La noche del lunes 6 de noviembre estallaron en la ciudad de México tres artefactos explosivos: uno en el Auditorio Plutarco Elías Calles, en la sede nacional del PRI, otro en las oficinas del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, y un tercero en una sucursal de Scotiabank. Otros dos explosivos fueron hallados sin estallar: uno en otra sucursal del mismo banco y uno más en un Sanborns que se ubica enfrente de la sede del PRI. Luego de unas horas de especulaciones, un conglomerado de cinco organizaciones armadas, la mayoría de ellas desconocidas, se atribuyó los atentados: se trata de Movimiento Revolucionario Lucio Cabañas Barrientos, la Tendencia Democrática Revolucionaria–Ejército del Pueblo, la Organización Insurgente Primero de Mayo, la Brigada de Ajusticiamiento Dos de Diciembre, y las Brigadas Populares de Liberación.
¿Qué tanto existen estos grupos? ¿En qué medida son producto de la manipulación de grupos de poder u organizaciones realmente dispuestas a avanzar en una ruta de enfrentamiento armado con las instituciones? Las respuestas no son sencillas.
Hay que considerar que la manipulación de estos grupos no es una mera hipótesis. Está demostrado, a través de los documentos desclasificados de la extinta dfs, cómo el comando que intentó secuestrar y terminó asesinando a Eugenio Garza Sada en los años setenta (y con él buena parte de la Liga 23 de Septiembre) estaba infiltrado y pudo ser manipulado por el gobierno de Luis Echeverría. ¿Por qué sus descendientes oaxaqueños y guerrerenses más directos, como los relacionados con José Murat, no podrían ahora continuar con esa tarea? Murat surgió en la política nacional de la mano del ex presidente Echeverría, luego de un paso por organizaciones radicales de distinto signo político de la izquierda y la derecha.
Que la guerrilla existe en México no es novedad, y sus centros de operación han sido casi siempre los mismos: Guerrero, Oaxaca, Chiapas, Morelos, algunas zonas de Puebla e Hidalgo, el oriente de la ciudad de México. Nunca han pasado de ser organizaciones casi meramente testimoniales, sin una capacidad operativa real.
Los bombazos de la semana pasada, en el PRI, el Tribunal Electoral y un par de sucursales bancarias, demuestran, más que su fortaleza, su debilidad. No deja de ser por lo menos extraño que un operativo para cuya realización no se necesita más que un comando de tres o cuatro personas, se lo hayan atribuido, como si fuera una acción de guerra, nada menos que cinco grupos armados, coaligados en una “coordinadora revolucionaria”. Los bombazos tampoco parecen hacerle bien a la APPO: al contrario, fortalecen la idea de que esa organización está controlada por grupos armados y que éstos, a su vez, son manipulados por grupos que recibieron financiamiento de los últimos gobiernos oaxaqueños: buena parte de los cuerpos sociales que participan en la APPO obtuvieron apoyo económico de la administración estatal durante todo el gobierno de Murat, a través de los recursos que supuestamente se debían destinar al gasto social.
También es notoria, desde esta lógica, la distancia de quienes organizaron el atentado con los dirigentes del EPR oaxaqueño, que en los últimos años y después del fiasco de sus acciones armadas de 1996, han decidido impulsar una vía “insurreccional” como la que estamos viviendo en Oaxaca, más que “acciones militares” que, aunque fueran de muy bajo impacto, siempre les generaron respuestas muy duras de parte de las fuerzas de seguridad (desde las sufridas en los Loxichas hasta la detención de los hermanos Cerezo Contreras –que en realidad se apellidan Cruz Canseco y son hijos de los fundadores y de los principales dirigentes del EPR). En este sentido, es notable cómo el comunicado de la organización guerrillera, firmado en Chiapas el 8 de noviembre, trata de deslindarse de las acciones de la Coordinadora Revolucionaria del 6 de noviembre. Mientras estos últimos reivindican las acciones armadas, los primeros piden que “la acción política de masas sea una táctica permanente de lucha y que la acción revolucionaria sea oportuna para que fortalezca los intereses populares”. La recriminación a sus ex compañeros de lucha es obvia, bajo un lenguaje aparentemente común.
