Claudio Lomnitz ha encontrado la voz precisa para narrar la historia de su familia. Tres generaciones judías –la de sus bisabuelos, sus abuelos y sus padres– desplazadas en las décadas centrales del siglo pasado entre Alemania, Rumania y Ucrania y diversas ciudades latinoamericanas: Lima, Tuluá, Cali, Manizales, Medellín, Bogotá, Santiago de Chile, México df… Unas memorias que encapsulan la historia de los judíos en el siglo XX, entre la Revolución rusa y la Guerra Fría, pero también la menos conocida de los diálogos entre la izquierda hebrea y el socialismo latinoamericano.
Durante todo el siglo XX, antes y después del Holocausto, los exilios judíos en América Latina, especialmente los de izquierda, debieron enfrentar el dilema de la integración a culturas nacionales en contextos donde el nacionalismo, a diferencia de la Europa de entreguerras, giraba en la órbita de los movimientos progresistas y antiimperialistas. Si en Alemania o en Rumania, de donde procedían los abuelos de Lomnitz, la defensa de la identidad judía chocaba con los ascendentes nacionalismos antisemitas, en América Latina formaba parte de las redes internacionales de un socialismo combatido por las derechas locales.
Luego de una reconstrucción muy documentada del antisemitismo en Novoselitsa, Besarabia, en la frontera entre Rumania y Ucrania, Lomnitz narra el primer exilio de su abuelo, Miguel Adler, al Perú de José Carlos Mariátegui. Dice el historiador que, paradójicamente, su abuelo emigró a dicho país poco después de que en Rumania se aceptaran constitucionalmente los derechos civiles de la comunidad judía. Un reconocimiento tardío que no contuvo la avalancha antisemita que recorría el centro de Europa sino que acaso la aceleró, y que provocó como reacción la difusión de un sionismo de izquierda.
Es fascinante la forma en que Lomnitz reconstruye los trabajos de sus abuelos, Miguel Adler y Lisa Noemí Milstein, en el círculo de Mariátegui en Lima. Ambos serían los principales traductores del alemán y el ruso en Amauta, la revista de Mariátegui, a quienes probablemente debamos las versiones en castellano de Sigmund Freud y León Trotski que aparecieron allí. La mayoría de las traducciones de Amauta no aparecían firmadas, como era usual en las publicaciones latinoamericanas hasta principios del siglo XX, pero sabemos que en el número 16 –julio de 1928– apareció una semblanza del escritor comunista francés Henri Barbusse escrita por I. V. Anisimov y “traducida directamente del ruso por Miguel Adler”.
Como prueba Lomnitz con documentos hasta ahora desconocidos, la cercanía de sus abuelos con Mariátegui fue responsable, en gran medida, del involucramiento del marxista peruano en los debates sobre el nacionalismo judío. En la revista Repertorio Hebreo –fundada por Adler en 1929 y de la que por desgracia solo llegó a editar tres números– apareció el ensayo de Mariátegui “Israel y Occidente; Israel y el mundo”, en el que el pensador peruano definía una postura sobre la vieja “cuestión judía”, debatida por Karl Marx y Bruno Bauer en el siglo XIX.
Aunque citaba a Marx como “profeta”, Mariátegui estaba más cerca de Bauer, toda vez que consideraba el judaísmo como un movimiento internacional anticapitalista, que no podía limitarse a la reivindicación nacional: “Israel no puede renegar de la cristiandad ni renunciar a Occidente, para clausurarse hoscamente en su solar nativo y en su historia precristiana.” Adler, con mayores reservas nacionalistas, llegaría a coincidir con Mariátegui, como se plasma en el ensayo “Un Estado judío en Palestina”, aparecido en el número tercero de Repertorio Hebreo, en el que sostenía que “sionismo y comunismo no se excluyen” y proponía la creación de un Estado independiente en Palestina basado en el régimen de los soviets.
Adler y Milstein velaron a Mariátegui en su lecho de muerte, en la Clínica Villarán de Lima en abril de 1930, y debieron enfrentar el duelo en medio de un recrudecimiento de la represión anticomunista y la xenofobia antisemita, tras el golpe de Estado de Luis Miguel Sánchez Cerro. Perdida la utopía limeña, los Adler-Milstein iniciarían un peregrinaje que los llevaría de Colombia, donde se casaron, a París, y de ahí, de vuelta a Novoselitsa, donde sufrirían en carne propia los pogromos y la barbarie nazi. Los bisabuelos de Lomnitz, Leah y Hershel, murieron de disentería y tifo en el campo de concentración de Bershad.
Luego vendrían la vuelta de los abuelos a Colombia y una nueva aventura intelectual, la revista Nuevo Mundo fundada y dirigida por Adler en Bogotá, a principios de los años cuarenta. Adler, que había estudiado etnología con Paul Rivet en el Palacio de Trocadero en París, abrió la revista a colaboradores como el escritor indígena Agustín Tisoy, en una muestra más del latinoamericanismo judío que distinguía a aquellos intelectuales. La pareja se involucró también en la creación del Instituto de Amistad Colombiano-Soviético, disuelto luego del “bogotazo” en 1948 y la revuelta que siguió al asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán. La antropóloga Larissa Adler Milstein, entonces una joven colegiala, fue testigo de la agitación en las calles de Bogotá.
En esa estación del largo éxodo de sus abuelos, Lomnitz articula una reflexión de gran valor para comprender el prosovietismo de una parte de la izquierda judía en América Latina. Algo atraía poderosamente de la URSS a esos socialistas y era que el modelo federal y consejista de organización del Estado permitía preservar el marco identitario judío dentro de la ley soviética de nacionalidades. Pero a la vez, Adler y Milstein, mariateguistas al fin, no ocultaron simpatías por León Trotski y cuestionaron de manera abierta los rebrotes antisemitas bajo el estalinismo.
En 1949, justo cuando arrancaba la Guerra Fría y un anticomunismo de derechas militaristas y católicas arraigaba en Colombia y otros países latinoamericanos, los abuelos de Lomnitz se trasladaron a Israel. Allí, en el kibutz Ramot Menashe se conocerían los padres del autor: el científico Cinna Lomnitz y la antropóloga Larissa Adler. Él venía de Chile y ella de Colombia, y tras casarse en Israel iniciarían una peregrinación de vuelta por América Latina que los llevaría a esos países pero también a la Universidad de Berkeley y, finalmente, a México, donde se afincaron desde 1968.
Es un acierto que el Fondo de Cultura Económica haya publicado este libro, titulado Nuestra América, en su colección Tierra Firme. El título evoca una larga tradición en el pensamiento latinoamericano, desde el chileno Francisco Bilbao, que utilizó la expresión a mediados del siglo XIX, hasta el cubano José Martí en 1891 y el argentino Carlos Octavio Bunge en 1903, que le dedicaron ensayos filosóficamente contrapuestos. Con su Nuestra América Lomnitz sostiene que las identidades, al ser apropiadas, se reinventan. Hay también una “América nuestra” en aquella izquierda judía que hizo suyo este continente. ~
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.