Los desacuerdos entre los poderes de la Unión respecto a las remuneraciones de los servidores públicos continúan. El presidente y algunos legisladores insisten en la legalidad de la iniciativa de ley, mientras que los jueces señalan que esta tiene lagunas que dejan en el desamparo a los trabajadores del sector público.
El 7 de diciembre se dictó una suspensión a la Ley de Remuneraciones, por considerar que viola los derechos de los trabajadores al limitar sus prestaciones. El ministro Alberto Pérez Dayán concedió esta medida provisional como resultado de la acción de inconstitucionalidad promovida por senadores de la oposición, además de la CNDH.
Esto no significa que los legisladores no puedan proponer medidas de austeridad, sino que para la elaboración del Presupuesto de Egresos 2019 deben partir de lo establecido en los artículos 75, 94 y 127 constitucionales y no en la nueva Ley de Remuneraciones. En respuesta, senadores de Morena presentaron un recurso de reclamación contra la suspensión dictada por el ministro Pérez Dayán. La suspensión se mantendrá hasta que la Suprema Corte decida sobre el fondo de la controversia.
El desacuerdo se profundizó cuando el presidente López Obrador criticó la postura de los magistrados y aseguró que perciben un sueldo mensual de 600 mil pesos. “No tengo la menor duda de que son los servidores públicos mejor pagados del mundo, solamente Donald Trump gana más que el presidente de la Suprema Corte”, afirmó durante su conferencia matutina del martes. En respuesta, magistrados y jueces dieron a conocer sus ingresos para demostrar que tales sumas son exageradas.
Los integrantes del Poder Judicial cuentan con el respaldo del artículo 94 constitucional para impedir que sus remuneraciones sean reducidas durante su encargo y para asegurar que al terminar su periodo tendrán derecho a un retiro. Además, el artículo 100 constitucional les otorga autonomía presupuestaria para que asignen y administren el presupuesto como lo deseen. Y la misma Carta Magna les garantiza que ningún otro poder puede chantajearlos con removerlos de su cargo o eliminarles sus remuneraciones.
En opinión de Luis Vega, presidente de la Asociación Nacional de Magistrados de Circuito y Jueces de Distrito del Poder Judicial de la Federación, los salarios de los magistrados responden a la importancia de sus encomiendas. “Defendemos la inamovilidad y la certeza de las adscripciones como requisitos reconocidos internacionalmente para hacer efectiva la independencia judicial, junto con otras garantías, como un salario acorde a la responsabilidad de resolver los asuntos más delicados que podrían afectar a cualquier persona y a cualquier institución o poder público”.
Como tuiteó Carlos Bravo Regidor, más allá de los desacuerdos entre los poderes por los sueldos que perciben sus integrantes, dos preguntas fundamentales han salido a relucir en este debate. La primera, ¿cómo debe determinarse el sueldo de los servidores públicos? Y la segunda, ¿quién debe decidir cuánto ganan? Si los miembros de un poder deciden sus propias remuneraciones se caería en un conflicto de intereses, pero si se permite que otros poderes decidan, se violaría la separación de poderes. Ambas son preguntas que permanecen sin respuesta y quizá sea pertinente mantenerlas al frente de la discusión para zanjar polémicas institucionales en el futuro.
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La separación de poderes nació como una medida para restringir la acción de los gobernantes y garantizar la libertad y los derechos de los ciudadanos. En su Segundo Tratado del Gobierno Civil, John Locke manifiesta que la división de poderes es la única manera de evitar que los gobernantes sean “tentados a tener en sus manos el poder de hacer leyes y el de ejecutarlas para así eximirse de obedecer las leyes que ellos mismos hacen”. Montesquieu afirma, en el capítulo IV de El espíritu de las leyes, que “todo hombre que tiene poder se inclina a abusar del mismo; él va hasta que encuentra límites. Para que no se pueda abusar del poder hace falta que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder”.
En México, el Poder Judicial ha ejercido su función de consolidar el equilibrio entre los poderes. En 2005, por ejemplo, la Suprema Corte ordenó la devolución del Presupuesto de Egresos a la Cámara de Diputados para que atendieran las observaciones que el presidente Vicente Fox hizo al documento, por considerarlo un acto administrativo. La medida sentó un precedente en la limitación de las atribuciones y facultades de los poderes en materia presupuestal. La Suprema Corte contó con la posibilidad, en palabras de Emilio Zebadúa, “de interpretar la Constitución a favor de un esquema de un gobierno compartido, no dividido”.
Ahora, el panorama no es muy diferente. El Poder Judicial tiene ante sí la oportunidad de hacer valer la Constitución al impedir la aplicación de leyes técnicamente deficientes, y para subrayar la importancia de resolver los problemas mediante la vía institucional.
Sin embargo, el Poder Judicial también requiere reformas. En el cuaderno de debate “¿Por qué nos cuesta tanto la Suprema Corte de Justicia?” publicado en octubre de 2010, Carlos Elizondo y Ana Laura Magaloni analizaron el uso de recursos en el Poder Judicial y concluyeron que el gasto no se ha visto reflejado en un incremento en la productividad y en la confianza ciudadana. En palabras de los autores, “tenemos una Corte muy cara, mal administrada, con una burocracia muy amplia y con sueldos y prestaciones excesivas para los altos cargos”.
La Suprema Corte, dice el estudio, es una de las más caras en el mundo. En el 2009, su gasto total ascendía a 3 mil millones de pesos, mientras que su contraparte estadounidense gastó el equivalente a mil millones de pesos. Aunque un argumento a su alto costo podría ser la productividad, los datos revelan lo opuesto. El número de casos resueltos en 2009 fue menor en comparación con otros tribunales. Por ejemplo, el tribunal constitucional español resolvió 46% más casos con el 12.8% del presupuesto de la corte mexicana. Además, el engrosamiento de la nómina provocó que la Suprema Corte tuviera 45 veces más personal que el Tribunal Constitucional de Chile. Hace ocho años, de las 3,140 plazas disponibles en la Suprema Corte, el 75% correspondía a funciones administrativas y el porcentaje restante a funciones jurisdiccionales.
Ante esta problemática, los investigadores planteaban que el Poder Judicial necesitaba el control del Ejecutivo y Legislativo para “hacer explícitos los valores y principios que caracterizan a la democracia”, pues se trata de una institución que “puede marcar las diferencias, por lo menos en términos axiológicos, entre un régimen autoritario y uno democrático”.
Como el órgano dedicado a la procuración de justicia, el Poder Judicial no debe deslindarse de la responsabilidad de rendir cuentas y de justificar sus gastos.
Si bien es cierto que se requiere de un mejor aprovechamiento de los recursos materiales y humanos con los que cuenta, ante la posibilidad de que representantes del Legislativo y el Ejecutivo tomen los excesos de los jueces y ministros como un argumento para debilitar su papel como contrapeso político, haríamos bien en recordar las palabras del ministro en retiro José Ramón Cossío en su discurso de despedida. Ante los intentos del presidente por hacer “lo que le venga en gana, porque a final de cuentas tiene un gobierno legítimo y mayoritario”, dijo el ministro, “la función central de la justicia constitucional es, precisamente, retener estos intentos”.