En un episodio de 1948 de una tira cómica estadounidense, Li’l Abner, los capitanes de la industria, señores de cuellos gruesos, prepotentes y habituados a la conspiración, se aprestaban a abusar de los trabajadores de un aislado y pobre pueblo de Kentucky, flacos, ingenuos e ignorantes, con salarios de hambre y jornadas sin tasa, hasta que se toparon con los mágicos shmoo, unas sonrientes criaturas que podían transformarse, y lo hacían con gusto, en cualquier alimento o bien de primera necesidad, siempre y cuando no fuera algo lujoso. “Se podían convertir en una recia franela, pero no en un vestido de Ralph Lauren” acotaba Wright. Aquel año los shmoo se extendieron por el país y, con ellos, la crisis: la gente dejó de comprar a los precios que se demandaban y de trabajar a los salarios que se ofrecían. Los capitalistas no tuvieron más remedio que procurar su exterminio.
A Erik Olin Wright (1947-2019) le gustaba ilustrar con esta historia su convicción marxista de que la relación de explotación es la cuestión central de la sociedad de clases; y por qué, de paso, los obreros son, como decía Marx, los portadores del interés universal de la sociedad, los únicos interesados en la existencia de este peculiar maná.
Wright fue uno de los últimos sociólogos marxistas importantes; un marxista independiente de los conventículos socialistas (o sin el beneficio de su protección, según quién lo mire). Fue miembro del “grupo de septiembre”, también conocido como “marxismo sin cuentos” (No Bullshit Marxism) o, simplemente, “marxismo analítico”, una informal asamblea internacional que, una vez al año, reunía a una docena de discretos varones que discutían mutuamente sus trabajos, ligados tanto por la afinidad marxista como por el propósito de hacer filosofía, historia, economía, ciencia política o sociología, pues de todo había, con excelencia y dentro de los cánones de la investigación académica universal. Esto último lo lograron, a veces, a costa de su marxismo, y hacia finales del siglo el grupo comenzaba a languidecer. Wright siguió hasta el final.
Wright también eligió ser profesor en una universidad que muchos marxistas habrían considerado un templo del positivismo burgués (Madison, Wisconsin), desdeñando una oferta en Berkeley, donde podría haber escrito una secuencia de aplaudidos libros radicales, en lugar de dedicar la mayor parte de su vida a artículos de contenido empírico, llenos de discutidos errores, de rectificaciones, de vueltas a empezar, y a libros sólidos pero siempre por debajo de sus propias expectativas, restados por el peso de la ciencia, y por la necesidad, asumida como marxista, de aclarar un paso antes de dar el siguiente. Se exponía siempre a la crítica y recibió algunas bastante duras; al repasar su obra impresiona que siempre parecía encajarlas sin ponerse a la defensiva, mostrando su inclinación por corregir y avanzar.
Un estudio realizado de 2007 mostraba que el 17% de los científicos sociales en las universidades de Estados Unidos se identificaban como marxistas, y que la cifra alcanzaba al 25% entre los sociólogos (Gross y Simons, “The Social and Political Views of American Professors”). Cuando Wright era estudiante, casi no se podía ser otra cosa. Y eso que él no se hizo marxista hasta que entró en el seminario de la Iglesia Unitaria -para librarse de Vietnam- y fue estudiante-capellán de la prisión de San Quintín, en la época de los Panteras Negras. Pero Wright tuvo muchas ocasiones para dejar de ser marxista, y creo que es interesante preguntarse por los motivos que tenía para seguir siéndolo. No es una cuestión trivial.
Su trabajo lo dedicó a dos tareas fundamentales: la teorización y estudio empírico de la estructura de clases en las sociedades modernas, y la búsqueda de alternativas socialistas al capitalismo. Lo primero le ocupó más tiempo que lo segundo y, seguramente, más de lo que había planeado cuando lo emprendió como una especie de prolegómeno para su estudio del cambio social.
