Nuestra necesidad de símbolos es reflejo de su enigmático poder, de su capacidad para activar en nosotros reacciones emocionales, para arrebatarnos y lanzarnos en pos de algún loco objetivo, pero también, a veces, para espolearnos a iniciar el camino de la reflexión. La clave oculta de los símbolos es, en fin, siempre mágica, casi inextricable, algo que descubrimos desde el mismo comienzo de nuestras narrativas artísticas, como muestran las maravillosas manos, animales y signos de las cuevas de Chauvet, Altamira o Sulawesi.
¿Qué son, acaso, aquellas formas y figuras sino intentos de convocar y atraer lo externo y ajeno, tentativas de explicación, instrumentos de transmisión de conocimientos indispensables para nuestra supervivencia? Hoy, como en aquellos remotos tiempos de nuestro primer caminar por el mundo, los símbolos siguen llamándonos alrededor suyo, atrayéndonos hacia sí, agrupándonos al calor del clan, la familia o la tribu. Ese es el extraño y aterrador espacio de su dominio.
De entre todos ellos, son las banderas las que pueblan de antiguo nuestros fervores y sueños colectivos, esas patrias de nailon de las que hablaba Benedetti que hoy se izan y blanden y agitan como se hizo siempre, para llamar a la batalla o a la lucha.
Todas, casi sin excepción, significan lo mismo: como las patrias, a las que a menudo dicen representar, no son sino fetiches de apropiación identitaria, la afirmación de nuestra santidad frente a la herejía ajena, la manera simbólica, mágica, poderosa, de señalar dónde estamos nosotros y donde están ellos, por si algún día empiezan las hostilidades.
¿Qué pretenden si no quienes, envueltos en la bandera de España, gritan precisamente contra el gobierno de España? ¿Qué buscan quienes celebran henchidos, siempre frente a otros, la Diada, el Aberri Eguna o el Dia da Patria?
Quien más fervor muestra por una causa suele despreciar con saña de todo aquello que pueda alterar, desde la ciencia, la realidad o la historia, lo que cree como su casa, su nación, su patria. No necesita saber: le basta con sentir. Por eso el patriota, el revolucionario, el activista se constituye siempre en guardián y depositario exclusivo de una cultura, en archivero celoso de toda derrota, traición o agravio real o inventado que legitime ese sentir que le enlaza con “los suyos” en una perfecta comunidad de fe.
Escudado tras la retórica ideológica o nacional, forzará la realidad para adaptarla a sus deseos, aplicando un marco rígido a lo que es fluido, cambiante y elusivo. Lo hará siempre al resguardo de ese símbolo vistoso y colorido que vemos en balcones, mítines, estadios y manifestaciones, el objeto esotérico que, aún hoy, obra el hechizo de diluir nuestra responsabilidad, abriendo el camino a ese lugar infame, bien real y peligroso donde proteger a la tribu, a los nuestros, acaba por justificarlo todo.
(Bilbao, 1979) es profesor de Marketing y Narrativa Digital en el IED y la Universidad de Nebrija. Fundador y director en España de la agencia Tándem Lab.