En México se cometen arbitrariedades, se encubre la corrupción y se erosionan instituciones democráticas, todo ello amparado en la invocación constante del pueblo. Nuestros gobernantes han convertido esas tres palabras, “pueblo de México”, en una suerte de dios pagano que les otorga patente de corso para hacer y deshacer a su antojo.
Tal vez ha llegado el momento de desmitificar a ese dios y examinar con cuidado qué cualidades –reales o imaginadas– han permitido que sus sumos sacerdotes lo presenten como “bueno y sabio”.
Propongo ensayar esta reflexión de la mano de George Orwell y su ensayo “The English people”, donde traza un retrato del pueblo inglés que, con la debida distancia, puede servirnos de guía para esclarecer de dónde se agarra el gobierno para cometer sus abusos.
El objetivo central de Orwell en ese ensayo es desmitificar al pueblo inglés y dotarlo de rasgos concretos, comprensibles. Su punto de partida es revelador: “En tiempos de paz, es raro que los visitantes extranjeros de este país noten la existencia del pueblo inglés”. Es decir, incluso para el observador externo, el inglés permanece invisible, disuelto en estereotipos o lugares comunes.
Su empeño, entonces, es desmontar los clichés que representan a Inglaterra como un “aristócrata con monóculo” o un “siniestro capitalista con sombrero de copa”. Orwell se aparta de esas figuras asociadas a las élites y dirige su atención a los otros cuarenta y cinco millones que suelen ser ignorados: la gente común que, a su juicio, constituye el verdadero pueblo inglés.
Así, Orwell se detiene en los rasgos –unos halagadores, otros incómodos– que permiten comprender al pueblo inglés en su complejidad, con sus contradicciones, virtudes y defectos.
Para entender mejor cómo se construye esa imagen del pueblo “bueno y sabio” a la que nuestros gobernantes apelan, empecemos, quizá, por la noción de bondad. Orwell no califica al pueblo inglés como “bueno”, pero sí resalta ciertos rasgos afines, como la gentileza: “Los modales de la clase trabajadora inglesa no siempre son muy elegantes, pero sí extremadamente considerados”. En esto, yo encuentro similitudes con el pueblo mexicano, al menos en las formas. Una de nuestras cualidades más notorias –y siempre sorprendente para el extranjero– es nuestra cortesía al hablar. Nos incomoda la franqueza directa; preferimos los rodeos y los sobreentendidos. Nos cuesta decir “no”, aunque ello no implique un “sí”. Hemos convertido la cortesía verbal en una forma refinada de convivencia.
Esa cortesía, junto con nuestra aversión al conflicto abierto, facilita que los gobernantes construyan la imagen de un pueblo paciente y conformista. Esa idea les sirve para justificar sus abusos y atropellos, presentándolos como hechos tolerados o incluso aceptados por un pueblo “feliz”.
Otra característica que observa Orwell –y que podría relacionarse con cierta forma de bondad o incluso sabiduría– es el respeto a la ley: “Las masas aún asumen, más o menos, que ‘ilegal’ es sinónimo de incorrecto”.
Hay aquí un eco torcido. En México, el respeto por la legalidad existe, pero es más bien resignado. No es un respeto activo, sino una forma de evitar problemas. Se asume que lo único que puede esperarse de las autoridades es poco y malo. Esa resignación, en ocasiones, se presenta mañosamente como sabiduría popular: como si saber evitar meterse en problemas y aceptar las adversidades sin chistar fuera señal de una comprensión profunda de la condición humana. El expresidente Andrés Manuel López Obrador lo expresó tras la tragedia de la Línea 12, en 2021: “En el caso de lo de la línea del Metro, los más afectados, Iztapalapa, Tláhuac, gente humilde, trabajadora, buena, entiende que estas cosas desgraciadamente suceden”.
