Después de escucharlo durante poco menos de dos horas el lunes pasado, concluyo que Enrique Peña Nieto enfrenta un problema de difícil solución. Me parece que el presidente quiere dividir su sexenio en dos partes: la presidencia legislativa (el periodo de reformas que recién concluye) y la presidencia ejecutiva, en la que se pondrán en práctica los cambios aprobados. La primera se dedicó al arte de negociar; la segunda, al de gobernar. En ese par de años iniciales, Peña Nieto redujo su presencia pública al mínimo para no estorbar el delicado proceso del pacto para aprobar las reformas. Desde el punto de vista de la operación política, la estrategia tiene sentido: el presidente se sabía una figura polémica y potencialmente disruptiva, capaz de estropear, con un solo error, la frágil negociación que daría pie a las reformas. Al final, el bajo perfil público del presidente dio el resultado deseado. Al menos durante el debate legislativo, la oposición más radical se quedó sin antagonista: en política, después de todo, es muy complicado pelear contra quien está en silencio absoluto.
Pero el retiro casi monástico de Enrique Peña Nieto también ha traído consigo una serie de enormes costos para la figura presidencial. Las últimas encuestas colocan el índice de aprobación del presidente apenas unas cuantas décimas por encima de lo que tuvo Felipe Calderón en su nadir. Casi desde cualquier perspectiva, el 46% de beneplácito que reveló El Universal hace una semana debería preocupar a Los Pinos. En Estados Unidos, Barack Obama arrastra al día de hoy un 43% y no hay candidato demócrata que contienda en las elecciones legislativas de noviembre que lo quiera tener cerca. Obama es, hoy, un presidente tóxico. A un año de la jornada electoral del 2015, Peña Nieto no está muy lejos de esa misma condición.
Pero su impopularidad no es, ni de lejos, su mayor reto. El verdadero problema radica en la única variable a la que ha apelado el presidente para recuperar el capital político del que dispuso para la aprobación de las reformas: el futuro. Sabedor de que no hay reforma estructural que brinde beneficios inmediatos a la población, Peña Nieto enfrenta un momento de verdad riesgoso: tiene que convencer a la sociedad mexicana de resultados que, en muchos casos, comenzarán a percibirse dentro de quizá un par de años. En cierto sentido, a casi veinticuatro meses de haber asumido el poder, Peña Nieto se halla constreñido a un político cuya única herramienta es la promesa. Y la gente no está convencida: en la misma encuesta de El Universal, un enorme 64% dice que el país debe cambiar de rumbo. Cifras de espanto para las que el presidente tiene, al parecer, una sola solución: la oferta, que a muchos suena ficticia o tramposa, de la abundancia que viene.
Durante el encuentro con periodistas del lunes pasado, Peña Nieto se refirió una y otra vez al futuro. Pidió a la audiencia y a los periodistas otorgar el beneficio de la duda a las reformas y confiar en que sus dividendos serán apreciables más temprano que tarde. El presidente dijo vislumbrar mayor crecimiento e ingreso per cápita y una serie de beneficios que, como promesa, suenan muy bien. El problema es que, para un político en funciones y mucho más para un presidente, prometer no solo sí empobrece: puede representar un riesgo mayúsculo. Casi por definición, el electorado tiene poca paciencia. No entiende de matices, ciclos económicos, inversión extranjera y toda esa palabrería. Lo único que tiene clarísimo es que no siente en el bolsillo el mejor futuro que se le ha prometido. Y mientras así ocurra, castigará no solo al hombre que ocupa el poder sino a su partido. Enrique Peña Nieto claramente sabe que su presidencia y quizá hasta su legado dependen únicamente de los resultados que ofrezca su agenda de reformas. De poco sirve una presidencia legislativa exitosa si la presidencia ejecutiva no sabe entregar los avances que debe. Si por azares del destino las cuentas del periodo reformador no resultan tan alegres, el PRI podría ver descarrilado su proyecto de reconquista electoral de México. Quizás no en el 2015, pero sin duda en el 2018.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.