“(Se dice que) la guerra extranjera salva la nacionalidad y consolida las instituciones de los pueblos agitados por las facciones”.
José Fernando Ramírez, 1847
El autor de esa frase comprobó, trágicamente, que México era la excepción. Durante la invasión de Estados Unidos ocupaba el cargo de ministro de Relaciones Exteriores, Gobernación y Policía. Su veredicto fue terrible:
Todos, universalmente todos, se han conducido de una manera tal, que justamente merecemos el desprecio y el escarnio de los pueblos cultos. Somos nada, absolutamente nada, con la circunstancia agravante de que nuestra insensata vanidad nos hace creer que lo somos todo.
Se refería a las elites rectoras (políticas, militares, eclesiásticas, intelectuales, empresariales). Absortos en sus diferencias políticas, “los representantes raciocinan poco y hablan mucho”, escribía Ramírez. Con el “enemigo extranjero [echando] anclas en Veracruz”, el clero “aprovechó la coyuntura […] y abrió sus arcas para encender la guerra civil”. La “sibarita y muelle juventud capitalina […] indiferente a la invasión”, había salido en defensa de la inmunidad eclesiástica en la rebelión de los Polkos. El presidente Gómez Farías actuaba con “dignidad y valentía”, pero era solo un “fanático político de buena fe”. Su gabinete era corrupto e ineficaz. Algunos liberales “puros” manifestaban su simpatía por el invasor. El general Santa Anna era “un vicioso administrador de los caudales públicos”. Los jefes militares se mostraban “cobardes, ignorantes y sin rayo de pundonor”.
Por contraste, en el pueblo de la ciudad de México “se había despertado grandísimo entusiasmo” para luchar. “Dios quiera que dure”, apuntaba Ramírez el 11 de agosto de 1847. Un mes más tarde, cuando la capital estaba a punto de caer, aquel entusiasmo se había apagado por la ineptitud del ejército:
Yo [no] he visto en estos últimos días una sola persona que diera muestras de miedo, y todos estábamos resueltos a vender caras nuestras vidas en los parapetos, si nuestro ejército sufría un descalabro en regla. El miedo entró por los entorchados y bandas; y me parece muy natural, pues a la hora de la prueba se encontraron con que habían errado vocación, o que ignoraban completamente lo que el traje demandaba.
La lección de 1847 es clara: el pueblo estaba dispuesto a combatir pero las facciones políticas y las elites rectoras fallaron.
Ahora como entonces, con todas las diferencias, el peligro está a la vista y es mayúsculo. Justamente por eso las facciones políticas y las elites (políticas, empresariales, mediáticas, sindicales, académicas, intelectuales) deben actuar poniendo el interés de la nación sobre sus intereses particulares. No todas lo están haciendo.
El gobierno ha afirmado que el límite infranqueable de la negociación es la dignidad nacional. Esa actitud debería complementarse con una explicación continua, oportuna y clara sobre la gravedad de la situación y las estrategias a seguir. Los partidos políticos –sin excepción– se han comportado con mezquindad. Están más interesados en ganar posiciones rumbo al 2018 que en salvar la situación de emergencia de 2017. Tampoco los grandes y medianos empresarios, la Iglesia, los medios de comunicación, han aportado suficientes iniciativas y acciones prácticas.
Lo más triste es la enconada división que se ha manifestado en las redes a propósito de la marcha de este domingo 12 de febrero. Cuando ha ocurrido un agravio semejante en París, Madrid, Londres o Nueva York, las imágenes suelen dar la vuelta al mundo. ¿Qué mejor forma de demostrar a Trump de qué pasta está hecho el pueblo mexicano? El rector de la UNAM ha tomado la antorcha cívica. Otras instituciones académicas y un sector de la sociedad acudirán también. Pero una franja muy amplia de la izquierda ha demonizado la manifestación. Para ellos, México se divide entre el “pueblo” (que ellos representan) y el “no pueblo” (que marchará representando a “la derecha”, “manipulada por el gobierno”). En el mejor de los casos, esta franja radical no ha calibrado el sufrimiento que podría provocar Trump en la vida de decenas de millones de compatriotas. En el peor de los casos, simpatiza con él.
Asistiré a la marcha. Dudo que sea un éxito y es una pena. Ante una muestra palpable de unidad nacional, todo el pueblo mexicano habría reaccionado con “grandísimo entusiasmo”. Pero no hemos aprendido la lección. La división de los mexicanos fue un factor en la derrota de 1847. Si persiste, lo será de nuevo.
Publicado previamente en el periódico Reforma
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.