Llevó su teoría de las clases sociales hasta una situación de práctica contigüidad con la teoría alternativa dominante, y creo que eso fue el resultado de la honestidad intelectual y de su fidelidad al lenguaje científico. Casi todo el mundo cree que hay clases sociales, pero solo los marxistas piensan que la explotación sea algo especialmente relevante para su estudio, y nadie cree en lo que Marx derivaba de ello, porque es empíricamente falso. Wright se esforzó en conservar un mínimo contenido marxista en su teoría, aunque sus categorías empíricas fueran observacionalmente equivalentes a las de la llamada sociología burguesa. En todo caso, como se atisba de la historia de los shmoo, su concepto de explotación estaba tan emparentado con el radicalismo popular americano (la acción de una oligarquía que engaña y abusa, se salta las leyes y, en último caso, dispara) como con el marxista (el rasgo indeleble de cualquier contrato de trabajo).
Los marxistas analíticos terminaron subrayando su respeto hacia las motivaciones éticas del marxismo, a medida que el respeto científico quedaba acotado a solo algunos aspectos de su obra. Erik Olin Wright no fue distinto en esto. El asunto es que Marx, de todos los socialistas clásicos, debió de ser uno de los menos interesados en la ética, precisamente porque consideraba que la ciencia le permitía distanciarse del socialismo moral y, desde luego, del socialismo utópico. En nada resulta tan llamativa la constancia en la denominación marxista como en el proyecto de “utopías reales” en el que Wright llevaba años trabajando. A Proudhon le habría parecido fascinante el interés de Wright por el mutualismo, el cooperativismo, la descentralización del poder y el radicalismo democrático asambleario; creo que Marx lo habría tratado con el mismo sarcasmo con el que trató a aquel rival. Pero Wright sigue citando a Marx docenas de veces, a menudo para lamentar su falta de adecuación como instrumento para entender los problemas que le interesan, y no hace una sola alusión a socialistas no marxistas o a otros pensadores utópicos.
Se diría que en la adhesión al marxismo siempre hay algo que tiene que ver con la fuerza de los hechos más que con la persuasión. El marxismo representó la ideología oficial -usurpada o no- de la alternativa política y militarmente organizada al capitalismo occidental, y la de los principales partidos anticapitalistas del mundo hasta hoy mismo. No hay otra teoría radical que pueda empatar esto. En el caso de Wright, sin embargo, parece que había algo más sutil.
En un ensayo autobiográfico daba a entender que su insistencia en Marx era una forma de clasicismo, aunque no encontrara esas palabras, y tal vez nunca las hubiera utilizado. Él lo describía con la socorrida alegoría de Ulises atado al mástil para no escuchar los cantos de sirena. Conocemos el clasicismo en el arte y en la literatura: no ser indulgente con las modas, con las facilidades del propio talento, ni, en general, con lo sencillamente subjetivo. El clasicismo deseado por Wright era el de escribir y argumentar dentro de las restricciones de un lenguaje con normas muy definidas. El marxismo era para él una disciplina, una forma de llegar lastrado a la tentación de la ocurrencia, y de hacer más difícil virar el rumbo. Con todo, ya anticipaba que “pese a mi decisión de no mudarme, puedo acabar viviendo en una casa diferente”. Y así parece que fue.
A medida que se acercaba la muerte fue redactando un blog que merece la pena leer como literatura de despedida. En el mes transcurrido desde su fallecimiento se han escrito múltiples notas y elogios dejando constancia de las enormes cualidades humanas de Erik Olin Wright. Sobre su muerte escribió en los términos de un materialista, pero desde Epicuro todos insisten en que la muerte no es nada. Algo que no puede ser cierto para quien liga su vida a otras.
es profesor de sociología en la Universidad de Salamanca. En 2016 publicó La reforma electoral perfecta (Libros de la Catarata), escrito junto a José Manuel Pavía.