En otoño de 2017, con la aprobación de las Leyes de desconexión en Cataluña y los sucesos que tuvieron lugar posteriormente, el Gobierno catalán y la mayoría parlamentaria que lo sustentaba cruzaron el Rubicón. En palabras del Tribunal Constitucional, estos se situaron “por completo al margen del derecho”, entrando “en una inaceptable vía de hecho” que ponía “en riesgo máximo” la vigencia de las garantías y derechos constitucionales y dejaba a los ciudadanos “a merced de un poder que dice no reconocer límite alguno” (STC 114/2017, de 17 de octubre, FJ. 5). El propio Jefe del Estado tuvo que urgir a los poderes públicos a que aseguraran el orden constitucional y garantizaran la vigencia del Estado de Derecho en Cataluña. Una respuesta que se dio en el plano político con la activación del artículo 155 de la Constitución y, desde la perspectiva jurídico-penal, con la querella que presentó la fiscalía y que ha dado lugar a la sentencia del Tribunal Supremo condenando por graves delitos a los líderes del “procés”.
A partir de ahí, cualquier análisis sobre la sentencia del Tribunal Supremo creo que tiene que partir de reconocer que este ha tenido que asumir una tarea nada fácil. Porque complejos fueron los hechos que ha enjuiciado; porque quizás no tengamos un Código penal preparado para responder a este tipo de ataques al orden constitucional; y, también, porque cualquiera que se ponga a estudiar el caso, incluso los propios académicos, tenemos sesgos. En mi caso, lo reconozco, mi sesgo es la preocupación por garantizar la defensa de la Constitución. Al final, como expresara el juez Holmes, puede ser cierto aquello de que “great cases… make bad law”. En este tipo de casos históricos se hace muy difícil ofrecer una respuesta conforme a la pura razón jurídica –si es que esta existe– y que contente a toda la opinión pública.
Precisamente por ello debemos ser especialmente cautelosos cuando hacemos juicios sobre esta sentencia. Debemos huir del titular grueso: de un lado aquellos que la tachan como una sentencia “floja” donde el Tribunal se inclina ante el Gobierno; o, de otro, quienes ven en la misma una reacción autoritaria que compromete las libertades públicas de los ciudadanos.
Por mi parte, si tuviera que destacar algo de la sentencia sería que ha resultado equilibrada al considerar los distintos intereses en juego, como prueba el hecho de que haya sido adoptada por consenso, y garantista desde la perspectiva de un Estado democrático de Derecho. Los magistrados, con el abanico punitivo del que disponían, han valorado las pruebas de forma desapasionada y han resuelto de forma unánime que los hechos fueron constitutivos de un delito grave, la sedición acompañada del delito de malversación de caudales. Y lo han hecho como resultado de un proceso con todas las garantías. Siempre se podrán buscar pegas, pero nunca antes había leído una sentencia con una motivación tan prolija en relación con el escrupuloso respeto a los derechos fundamentales. Sinceramente, así es como se hace justicia en un Estado de Derecho; no con tumultos violentos ni en tertulias de bar, y ni siquiera en púlpitos académicos por muy sano que pueda ser el debate.
No escondo que en ocasiones se aprecia alguna incongruencia en el discurrir argumentativo de la sentencia, probablemente imputable a cómo se ha forjado el consenso entre los magistrados. De hecho, parece que tuviera dos almas, las cuales terminan coincidiendo en la condena por sedición. De un lado, se aprecia un afán por evidenciar la gravedad de la ruptura del orden constitucional orquestada por los condenados. Como estos “activaron el proceso transicional, de pretendida eficacia constituyente, para la construcción de la nueva república catalana”, que de haberse culminado habría supuesto el derribo de la Constitución española. Y, de otro lado, la que sostiene que, en el fondo, iban de farol, sabían que no disponían de medios suficientes para doblegar al Estado y su objeto no era otro que el de presionar al Gobierno para negociar la independencia. Esta era una “mera ensoñación” o un “artificio engañoso” de los líderes del “procés” con la que lograron movilizar a la ciudadanía, pero no se puso en peligro real la integridad del Estado. Su conjura fue desmontada sin gran oposición, especialmente con la aplicación del art. 155. De forma que, como se ha dicho, el punto de encuentro entre ambas posturas fue el delito de sedición. Se termina condenando por haber intentado derogar de hecho el ordenamiento constitucional y por haber tratado de neutralizar la capacidad jurisdiccional del Estado, al haber propiciado un “entramado jurídico paralelo” y al haber promovido un referéndum ilegal, abusando de su poder institucional y movilizando a la población en un “levantamiento multitudinario, generalizado y proyectado de forma estratégica”. Todo lo cual, además, dio lugar a episodios claros de violencia. Unos hechos que, a juicio unánime de los magistrados, habrían logrado comprometer el funcionamiento del Estado democrático de Derecho.
