De Adolf Eichmann a Walter White: pistas para reconocer el mal

Si somos demasiado jóvenes para recordar la Segunda Guerra Mundial, recordemos entonces Breaking Bad.
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Hoy casi nadie recuerda ya el horror que significó la Segunda Guerra Mundial. Todos sabemos lo que pasó, claro, pero se trata de un conocimiento distante. Es como si los campos de exterminio, el Holocausto, el totalitarismo, no tuvieran que ver con nosotros. Como si hubieran acontecido en un tiempo remoto y en un lugar que no se parece a nuestra pacificada Europa. Y sin embargo ocurrieron aquí mismo hace no tanto. Si se piensa detenidamente, es inevitable un gesto de extrañeza, pues nuestro discernimiento democrático apenas es capaz de aprehender la barbarie. Es entonces cuando surge, desde las fosas abisales de la conciencia, una voz aterradora: ¿Por qué?

Hannah Arendt nos enseñó que lo más terrible del nazismo es que sus atrocidades no las cometieron monstruos desalmados. Resulta tentador pensar así, concluir que aquellos soldados uniformados no eran humanos, sino bestias. Sí, eso rebaja el nivel de desazón. Pero no. Eran personas. Como usted y como yo. La mayoría no presentaba signos de enfermedad o psicopatía, y en su vida privada se comportaba como gente corriente: respetaba las normas sociales de conducta, amaba a sus hijos y su esposa, disfrutaba de una buena sobremesa, de la música, el teatro.

Si el infierno se materializó en Europa es porque no se hizo presentar como un averno. Llegó de puntillas, ataviado de normalidad. Si en 1933 los europeos hubieran sabido dónde iba a desembocar aquella suma agregada de acciones aparentemente triviales que más tarde nos llevó a las más hondas vergüenzas de nuestra especie, estas nunca habrían tenido lugar. Pero entre 1917 y 1939 quebraron dos tercios de las democracias continentales en un proceso que Mosse bautizó muy bien como la “brutalización de la política”. Aquel periodo de entreguerras estuvo protagonizado por un relativismo moral que promovió, disculpó o toleró acciones que de forma incremental escalaron hasta los límites superiores de la destrucción.

Arendt explicó el nazismo como un periodo en el que los alemanes suspendieron el diálogo con su conciencia interior. No es que fueran malas personas, pero, en tiempos de crisis y con el concurso necesario de unas élites corruptoras, las personas corrientes son capaces de desprenderse de sus viejas costumbres morales y adoptar otras nuevas, simplemente por observación e imitación de sus vecinos. Entonces se da un nuevo estatus de normalidad a lo que otrora pareció injustificable.

Los alemanes se sentían los perdedores del mundo posterior a la Gran Guerra. El tratado de Versalles se vivió como una humillación y el crash del 29 golpeó con dureza a los trabajadores. En ese contexto, es posible que el discurso de Hitler sonara radical, pero millones de alemanes entendieron que, más allá de la vehemencia, aquel hombre defendía sus intereses y decía las verdades que los otros partidos no se atrevían a decir. Después, la historia tomó una inercia vertiginosa, que concluirá con Adolf Eichmann declarando en Jerusalén que su papel en la “solución final” no era más que el de un mero funcionario, un burócrata que se encargaba de que los trenes de la muerte partieran con puntualidad.

Ahora sabemos que el infierno sucedió, pero nos negamos a aceptar que pueda volver a ocurrir. Esta negación tiene que ver con la incapacidad para reconocer el mal cuando se tiene delante. Porque el mal es sibilino, taimado, banal. Hitler no llamó a la puerta de los alemanes presentándose como un genocida. Llamó presentándose como un seductor, como un contador de verdades, como un patriota.

A pesar de que Arendt hablaba del deber de no olvidar, hemos olvidado. Occidente vive un nuevo periodo de entreguerras de los países pacificados. Esto no quiere decir que la democracia esté a punto de sucumbir y el mundo vaya alumbrar un nuevo Hitler. Sin embargo, hemos suspendido el diálogo interior con nuestra conciencia, de tal modo que somos incapaces de reconocer el mal cuando llama a nuestra puerta. Lo ilustró muy bien, hace unos años, ese retrato actualizado de la banalidad del mal que es Breaking Bad.

Walter White era un brillante profesor de química que vivía con lo justo. Tenía un hijo adolescente con parálisis cerebral y su mujer estaba embarazada. Un día le diagnostican cáncer. Entonces decide introducirse en el negocio de la metanfetamina para poder costearse el tratamiento médico y almacenar el capital suficiente para que su familia pueda salir adelante en caso de que él muera. White iniciará una carrera delictiva meteórica, pero el espectador se descubrirá justificando su conducta durante demasiado tiempo, y solo abominará de él cuando ya sea demasiado tarde para salir de allí moralmente ileso.

Aquella serie nos recordaba que el mal siempre se presenta como una contingencia anodina que no requiere de protagonistas de una maldad extraordinaria, solo de personas normales con preocupaciones normales en un momento de crisis. También nos demostraba qué fácil es hacernos empatizar, y hasta simpatizar, con el mal.

Cada vez que decimos que el ataque de un candidato a las minorías “no es para tanto”. Cada vez que justificamos el discurso del odio como “una forma de hablar”. Cada vez que pasamos por alto la persecución a la prensa libre. Que no le damos importancia al cuestionamiento de la ciencia. Cada vez que afirmamos “cuando gobierne será más moderado”. O “en realidad no piensa hacer eso”. Cada vez que ponemos un “pero” a la frase “yo no soy racista/machista/homófobo”. Cada vez que decimos de un candidato que “al menos dice las cosas como son”, estamos quitando una piedra de esa torre moral e institucional que tanto nos costó edificar y que llamamos democracia liberal.

Si somos demasiado jóvenes para recordar la Segunda Guerra Mundial, recordemos entonces Breaking Bad. Y estemos preparados, porque, cuando el mal llame a nuestra puerta, no descubriremos a Hitler al otro lado del umbral. En su lugar encontraremos a un hombre que se presentará como un trabajador. Nos dirá que ha venido a proveer para el futuro, que su preocupación es nuestro bienestar, y tendrá el mismo aspecto banal, la misma sonrisa cálida, la mirada paternal de Walter White.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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