómo Arya atravesó un ejército de zombis para llegar a donde estaba el Night King, no sabemos y nunca sabremos qué hacían los lugartenientes del ejército de la noche, que al final se revelaron tan amenazadores como inútiles. No lo sabemos porque no importa. Lo que importa es la recompensa, la satisfacción de ver a Arya culminar una vida de entrenamiento y valentía con la muerte del mayor villano de la serie, muerto a manos de la mismísima daga con la que se trató de asesinar a Bran Stark y con el mismísimo movimiento que Arya ha estado perfeccionando desde hace rato. Al final, y pese a sus palpables tropiezos y su decepcionante desempeño en relación a otras grandes batallas de la serie, la batalla de Winterfell nos tuvo tensos, soltando gritos y lágrimas ocasionales, echándole porras a Lyanna y a Arya y a Theon hasta desgañitarnos y propinándole sonoras mentadas de madre al Night King una vez que Arya le dio a guardar un merecido y último fierrito valyrio.

No obstante, esto no es el final. Game of Thrones ya no se juega el cariño incondicional de su audiencia –ese lo tiene desde hace rato– sino su lugar en el olimpo de las grandes series. Lo de anoche fue un tropezón notable en su ascenso al selecto sitio donde viven otras grandes series de HBO. Todavía faltan tres episodios para saber si la serie buscará estar ahí o se conformará con darle a su audiencia exactamente lo que quiere, aún a costa de su propia consistencia.

Posdata:

  • Daenerys y Jon son unos inútiles que no están preparados para gobernar. Daenerys aterriza en medio del campo de batalla y permite que le acomoden una madriza a su dragón; Jon Snow, el rey legítimo de los Siete reinos pero también del sacrificio idiota, decide gritarle a un dragón zombificado en un arranque de testosterona completamente inservible que habría terminado en su muerte de no ser por su hermana. Que renuncien y le dejen todo a Tyrion y a Sansa.
  • Un resultado de esta batalla es que la guerra contra Cersei se acaba de poner del proverbial color de la hormiga: las fuerzas de Daenerys están mermadas y su alianza con el norte se terminó en el momento en que el Night King se desintegró. Lo que siga –además, con los dos Lannister aún vivos y un poco indecisos entre sus lealtades, ojo con Tyrion– podría elevar a los siguientes tres capítulos a nuevas cuotas de estrés, como si nos hiciera falta.
  • Otro desastre de edición: Ghost, el lobo de Jon Snow, que aparece al inicio de la batalla (¡Hasta se espanta cuando Melissandre prende en fuego las espadas!) solo para desaparecer por completo y [spoilers del próximo episodio] reaparecer en el avance del siguiente capítulo. Lo mismo con Drogon. Daenerys sigue con dos dragones.

 

 

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Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.


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