Así las cosas, la pregunta clave sería si con esta decisión el Supremo ha forzado la legalidad penal y ha quebrado la proporcionalidad de las penas, ya sea para condenar por sedición o bien para rechazar la aplicación del delito de rebelión. En mi opinión claramente no. Teniendo en cuenta los hechos probados, ni fue disparatado que la fiscalía acusara por rebelión, como algunos han sostenido, ni la interpretación del Supremo para rechazarla resulta descabellada. A este respecto, me parece acertado que el Tribunal haya entendido que el delito de rebelión exige una “violencia instrumental, funcional, preordenada de forma directa” a los fines rebeldes y con capacidad de poner en riesgo real el orden constitucional. Y, atendiendo a las pruebas practicadas –algo que el Tribunal mejor que ningún otro ha podido apreciar– no se ha logrado probar que entre los planes de los condenados estuviera el recurso a este tipo de violencia y que siquiera potencialmente hubieran tenido capacidad para haberla logrado. Hasta aquí nada parece irrazonable. Como tampoco creo que haya sido un dislate autoritario la condena por sedición. De hecho, la sentencia es meticulosa al distinguir, por un lado, por qué los tumultos dirigidos a impedir la ejecución de una decisión judicial no pueden considerarse amparados por la libertad de manifestación ni por un genérico derecho a la desobediencia civil y, por otro, para justificar cómo el delito de sedición “no alcanza a toda turbación de la paz o tranquilidad pública”, sino solo a las conductas más graves de tumultos que puedan lesionar o poner en peligro la paz pública, entendida de forma restrictiva. Asimismo, aunque algún destacado penalista ha señalado ciertas debilidades en el juicio de autoría donde se individualiza la responsabilidad de cada uno de los condenados, el Tribunal no carece de argumentos para involucrar a todos ellos en la actividad sediciosa. Más allá, las penas de prisión son severas, pero también fue grave la quiebra de la convivencia democrática a la que dieron lugar.
Es por ello que, como ha escrito el profesor Solozábal (aquí), comparto que la sentencia respeta los presupuestos constitucionales: la intervención penal del Estado estaba justificada y se han respetado, según lo dicho, las garantías y principios constitucionales. Es cierto que la última palabra a este respecto la tendrá el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y, aunque como se ha visto la sentencia llega blindada en cuanto al respeto de los derechos fundamentales, en una causa tan compleja tampoco podemos descartar recibir algún revés. El Tribunal Supremo puede en algún punto haber dejado algún cabo suelto, igual que el Tribunal Europeo también puede equivocarse en su fallo. Ocurra lo que ocurra, a priori no debemos preocuparnos ni tocar innecesarios arrebatos ya que entra dentro de la lógica de un Estado democrático de Derecho.
Precisamente por ello me gustaría concluir haciendo propio el mensaje de confianza que el rey envió en su discurso en los premios Princesa de Asturias. Hoy, tanto o más que ayer, podemos seguir confiando en nuestra Justicia. Y a aquellos que buscan el “zasca” para sacar un titular desprestigiando a nuestros tribunales les recordaría lo que escribiera Balzac en La comedia humana: “desconfiar de la magistratura es un comienzo de disolución social”.
Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.