La nueva carrera espacial será privada. El capitalismo ha llegado al espacio, y lo ha hecho el mismo año en que el PIB mundial retrocederá por segunda vez desde que se tienen registros: qué contradicción. El único antecedente data de 1961, cuando la China de Mao se propuso dar su Gran Salto Adelante: qué terrible contradicción.
Rosa Luxemburgo escribió que el imperialismo no era una contingencia histórica, sino una consecuencia de la naturaleza expansionista del capitalismo, que tiende a colonizar, como los gases, todos los lugares. Pensaba que la constante ampliación de sus fronteras era necesaria para “la acumulación del capital” y pronosticó que el sistema colapsaría cuando no quedara ya en el planeta ningún mercado por conquistar. Llegado ese momento, el capitalismo no podría vender todas las mercancías que produce y se ahogaría en su propia riqueza. Seguro que Luxemburgo no contaba con la dimensión extraterrestre.
Elon Musk, el último gurú empresarial y tecnológico global, ha señalado el nuevo rumbo: “Ocupemos Marte”. La declaración resulta de una ambición casi estrambótica si se tiene en cuenta que aquí abajo, en la Tierra, millones de personas se preguntan cómo pagarán su alquiler el mes que viene. Las medidas de confinamiento han dilatado la distancia entre las personas hasta hacerlas infinitas. Hoy, SpaceX puede lanzar un cohete tripulado que supere la estratosfera y la exosfera, y aun llegar a Marte; pero cruzar en coche el puerto de Somosierra se antoja una hazaña digna de un forajido desperado. Este contraste de experiencias vitales, de expectativas y marcos mentales da una idea de hasta qué punto la desigualdad protagonizará la nueva crisis.
Las tensiones geopolíticas también se harán más evidentes como consecuencia de la pandemia. En la discusión sobre el imperialismo que tuvo lugar en el seno del SPD alemán durante la Segunda Internacional, la corriente llamada “centrista”, encarnada en el liderazgo de Karl Kautsky, se opuso a las tesis de Luxemburgo. Kautsky consideraba que el imperialismo era una externalidad no necesaria del capitalismo que podía revertirse. Además, pensaba que la creciente interdependencia económica de los países que participan del mercado tendría un efecto pacificador y conduciría a la firma de compromisos de no agresión. Al fin y al cabo, la inestabilidad geopolítica no es buena para los negocios.
La geopolítica trastocada
Aunque es cierto que los conflictos ahuyentan a los inversores, esta hipótesis perdería crédito con el estallido, unos años después, de la Primera Guerra Mundial. En Capitalismo, nada más (Debate, 2020), Branko Milanovic ofrece una explicación económica para la Gran Guerra. A comienzos del siglo XX el capitalismo había propiciado el auge de la desigualdad en Occidente. Los ricos, que habían acumulado grandes riquezas, decidieron entonces destinar sus ahorros a inversiones extranjeras, más rentables que las domésticas. Los países trataron de proteger las inversiones mediante la colonización o el control político de esos territorios, dando lugar a una competición imperialista entre las principales potencias. Según Milanovic, estas pugnas económicas habrían conducido, en última instancia, a la guerra.
Sabemos que la interdependencia económica de los países no es una vacuna antibelicista, pero, además, vivimos un momento desglobalizador que constatamos con el Brexit y que ha agudizado la pandemia. Las relaciones entre Estados Unidos y China, tensionadas por la guerra comercial y las barreras proteccionistas, se han deteriorado aún más debido a la crisis sanitaria. Trump, que busca ser reelegido en noviembre, ha acusado al gobierno de Beijing de ser el responsable de la aparición y propagación de la covid-19, y Xi Jinping ha respondido a la provocación con amenazas apenas veladas.
La geopolítica internacional se ha visto trastocada por estos factores, pero hay otras dinámicas que llevan tiempo fraguándose de forma silenciosa y al margen de los decisores gubernamentales. Según un informe de Bank of America Global Research, hasta un 83% de las empresas estadounidenses tenía planes de relocalización de su producción antes del estallido del coronavirus. Y el fenómeno sucede de forma paralela en Europa. Los costes laborales en Asia han crecido mucho más que en Occidente en la última década. Pero eso explica solo una parte de la foto. Las empresas europeas y americanas no solo están dejando China en busca de destinos de producción más provechosos como Vietnam o India: en muchos casos están volviendo a casa.
La industria vuelve a casa
Y aunque el proteccionismo pesa en la toma decisiones, los motivos van más allá de las políticas arancelarias. Por un lado, los clientes occidentales parecen demandar una mayor cercanía de la producción, una tendencia que se ha acentuado con la irrupción de la pandemia. Además, la proximidad al consumidor final actúa en favor de la aportación de valor por parte de las empresas. Las compañías disponen de un mejor control de la cadena de producción y de la distribución logística que les permite adaptarse con agilidad a los cambios en las necesidades del mercado.