Esta aceptación pasiva necesariamente implica también una renuncia a la crítica y a la exigencia de justicia. Y vaya que “cae como anillo al dedo” –esa expresión que ha servido para justificar lo injustificable– a nuestros gobernantes, quienes la usan con cinismo para encubrir su inacción. A más de tres años del colapso en la Línea 12, que dejó 26 muertos y 86 heridos, ningún responsable ha sido condenado y el proceso penal avanza con desesperante lentitud.
La religiosidad también ha sido señalada como parte de esa “bondad”. Ciertamente, tanto las clases bajas como las altas son formalmente guadalupanas. Aquí contrasta el pueblo inglés, según lo que escribe Orwell: “El pueblo no es religioso en el sentido convencional, aunque ha conservado una profunda impregnación del sentimiento moral cristiano”. En México, la fe atraviesa las clases sociales tanto de forma horizontal como vertical. La presidenta Sheinbaum pareció celebrarlo cuando, aún como jefa de Gobierno, asistió al Viacrucis de Iztapalapa y declaró –en un claro dislate– que, “más allá de que el gobierno es laico y de la separación del Estado e Iglesia, es una fiesta del pueblo.”
Este tipo de gestos y discursos refuerzan esa imagen del dios pagano al que se apela para presentar al pueblo como bueno, paciente y tradicional, legitimando así la tolerancia ante arbitrariedades y una aparente falta de exigencia democrática.
Esa “bondad” teñida de religiosidad no solo sirve para construir una imagen positiva del pueblo, sino que también tiene un lado oscuro que resulta funcional para nuestros gobernantes. La religiosidad se convierte en un manto que justifica la incapacidad para mantener el estado de derecho y refuerza la resignación ante actos de violencia o injusticia, pues toca tradiciones y creencias consideradas intocables. Un ejemplo claro ocurrió en 2001, cuando un presunto ladrón de imágenes religiosas fue linchado en Santa Magdalena Petlacalco, Tlalpan. López Obrador, entonces jefe de gobierno de la ciudad, declaró: “Con las tradiciones de un pueblo, con sus creencias, vale más no meterse.”
Volviendo a Orwell, hay un rasgo que menciona con crudeza y que, en cierta forma, también puede encontrarse de este lado del charco: la hipocresía. “Los ingleses son moralistas y, al mismo tiempo, grandes hipócritas”, escribe. En México, lo nuestro es más bien la simulación. No se trata de una doble moral en el sentido clásico, sino de una forma de vida en la que todos actuamos como si las cosas funcionaran, aunque sepamos que no es así. Preferimos cuidar las buenas maneras, recurrir al rodeo, mantener el ritual aunque la sustancia esté podrida. Como decía mi mamá: “En México, las empresas hacen como que pagan, y la gente hace como que trabaja”. Es nuestro modo de sostener una realidad fallida sin derrumbarla del todo. “Ya se va a investigar”, dice la presidenta ante cada crisis que le brinca, y todos entendemos que eso significa lo contrario: que no pasará nada. Vivimos en una comedia de sobreentendidos, donde el poder simula gobernar y el pueblo simula obedecer.
Pasemos ahora al tema de la sabiduría. ¿Puede decirse que el pueblo mexicano es sabio? Me refiero, claro está, en términos políticos. Orwell plantea una pregunta similar en la sección de su ensayo llamada “La perspectiva política del pueblo inglés”. Su respuesta, con su característico tono lacónico, no deja lugar a dudas: “El pueblo inglés no solo es indiferente a los detalles finos de la doctrina, sino también notablemente ignorante en materia política”.
Aquí conviene distinguir entre apego doctrinario y conocimiento conceptual. En cuanto a doctrinas, el mexicano promedio se parece al inglés que describe Orwell: ni particularmente ideológico ni adepto a credos políticos. Predomina la indiferencia, combinada con un conocimiento muy limitado sobre conceptos clave. El siglo XX transcurrió bajo la tutela del PRI, un partido que se proclamaba revolucionario e institucional, pero que abarcaba un espectro tan amplio que daba cabida a todo tipo de posturas políticas. Afortunadamente, al PRI nunca se le ocurrió emprender una revolución cultural, ni una “revolución de las conciencias”, y menos aún una “purificación de la vida pública”. El viejo y todoterreno PRI ofrecía una sana garantía: “aquí hay de todo”.