Y es que, mientras unos tratan de “agudizar las contradicciones” a través de acciones de propaganda armada, otros tratan de treparse a las posiciones, cada día también más ultras, del lopezobradorismo y la APPO. No deja de ser significativo que el objetivo de los atentados de la madrugada del lunes hayan sido el PRI (lo que debería entenderse como una respuesta a la situación en Oaxaca y la negativa a renunciar de Ulises Ruiz); el Tribunal Electoral (se interpreta que en relación con el supuesto fraude contra López Obrador, al que se refieren, casi en los mismos términos, el propio Andrés Manuel, la APPO, el EPR y las cinco organizaciones que se atribuyen los atentados, lo mismo que las críticas, comunes, al Pacto de Chapultepec) y las sucursales de Scotiabank, un hecho que pudiera referir a la lejana relación de ese banco con el conflicto minero, lo cual vuelve a ser inducido por el comunicado de la llamada Coordinadora Revolucionaria, cuando destacan más el intento de desalojo de Sicartsa que los casos de Atenco, Guerrero, Chiapas y Oaxaca. El explosivo utilizado, por cierto, suele usarse en la minería.
En la edición de octubre de Letras Libres, hablábamos de las distintas ramificaciones del EPR. Lo cierto es que estas cinco organizaciones que firman el documento tienen un origen común: el desprestigiado erpi, que se fue dividiendo en diversos grupos conforme se deterioraba, y de dos aliados del mismo: el desaparecido Ejército Villista Revolucionario del Pueblo y las aparentemente también transformadas Fuerzas Armadas Revolucionarias del Pueblo. Uno de los dirigentes principales es originario del primer grupo: el comandante “Francisco”, un viejo líder del EZLN, que decidió romper con “Marcos” desde 1994 y se estableció en la zona de Tehuacán desde entonces. No es casual que sea el cardenal Norberto Rivera, entonces obispo de esa zona, uno de sus principales objetivos políticos y uno de los que mejor conoce el accionar de estos líderes guerrilleros. Además de algunos militantes oaxaqueños, el centro de operaciones de este grupo está en Guerrero y Morelos, con fuerte presencia en el oriente de la ciudad de México, donde gozan de la protección de autoridades locales (recordemos el episodio de Tláhuac), a través de organizaciones vecinales, que suelen ser parte del Frente Francisco Villa y sus ramificaciones y de los restos del Consejo General de Huelga de la UNAM, que en Oaxaca han buscado marginar a dirigentes con origen en el EPR, como el líder de la Sección 22 del sindicato de maestros, Enrique Rueda.
Decíamos que las posibilidades de manipulación que existen sobre estos grupos es muy alta. En el pasado, se ha conocido cómo, en Guerrero, algunos de sus dirigentes asesinaron a un funcionario del entonces equipo de campaña de Zeferino Torreblanca (el mismo día en que el ahora gobernador ganó, por el PRD, la alcaldía de Acapulco), para desplazar a un grupo interno del futuro gobierno municipal, a cambio de unos departamentos de interés social. Al mismo tiempo, la relación de esas organizaciones con el crimen organizado parece ser cada vez más evidente, sobre todo en la zona de Atoyac; sus apariciones parecen ser parte de una serie de provocaciones, más que de una acción política –y ello incluye desde la aparición de un comando armado en Oaxaca, con uniformes impecables y sin uso previo, hasta los bombazos del pasado lunes.
No tienen espacios ni posibilidades de trascender políticamente: su militancia no supera los trescientos miembros activos y algunos centenares de simpatizantes. Pero pueden ser usados para desestabilizar los procesos políticos, sobre todo si, como hemos visto, el lopezobradorismo sigue radicalizándose, continúa arrastrando tras de sí a sectores del PRD, confluye con la APPO e intenta apoyarse en estos grupos armados para fortalecer su cada día más endeble presencia nacional. ~
(Buenos Aires, 1955) es escritor, periodista y analista político, columnista de Excélsior.