En el fragor de la batalla de Waterloo, nada le quedaba más lejos al joven Fabricio del Dongo que imaginar la mera posibilidad de los bailes de gala que llenaron las horas del Congreso de Viena. Estos días, en Barcelona, el estrépito de las cacerolas oculta el ruido de tantas cosas rotas, y sin embargo tenemos que aferrarnos a que “todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables”, como decía don Quijote. Tenemos la obligación de levantar la mirada e intentar atisbar salidas posibles al atolladero actual, porque también esto pasará.
En matemáticas se diferencia entre dos tipos de condiciones, las necesarias y las suficientes. Para ir en coche de Santander a Oviedo, tener un coche es necesario, pero no es suficiente, también hace falta gasolina y saber conducir. Para que el suelo de un patio se moje, que llueva es suficiente, pero no es necesario, también puedo regarlo yo. Hay unas cuantas condiciones necesarias para resolver la compleja situación provocada por las disfunciones de la organización territorial de España y la deriva locoide del independentismo catalán a los mandos del gobierno de la Generalitat. Quizá (ojalá) también alguna suficiente.
La condición necesaria más obvia es una votación. Llegados a estas alturas, y pese a la imparable devaluación de las palabras, parece evidente que es indispensable una legitimación democrática activa de cualquier acuerdo, es decir, que se vote. La posibilidad más obvia es un referéndum, pero consideremos primero qué referéndum. El que defienden los independentistas, a juzgar por las dos consultas que han realizado, el “proceso participativo” del 9 de noviembre de 2014 y sobre todo la consulta ilegal del 1 de octubre de 2017, fundamentalmente respondería a una pregunta directa sobre la independencia, como la del referéndum escocés de 2015 y como establece la ley de claridad de Canadá de 2000. Las objeciones a un referéndum así planteado son evidentes, empezando por los problemas que supone para nuestro ordenamiento constitucional. Pero supongamos que se pudieran aprovechar los resquicios ya identificados que permitirían un referéndum consultivo para atender la demanda del nacionalismo catalán sin romper o apenas rasgando la soberanía nacional. Sería aceptar la mentira fundamental de estos últimos años, porque en lo esencial no se trata de democracia, se trata de independencia, y el soberanismo es una añagaza para ganar partidarios. Pero, como digo, a estas alturas aceptemos calamar gigante como animal de compañía. En tal caso, un referéndum así ofrecería una respuesta binaria a una pregunta compleja, obligaría a los ciudadanos a elegir una identidad y rechazar la otra, como si fueran excluyentes, y sobre todo arrojaría inevitablemente un resultado muy ajustado, con la inminente tentación de exigir su repetición (como hemos visto tanto en Quebec como en Escocia y en el Brexit). Los referéndums de autodeterminación sirven para ratificar una decisión ya clara sobre el terreno, no para tomar esa decisión. Un resultado de 47-53 en cualquier dirección, que parece lo más probable, dejaría una exigua mayoría triunfante y una amplia minoría humillada, ambas muy polarizadas y movilizadas, y una sociedad fracturada. Es un resultado muy difícil de gestionar gane quien gane, porque el marco común de convivencia quedaría muy dañado, si no destrozado.
¿No ha ocurrido ya ese destrozo? En buena medida sí, pero toda situación es empeorable, y sin duda un referéndum empeoraría la que nos ocupa. ¿Qué votar pues? Un nuevo acuerdo que siente las bases de una convivencia aceptable por una amplia mayoría de la población. Hay muchas propuestas válidas, desde una disposición adicional a la Constitución a cambios más radicales. Y habría que definir de alguna manera las condiciones en que el independentismo podría alcanzar sus objetivos, como explicaba Michael Ignatieff en una entrevista en El Mundo en 2015. Es decir, explicar que el independentismo cabe en la Constitución.
El campo independentista no ve problema en el referéndum porque piensa (y afirma públicamente) que a los otros catalanes en el fondo les da lo mismo. Piensan que van a ganar y que los discrepantes aceptarán tranquilamente el veredicto democrático y a otra cosa mariposa (son “súbditos” al fin y al cabo). La manifestación del 8 de octubre no logró abrirles los ojos y siguen pensando que pueden crear un marco de convivencia aceptable en Cataluña contra la voluntad de al menos tres millones de personas. Asumir esa pluralidad interna de Cataluña es su gran tarea pendiente, y otra de las condiciones necesarias para arreglar esto. Porque mientras sigan cantando “Els segadors” en vez de “Shiny happy people”, resulta difícil aceptar que no es un movimiento identitario y supremacista que excluye a todos los que no se sienten catalanes de la manera adecuada.
La tercera condición necesaria pasa por que se consolide el incipiente patriotismo constitucional que paradójicamente esta crisis parece reforzar. Un patriotismo español que asume el catalán y la señera como propios, que tiene a Europa como horizonte y que entiende la Constitución como un marco reformable en el que debemos caber todos. Un patriotismo que debe controlar la efervescencia de banderas y permitir tantas maneras de ser español como españoles haya, que establezca que no hay buenos ni malos españoles. El separatismo ha reescrito una historia de éxito indudable, la de los españoles en los últimos cuarenta años, como una enumeración de agravios: ni los Juegos Olímpicos de 1992 merecieron un elogio de Puigdemont. Los avances sociales, las conquistas políticas, el desarrollo económico y los éxitos deportivos de esta brillante etapa son fruto de la colaboración de todos, incluyendo de manera destacadísima a catalanes, desde Roca o Solé Tura en la ponencia constitucional a Xavi, Piqué o Busquets en el Mundial de fútbol. Negarlo es falsear la historia, y en esos triunfos colectivos hay que encontrar el combustible para seguir avanzando. Votar una reforma ambiciosa del marco de convivencia, asumir la pluralidad interna de Cataluña, construir un nuevo orgullo compartido. Nada de ello es suficiente; todo es necesario.
[Este texto pertenece al número de noviembre de Letras Libres España.]
Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.