El conocimiento político, por su parte, es escaso en todos los niveles sociales. Orwell lo dice así: “Si le preguntara a un grupo de personas al azar de cualquier estrato de la población que definieran capitalismo, socialismo, comunismo, anarquismo, trotskismo, fascismo, obtendría en su mayoría respuestas vagas, y algunas sorprendentemente tontas.” A esto yo añadiría el término “democracia”. Si le pregunta al primer transeúnte sobre Eje Central a la altura de Madero qué significa, probablemente escuchará una lista de anhelos: “paz”, “seguridad”, “igualdad”, “justicia”. No extraña, por tanto, que la vida pública despierte poco interés; basta observar que la abstención en las elecciones presidenciales suele rondar el 40%. Tampoco sorprende que nuestra democracia de entre siglos, construida a lo largo de casi dos décadas (1977-1996), haya sido desmontada en cuestión de meses, ante la indiferencia de muchos.
Esa falta de conocimiento político se convierte, para los gobernantes, en una forma de “sabiduría popular” basada en el sentido común: un pueblo que no se enreda en complejidades ni cuestiona en exceso, sino que prefiere la estabilidad y la paz social. Su aparente desinterés y pasividad ante la política se interpreta como una señal de aprobación tácita, un aval silencioso a las decisiones del poder. Como dijo algún zoquete, si la gente no salió a las calles a defender a la Suprema Corte durante la reforma judicial, es porque en el fondo estaba de acuerdo con ella. Una falacia que asume que solo hay dos opciones, la protesta activa o el acuerdo total, ignorando el miedo, la apatía o la desinformación. Así, la ignorancia política y la indiferencia se convierten en supuestas pruebas de sabiduría y conformidad popular, que legitimarían implícitamente la erosión de las instituciones y la concentración de poder.
Al cierre de su ensayo, Orwell lanza una advertencia que bien podríamos adoptar para nuestro contexto: el pueblo inglés “tendrá que tomar su destino en sus propias manos. Inglaterra solo podrá cumplir su misión especial si los ciudadanos comunes logran acceder al poder.” Añade con claridad meridiana: “Los últimos treinta años [1914-1944] han sido una serie interminable de cheques girados sobre la buena voluntad acumulada del pueblo inglés. Esa reserva puede no ser infinita.”
Algo semejante ocurre con el pueblo mexicano. Desde 2018 hemos sido testigos del desmoronamiento de nuestras instituciones, del despilfarro de recursos y del desmantelamiento del sistema de salud. Se ha vulnerado la Constitución y el Poder Judicial. Todo esto, en nombre de ese dios pagano llamado “el pueblo”: no el pueblo real, con rostros y necesidades, sino la abstracción mitificada que los poderosos invocan para legitimar sus atropellos. Un pueblo que, según ellos, es sabio, noble, paciente; una entelequia conveniente que justifica cualquier abuso.
Han encontrado en esa paciencia una coartada perfecta: lo endiosan para no rendirle cuentas. Se dicen sus únicos intérpretes y sumos sacerdotes, y se arrogan el derecho de hablar por todos nosotros, mientras desmontan instituciones, reducen el presupuesto a la educación, despilfarran recursos y se reparten el botín. Su hambre de poder es insaciable, y su desvergüenza, ilimitada.
Pero toda paciencia se agota. Corresponde al pueblo de México –el verdadero, no el que el gobierno utiliza como maza para golpear a sus críticos e instituciones– decidir, con plena conciencia y determinación, hasta dónde está dispuesto a tolerar esta degradación política. ~