Pero si hay un factor determinante que ha relegado los costes salariales a un segundo plano ese es la robotización. La progresiva automatización de los procesos productivos en la industria hace que resulte menos atractivo para una empresa trasladar sus fábricas a la otra punta del mundo. Y este cambio va a transformar para siempre la economía global.
Hay quien considera que estos movimientos podrían tener un efecto reindustrializador en Europa, que, no obstante, no debemos presuponer exento de conflictos. El viejo continente experimenta desde la Gran Recesión una oleada de nacionalpopulismo que podría tensionar las relaciones entre los Estados, incluso dentro de la UE. El anuncio, esta semana, del cierre de la planta de Renault-Nissan en Barcelona obedece a distintos motivos entre los que la política francesa de presión para la relocalización de sus industrias no es uno menor.
Por otro lado, la pérdida de atractivo para la externalización de la producción da cuenta del incremento de los salarios en China en las últimas décadas, un éxito que ha contribuido al estrechamiento de las desigualdades entre Asia y Occidente. Este proceso de relocalización podría verse acelerado por la pandemia, que traerá presumiblemente una disminución de los flujos de bienes y de personas. Los potenciales efectos de estos cambios sobre la desigualdad son todavía una incógnita. Y lo es también su traslación política: ¿Legitimarían estos fenómenos de renacionalización el discurso populista? ¿O lo vaciarían de contenido al verse satisfechas algunas de sus promesas programáticas?
Tampoco conocemos la dimensión final que alcanzará la nueva crisis y en qué medida dañará a las economías y las sociedades de países emergentes que no se vieron tan golpeados como Europa por la Gran Recesión. Esta crisis será diferente para ellos. La caída de las exportaciones, unida a la carencia de recursos sanitarios, a la pérdida de empleos, a un Estado de bienestar exiguo y a la debilidad institucional podría tener consecuencias devastadoras para estas naciones. Para los perdedores de la Gran Recesión en Occidente, en cambio, la nueva crisis no será tan distinta de la anterior: sabemos que serán los jóvenes, los precarios y los trabajadores de la economía informal quienes volverán a pagar el pato.
Capitalismo y plutocracia
En 1916, Lenin publicó su ensayo más famoso, en el que define el imperialismo como la “fase superior del capitalismo”. Kautsky había fallado en su vaticinio de que el orden económico global actuaría como un elemento pacificador y Luxemburgo erró al considerar que la acumulación de capital solo sería posible mientras existieran territorios externos al orden capitalista en los que poder ampliar el mercado. También Lenin se equivocaría al proclamar el imperialismo como la forma final del capitalismo.
Branko Milanovic cree que nos encontramos en una nueva fase del capitalismo en la que las empresas y no los Estados protagonizarán el contexto internacional (y el interplanetario, cabría añadir). Para Milanovic, las corporaciones se han hecho con el poder merced a su capacidad de influencia en la toma de decisiones políticas. Este fenómeno es especialmente acusado en Estados Unidos, donde las campañas electorales de los partidos se financian con las aportaciones millonarias de grupos de interés privados.
La convergencia progresiva de los poderes político y económico amenaza con convertir las democracias en verdaderas plutocracias controladas por una élite financiera. El liberalismo se legitima sobre la idea de igual dignidad de todos los individuos. Sin embargo, si la ciudadanía comienza a percibir que esa noción moral es solo papel constitucional mojado, podría producirse una crisis del sistema.
El capitalismo no se acaba nunca
Hoy, el debate marxista en el seno de la Segunda Internacional que hemos reproducido no podría reeditarse. No hay alternativa al capitalismo. Lo explicaba hace unos días el politólogo Adam Przeworski: “No soy de esos marxistas que aspiran a grandes alternativas al capitalismo, que no quieren economía de mercado. El capitalismo va a quedarse para siempre, y de todos los métodos para asignación de recursos, el mercado es inevitable y el mejor. Pero la Covid ha retratado sus debilidades”.
Históricamente, la desigualdad ha sido un factor de inestabilidad del capitalismo. Sabemos que su aumento conduce a resultados sociales disruptivos y la pandemia va a ensanchar las brechas económicas como no lo ha hecho ninguna crisis en un siglo. Todo ello, en un momento en el que la robotización está transformando de nuevo el capitalismo, con consecuencias globales que todavía no podemos calibrar. Estos cambios pondrán a prueba a la viejas naciones democráticas. No hay alternativa al liberalismo económico, pero quizá no podamos afirmar con rotundidad lo mismo con respecto al liberalismo político. Las democracias tendrán ocasión de reivindicarse ante sus ciudadanos desplegando las medidas necesarias para mitigar la recesión, pero también correrán el riesgo de dilapidar su autoridad si no están a la altura del desafío.
Es 2020 y Elon Musk ha llegado al espacio. Mientras tanto, aquí abajo, en la Tierra, los diarios recogen las peores cifras de empleo en un siglo y Estados Unidos se sumerge en la violencia de la desigualdad racial. Sube la pleamar del nihilismo. Admirémonos de que el capitalismo ya es galáctico, pero no desatendamos el capitalismo mundano.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.